Las aulas de Costa Rica, el refugio de niños nicaragüenses que huyeron de las represión de 2018

Una pequeña escuela en Upala, en el norte costarricense, simboliza la acogida de 32,000 menores nicaragüenses en centros públicos del país al que muchos huyeron en 2018, cuando Nicaragua se volvió imposible para sus familias.

Un niño nicaragüense refugiado en Costa Rica hace su tarea escolar.
Un niño nicaragüense refugiado en Costa Rica hace su tarea escolar.
Imagen Álvaro Murillo

Era la primera semana de clases y la mayoría de niños no conocía el nombre de los demás, pero los nicaragüenses jugaban al fútbol como todos y a simple vista era imposible saber cuáles eran. Uniformados con el pantalón azul y la camisa blanca, con la piel bronceada por los soles de la bajura y un acento idéntico al pedir un pase de pelota, los estudiantes pasaban como iguales para cualquiera que llegara de visita a esta coqueta escuela en la comunidad San José de Upala, en la zona norte de Costa Rica, a una media hora de la frontera con Nicaragua de donde huyeron con sus familias después del 2018.

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En ese grupo que correteaba y se abrazaba al marcar un gol, había al menos tres niños de nacionalidad nicaragüense que forman parte de los casi 80,000 solicitantes de refugio que cruzaron al país vecino del sur para escapar de la represión del gobierno de Daniel Ortega contra los activistas después de que estallaron las protestas en abril del 2018. Y siguen cruzando.

En la escuela puede haber unos 25 que juegan y aprenden con todos los locales, pero sí hubo algo que los distinguió este lunes en el inicio del curso lectivo. En el acto inaugural cantaron el himno de Nicaragua y algunos alcanzaron a emocionarse, quizás tanto como algunos adultos invitados por la directora de la escuela, una mujer llamada Karen Pineda que posee ambas nacionalidades.

“Canté una parte”, reconoce Migdonio López, un niño de 9 años que escribe su nombre en letra diminuta, ante la mirada de su madre, que se complace en ver cómo el derecho a la educación, al menos, está garantizado en las escuelas y los colegios del sistema público costarricense, donde los nicaragüenses ocupan una de cada 40 sillas (el curso del 2019 cerró con 32,000, frente a 1,200,000 de población total).

“Es como en Nicaragua”, dice en pocas palabras este niño oriundo de Nueva Guinea, en la región del Caribe Sur nicaragüense. Él tuvo que dejar allá la escuela, los amigos y el entorno rural por las amenazas contra su madre, una connotada dirigente campesina que se había sumado a las voces críticas contra el autoritarismo de Daniel Ortega. Mientras la finca sufre el abandono en Nicaragua, la vida los ha hecho rodar por Costa Rica en condición de solicitantes de refugio; estuvieron en San José, en la capital, y ahora se instalaron aquí con 50 personas más en un terreno donde pueden sembrar frijoles o maíz y criar cerdos para sobrevivir.

La pequeña granja en la que varios refugiados nicaragüenses crían animales para sobrevivir.
La pequeña granja en la que varios refugiados nicaragüenses crían animales para sobrevivir.


Como en la mayoría de exiliados nicaragüenses, el mayor problema es conseguir techo y comida estable, pero en Costa Rica están fuera de la persecución de los policías o paramilitares de Ortega y aquí los niños y adolescentes pueden acceder al sistema público de educación costarricense como cualquier otro costarricense. No es algo común en el mundo cuando se trata de migrantes forzados, según la oficina local de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Un autobús los recoge en su campamento, a 20 minutos de la escuela; les proveen uniformes y en el centro educativo tienen una ración de comida que para muchos puede ser su único alimento del día, aunque no sea suficiente para Migdonio y su amigo Joshdery, de 11 años, que llegan a casa con apetito. “Y eso también está bueno, porque el apetito es buena señal. Se les mira contentos, con ánimo, sienten que aprenden, que tienen amigos”, dice la madre de Joshdery.


“Los niños son los que más han sufrido, porque ni siquiera alcanzan a comprender por qué tuvieron que dejar toda su vida allá. Por eso es muy bueno que en la escuela se distraigan y recuperen la confianza”, dice la madre, que prefiere no identificarse. A su lado, Joshdery y la madre de Migdonio, asienten con un gesto que mezcla agrado y nostalgia. Aprovechan que el sistema público costarricense abre las puertas de las aulas a los niños extranjeros sin importar su condición, pero también sacan ventaja de la vocación de acogida que caracteriza al municipio de Upala, fundado como poblado por inmigrantes nicaragüenses en el siglo XIX.

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Por eso es comprensible la frase que utiliza la directora Pineda para explicar el proceso de integración de los menores en situación de refugio: “dejamos que las cosas ocurran con naturalidad”, aunque antes hay todo un sistema público que funciona aquí en la zona fronteriza como funciona también en la capital, advierte César Pineda, encargado de la oficina de Acnur en Upala. También juega a favor la cifra manejable de población inmigrante, lejos de desbordar la capacidad de las escuelas, aunque los casos de las familias desplazadas pueden llegar a ser tan graves como el caso del hombre que ingresó sangrando por heridas de bala, recuerda el oficial Pineda. “Nuestro trabajo acá no es de volumen, es de precisión para atender casos graves que siguen llegando”, advierte antes de aclarar que, sin embarga, Costa Rica tiene capacidad de respuesta y Upala aún más.

Mientras el oficial Pineda hablaba a Univision, en la escuelita de San José de Upala la directora pasaba lista de sus estudiantes nuevos. Aún faltan algunos que andan con sus padres trabajando en la cosecha de café en otra zona de Costa Rica, pero igual acá tienen espacio, sin importar demasiado a qué nivel vayan ni la falta de documentos oficiales. Les harán una prueba de ubicación y tendrán su escritorio quizás al lado de Migdonio o de Joshdery, con maestros que también tienen la nacionalidad nicaragüense y sabrán hacerlos sentir como en casa

Universitarios, la otra cara de la moneda

Se llama Tayling y tiene 20 años. Estudiaba Educación e Ingeniería Civil en Nicaragua cuando estallaron las protestas y ella no dudó en sumarse, pero las represalias no tardaron en llegar y tuvo que huir de su país con rumbo a Costa Rica, como muchos otros “chavalos”. Ahora está varada aquí, sin posibilidad de ingresar a las universidades costarricenses porque en Managua le borraron el registro académico y quedó como si jamás hubiera cursado materia alguna.

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Lo cuenta mientras lava ropa en un ojo de agua en el terreno donde vive con otras familias nicaragüenses, donde pueden cultivar granos y criar cerdos o gallinas para poder sobrevivir. “Me piden el récord académico, seguro, bienes muebles o inmuebles… cosas que jamás puedo tener. Yo les digo que soy solicitante de refugio y con costos tengo para comer, pero no he tenido suerte”.

Sigue caminando con las botas de caucho empapadas y pide ayuda para llevar el balde a Erling, otro joven de 30 años que acabó en una situación similar. Estudiaba diseño gráfico en la UPoli de Managua, pero se sumó a los colectivos que se atrincheraron y fue detenido. Pasó una semana en la cárcel El Chipote y el día que lo dejaron salir decidió de inmediato huir de su país como fuera. Llegó en agosto con la idea de continuar sus estudios, pero la respuesta fue negativa. Sin documentos es imposible.

Es lo que responden las universidades públicas y las privadas (aunque el costo de la matrícula les resulta impagable), sujetas todas a una supervisión de un Consejo Superior. Muy pocos jóvenes han logrado cupos en la educación superior estatal, aunque muchos de los solicitantes de refugio procedentes de Nicaragua fueron jóvenes que participaron en las protestas, muchachos con estudios universitarios o ya con nivel profesional, según una encuesta realizada en 2019 por la Fundación Arias, en San José.

Video La historia de dos nicaragüenses refugiados en una iglesia en California que buscan asilo político