La brisa del patio es húmeda y quieta. Al atardecer, el olor de la cocina pasa a través de las ventanas abiertas y el sonido de las cebollas y los pimientos fritos acompaña al dueto conformado por los perros y los televisores. Las matas de mango brindan una acogedora sombra, con sus ramas cargadas de frutos. A pocas cuadras de allí, hay un parque infantil cuidadosamente revestido con neumáticos con la tonalidad pastel de los huevos de Pascua. A esta hora, el parque es un hervidero de niños jugando: columpios meciéndose, chicos deslizándose, y un puñado de adolescentes jugando fútbol. Un letrero al final del patio de gravilla hace una inesperada advertencia: “Cuidado, el machismo mata”.
La ‘Ciudad de las Mujeres’: el pueblo que fue construido por colombianas para sobrevivir a la guerrilla
Fundada por mujeres desplazadas, esta localidad es un refugio frente a la violencia y la agresión sexual.


La Ciudad de las Mujeres, en las afueras de Turbaco, Colombia, fue diseñada por mujeres y para las mujeres, en respuesta a décadas de guerra civil que las han hecho particularmente vulnerables a la violencia y la agresión sexual. Todo esto, a su vez, la ha obligado a desplazarse. Para algunas de ellas, construir la ciudad significó una válvula de escape. Comenzaron por crear una fábrica de bloques de hormigón y luego se las ingeniaron para aprender a fabricar ladrillos. Cavaron las zanjas y echaron los cimientos, pusieron los techos y pintaron los hogares en coloridos tonos que recuerdan a loros y plantas. El resultado de sus años de duro trabajo es una comunidad de 98 casas, un santuario para sobrevivientes.
“Antes venir aquí no sabía que tenía derechos. Veía cosas y creía que tenía que callar, pues había mucho miedo a denunciar lo que se veía”, dice Marina Martínez Moreno, una de las fundadoras de la comunidad. “ Nos hemos convertido en un ejemplo a seguir, incluso para los intelectuales de las universidades. La mayoría de nosotras no teníamos educación y sin nada fuimos capaces de hacer esto”.
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Si bien la Ciudad de las Mujeres ofrece refugio solo a una pequeña parte de las millones de desplazadas a raíz de la violencia en Colombia, constituye un poderoso modelo de resistencia y reconstrucción. De acuerdo con la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas, 7.4 millones de personas en el país han sido obligadas a desplazarse a causa del conflicto entre las fuerzas de seguridad del gobierno, los grupos paramilitares y la insurgencia armada, bando este último en que destacan las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Entre los millones de afectados por la violencia, las mujeres y los niños son especialmente vulnerables a los crímenes, la explotación, la agresión sexual y la malnutrición. La Ciudad de las Mujeres, terminada de construir en 2006, es un insoslayable testimonio de las mujeres que la levantaron, una comunidad de casas coloridas y de esperanza. Algunas aún están en pie, otras no.
Desde San Juan Nepomuceno, con su marido y tres hijos, Moreno, de 52 años, fue forzada a desplazarse más de una vez antes de venir a la Ciudad de las Mujeres. “Hubo un enfrentamiento entre guerrillas y grupos paramilitares”, cuenta, pasando lista a los seres queridos que perdió: un hermano y un primo asesinados, otro primo político muerto, un tío secuestrado. “Es difícil, pero este dolor ha sido útil para ayudar a otras personas”. Hace una pausa, la emoción parece influir en sus palabras. “Es muy difícil”.
La transición del patriarcado al matriarcado no es siempre fácil, añade. Moreno se divorció dos años después de mudarse a la Ciudad de las Mujeres. La razón de su ruptura, señala, fue simple: a su marido le resultó difícil adaptarse a la independencia que ella recién adquiría.
Teresa Ysabel Parra es otra de las mujeres símbolo de este lugar. A sus 54 años, su piel es suave, aunque tensa en sus notables pómulos. Sus ojos lucen cansados, así como su voz. Cuenta su historia con el aire de quien la ha contado antes, quizás muchas veces. Dice que le desconcierta cómo los periodistas y los trabajadores sociales parecen sensibilizarse con historias como las suya. Ellos vienen, van, y nada cambia, sostiene.

Parra contribuyó a la edificación de la Ciudad de las Mujeres –las alcantarillas específicamente– y recuerda la novedad que para ella, una campesina, fue aprender a construir casas. Originalmente de San Marcos, en el Departamento de Sucre al norte del país, Parra se desplazó por primera vez en 2002, después de que su marido fuera asesinado. Buscando protección y una mejor vida, salió desesperada, llevándose consigo tres de sus nueve hijos. Los restantes seis se quedaron en la región junto a la familia de su antiguo marido. Por los últimos 12 años, Parra ha visto a la Ciudad de las Mujeres como su casa. Pero, si bien ahora tiene un hogar, la vida sigue siendo difícil. “Luchamos a brazo partido por comida y dinero, tratando de tener una vida digna”.
Aunque la Ciudad de las Mujeres fue ideada como una suerte de reacción utópica a décadas de brutalidad contra la mujer, el santuario no ha sido inmune a la violencia. Parra recuerda haber estado trabajando en un lote de tierra, a unos 30 minutos de la Ciudad de las Mujeres, como parte de un proyecto de huerto comunitario varios años atrás. Mientras ella y otras mujeres plantaban maíz y fríjoles, un grupo de hombres enmascarados llegaron en sus motocicletas y comenzaron a amenazarlas. “Recuerdo que perdí mis sandalias y que corrí hasta que mis pies sangraron. Pasamos todo el día aterradas y escondidas”. Días después, Parra trató de regresar al campo a laborar, pero no pudo. “Sentía mucho miedo”.
En otras ocasiones, la escalada de violencia ha rebasado las amenazas. En 2004, cuando la comunidad se construía, el guardia de seguridad de la fábrica de ladrillos, y esposo de una de las mujeres, fue asesinado. En 2007, el ayuntamiento fue vandalizado: cortaron los cables, rompieron las ventanas y el edificio fue reducido a cenizas con tres bidones de gas. La fábrica de ladrillos también fue destruida. En 2011, la hija de una de las fundadoras del grupo fue asesinada. Estos ejemplos son solo algunos, y demuestran cómo un acto tan desafiante como el que tuvieron estas mujeres al construir el refugio provoca igualmente respuestas violentas de intimidación y destrucción.
La idea para la Ciudad de las Mujeres provino del barrio de El Pozón, en Cartagena, luego de que Patricia Guerrero, abogada defensora de los derechos humanos, fundara la Liga de Mujeres Desplazadas en 1999. El Pozón, hogar de un sinnúmero de desplazados, es un vecindario extenso y peligroso donde escasean las viviendas adecuadas y los servicios públicos. “Al principio no había esperanza, no la tenían ni los hombres ni las mujeres. Nadie creyó que este proyecto fuera a triunfar”, sostiene Guerrero. “Para mí, la eficacia del proyecto era incierta, pues no disponíamos de recursos económicos y existía la amenaza de la violencia paramilitar en ciertas regiones, así como los ataques continuos a nuestra organización. Pero, pese a todo, supimos movernos en la dirección correcta”.
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Para Guerrero, iniciar la construcción de la Ciudad de las Mujeres en 2003, con fondos del gobierno colombiano, el Congreso de Estados Unidos y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, fue justamente eso, apenas el inicio. Su organización continúa recabando fondos para construir viviendas a mujeres y familias desplazadas, al tiempo que ella lidera una campaña encaminada a hacer justicia y a recibir indemnizaciones en nombre de las víctimas de la violencia de género.
Una de las primeras cosas que uno advierte cuando entra en la Ciudad es su población de hombres. En este sentido, podría tratarse de cualquier otro barrio. Se ven hombres de todas las edades sentados en los portales y sobre las motocicletas, caminando por las aceras y visitando establecimientos en busca de bebidas frías, aperitivos y créditos telefónicos. Ellos, como se ve, no están excluidos de la Ciudad de las Mujeres, ya que también son víctimas del desplazamiento y la violencia. La diferencia aquí, sin embargo, es que en un desvío radical de las tradiciones patriarcales: son las mujeres quienes son propietarias de las casas, conforman la Liga –compuesta, por cierto, enteramente por damas– y son las que toman las decisiones de la comunidad.
Aunque ha habido cursos y talleres contra el machismo para hombres que viven en la localidad, el cambio verdadero, específicamente dentro de las generaciones mayores, sigue siendo un reto. El machismo se ha replegado “muy poco”, dice Guerrero, pero añade que ella confía en las generaciones más jóvenes. “El hecho de que las mujeres sean propietarias de casas intensifica la violencia”, acota. “Sin embargo, los jóvenes que crecieron y se criaron en la ciudad han visto otro modelo. Han sido educados en un proceso diferente, pero los adultos representan aún el machismo. Todavía prevalece la discriminación y la violencia contra la mujer”.
Ana Luz Ortega, de 53 años, otra miembro fundadora de la comunidad –ella dio una mano en la construcción de las columnas de soporte–, vino por primera vez a Cartagena 18 años atrás, huyendo de la violencia paramilitar en Alto San Jorge, donde vivía con su esposo y seis hijos. “Muy pocos se quedaron o sobrevivieron”, agrega. “Todos los pueblos aledaños se vaciaron”. Tras su llegada a Cartagena, Ortega y su familia pasaron seis años en El Pozón sin luz eléctrica, sin gas y sin agua. Las inundaciones transformaban las calles en pantanos. A pesar de las duras condiciones, su familia era todo escepticismo cuando ella se involucró en la Liga de las Mujeres. “Mi esposo decía que yo estaba malgastando el tiempo yendo a todos los cursos”, indica, recordando que tuvo que dejar a sus hijos en casa solos cuando asistía a los encuentros. “Pero les he dicho a mis hijos que no quería criarlos en medio del tráfico de drogas y los abusos sexuales. No teníamos nada”.

Si bien la Ciudad de las Mujeres es más segura que las circunstancias que la precedieron, aún no se consigue experimentar un sentimiento de verdadera seguridad. “Todavía hay violencia, especialmente contra la mujer”, dice Ortega. “También hay mucha discriminación contra las personas desplazadas. Quizás la gente no conoce nuestra historia”.
Las relaciones comunitarias dentro de la Ciudad también han probado ser un tema peliagudo. Moreno, aunque es miembro fundadora, fue a la postre expulsada de la Liga por violar varias de las regulaciones de la organización. Sin embargo, como dueña de casa, le está permitido permanecer en el barrio y está agradecida de todo lo aprendido. “La Liga me enseñó que se puede vencer el miedo y que juntas podemos ser más fuertes.” Ella sigue activa en muchos otros grupos comunitarios que buscan igualdad, protección y educación.
El impacto de la Ciudad de las Mujeres va más allá de sus límites físicos, dejando un ejemplo para otras féminas y, ya que l a comunidad ha insistido en el acceso a servicios públicos como la luz eléctrica y el suministro de agua, se ha generado un incremento constructivo en áreas aledañas. “Hay mucha corrupción, pero los funcionarios saben que estamos observando lo que hacen”, refiere Moreno.
En noviembre pasado, el gobierno colombiano firmó un acuerdo de paz con los rebeldes de las FARC, en un esfuerzo por acabar finalmente con la violencia que ha plagado al país. Por su parte, Moreno se muestra esperanzada. “Debemos trabajar en favor del proceso de paz para que la gente joven no tenga que experimentar la violencia”. Y añadió que ya ha notado una diferencia en Bolívar, el Departamento al que pertenece la Ciudad de las Mujeres. “Aquí no hay más muertes. Antes (del acuerdo) se daban cada semana, cada mes”.

Un reporte reciente de la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas, sin embargo, indica que la violencia, desde el acuerdo promovido por el gobierno de Santos, continúa desplazando personas a lo largo del país, especialmente entre las comunidades de indígenas y afrocolombianos. Según otro reporte, publicado en marzo, 3,549 personas (913 familias) fueron desplazadas en 2017 a raíz de la lucha en regiones de la costa del Pacífico. “Desde la firma del acuerdo de paz, la violencia se ha incrementado por parte de nuevos grupos armados, resultando en muertes, reclutamientos forzados –incluidos los infantiles–, violencia de género y acceso limitado a la educación, el agua y el saneamiento, así como restricciones de movimiento y desplazamientos forzados de la población civil”, dice el reporte.
Por su parte, para Guerrero la continuidad de la violencia solo viene a confirmar la importancia de su trabajo. “La miseria de las mujeres en la ciudad está aumentando. Las mismas causas que motivaron la construcción de este lugar en un inicio ahora están regresando”, aduce, citando la pobreza, la falta de apoyo gubernamental y de acceso a la educación. “Hemos solicitado reparaciones colectivas por parte del gobierno pero no han prosperado”.
Guerrero, que vive bajo protección de guardaespaldas, considera muy largo y sinuoso el camino para que se haga justicia. “Prosiguen las amenazas, no solo a la organización sino también a la gente que defiende los derechos humanos, o para los que reclaman terrenos, o simplemente para todos los que de una forma u otra han tenido que ver con el desarrollo del tratado de la Habana”, confiesa. “Nos mantendremos alertas”.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en CityLab.com.























