Los triunfos de Obama y Trump son más parecidos de lo que piensas: este libro explica por qué

La candidata Hillary Clinton cayó en algunos de los errores de 2008 y a su campaña le faltó flexibilidad para batir a un adversario poco convencional.

Obama y Clinton en la convención demócrata de Filadelfia.
Obama y Clinton en la convención demócrata de Filadelfia.
Imagen AP Foto/Susan Walsh

El triunfo inesperado de Donald Trump me llevó hace unos días a desempolvar un libro que leí durante la carrera presidencial de 2012. Se titula The Candidate y su autor es el profesor Samuel L. Popkin, que trabajó como asesor para varios candidatos demócratas desde 1972.

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Popkin analiza los desafíos de quienes se lanzan a la carrera a la Casa Blanca e intenta explicar por qué algunas campañas tienen éxito y por qué otras no. El libro ofrece una perspectiva original porque su autor tiene un pie en la academia y otro en los problemas reales de los candidatos con quienes ha trabajado durante su carrera como consultor.

El fracaso de Hillary Clinton ha suscitado decenas de análisis desde el 8 de noviembre. Algunos ponen el énfasis en la derrota inesperada en el Medio Oeste y otros recuerdan las críticas de Bernie Sanders durante las primarias como uno de los factores que apartaron a algunos jóvenes de los demócratas y entregó la victoria a Trump.

¿Pero y si la explicación de la derrota de Clinton fuera más sencilla? Algunos de los argumentos de Popkin en 2012 hacen pensar que la candidata demócrata lo tenía mucho más difícil de lo que muchos de nosotros asumimos desde el principio. A continuación explico por qué.

La campaña más difícil

Al principio del libro, Popkin dice que hay tres tipos de campañas presidenciales. Las más fáciles son la del presidente en ejercicio y la del aspirante que quiere a llegar al poder. La más difícil es la campaña del sucesor.
El sucesor es el candidato que intenta retener la Casa Blanca para el partido en el poder. Un presidente pone el énfasis en su experiencia y un aspirante en la necesidad de un cambio. Un sucesor lo tiene mucho más difícil para definir su estrategia de campaña y para definir su perfil como candidato. Un presidente popular puede ser un problema si el sucesor es una persona sin carisma. Un presidente impopular puede ser una rémora difícil de superar.

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La mayoría de los candidatos que han hecho campaña de sucesores han sido vicepresidentes. Cuatro ganaron la candidatura de su partido desde 1945: Richard Nixon en 1960, Hubert Humphrey en 1968, Bush padre en 1992 y Al Gore en el año 2000. Sólo Bush llegó a la Casa Blanca desde la vicepresidencia. Nixon perdió en 1960 y ganó ocho años después.

Suceder a un presidente en ejercicio no es más fácil para un gobernador o para un senador del partido en el poder. Desde 1900 hasta este año sólo se habían celebrado tres elecciones en las que no hubiera un presidente o un vicepresidente entre los candidatos (1920, 1952 y 2008) y en las tres ocasiones perdió el candidato del partido en el poder: los demócratas James Cox y Adlai Stevenson y el republicano John McCain.

En 2016 tampoco se presentó un presidente o un vicepresidente y ha ocurrido lo mismo: ha perdido la candidata del partido en el poder.

Un candidato que compite como sucesor tiene todos los problemas de un presidente más algunos añadidos: debe distinguirse y convencer a los ciudadanos de que tienen visión y carácter para ejercer el cargo. Tiene más difícil que un senador influyente o un gobernador exitoso explicar la diferencia entre su experiencia hasta ahora y lo que se propone hacer.

Hillary Clinton nunca ejerció como vicepresidenta pero su pasado como primera dama y secretaria de Estado la obligaban a hacer la campaña de un sucesor. Al igual que Bush padre o Al Gore, debía defender las decisiones del presidente en ejercicio y a la vez intentar dar forma a su propio perfil.

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Una secretaria de Estado tiene más galones que un vicepresidente pero sus carencias son similares. Los dos se hacen fotos a menudo con los líderes mundiales pero apenas toman decisiones de política doméstica y los ciudadanos los perciben como subalternos de quien de verdad ejerce el poder.

El vicepresidente Humphrey, que se lanzó a la carrera presidencial en medio de la cólera sobre Vietnam en 1968, definió así su posición durante la campaña: “Es como estar desnudo en mitad de una tormenta de nieve sin nadie que te ofrezca siquiera una cerilla para calentarte. Eso es la vicepresidencia. Estás atrapado, eres vulnerable y te sientes solo”.

El sucesor no puede rechazar todas las políticas de su predecesor pero tampoco puede presentarse sólo como la persona llamada a mantenerlas. Los ciudadanos quieren savia nueva y quien ha gobernado es responsable de las pequeñas miserias, de las traiciones a las bases y de las cesiones al partido rival.

“Todos los vicepresidentes empiezan la campaña como insiders contaminados”, escribe Popkin. “Al contrario que los gobernadores, no pueden decir que son de fuera de Washington o que no están contaminados por los problemas del país: bloqueo, impuestos, escándalos o intervenciones militares. Tampoco pueden mostrar fácilmente liderazgo o autonomía mientras defienden lo que ha hecho otro durante ocho años sin despertar desacuerdos. Ellos son el sistema”. Esta circunstancia fue la gran palanca de Trump.

La impotencia de Obama

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La candidata demócrata tomó una decisión estratégica al principio de la campaña: mantenerse muy cerca de Barack Obama en un momento en el que la economía estaba creciendo y el desempleo estaba bajando y en el que el presidente era muy popular.
No todos los sucesores tomaron esa decisión. Gerald Ford y Al Gore optaron por alejarse de sus predecesores Nixon y Clinton. Nixon no contó con el respaldo activo de Eisenhower y Reagan hizo campaña por Bush. El problema de Hillary Clinton es que el respaldo de Barack y Michelle fue positivo sólo hasta cierto punto. “Nada que un presidente diga en público puede ayudar a la autonomía de su sucesor”, escribe Popkin. “Si los votantes sospechan que un sucesor es un mero títere, un apoyo del titiritero no resuelve nada y crea otro dilema: si uno quiere persuadir a la gente de que está preparado para ser su líder, ¿cómo defiende que tiene experiencia suficiente sin que parezca que se cree con derecho a heredar el cargo?”

Este segundo problema lo sufrió Hillary en 2008 por la sombra de su esposo y lo ha sufrido doblemente en 2016. El empeño de su campaña por presentarla como una mujer que luchaba por los derechos de los ciudadanos no era creíble. La gente no recordaba sus primeros años como activista sino sus décadas como senadora y como asesora de su esposo. Sólo había un outsider en la carrera y era Trump.

El profesor Popkin explica que el presidente suele perder apoyos por el impacto de decisiones impopulares. Según explica, un candidato del partido en el poder debe contar con perder medio punto por cada año en el poder. Es decir, unos cuatro puntos en ocho años. Obama ganó en 2008 con un 52,9% de los votos. Clinton logró un 48,2% en 2016.

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Un candidato que hace campaña como sucesor debe decidir si el motivo de la fatiga es el presidente o su partido. En el primer supuesto, se separa del presidente. En el segundo, marca distancias con algunas de las propuestas de su partido y gira al centro para atraer a los votantes del partido rival.

Clinton no hizo ni una cosa ni la otra. La primera no tenía sentido porque Obama era muy popular. La segunda quizá habría sido una opción inteligente pero se la complicó la presión de los seguidores de Bernie Sanders, que la empujaron a girar a la izquierda en mitad de la carrera presidencial.

El hambre aguza el ingenio

Esta vez la candidata demócrata debía afrontar un problema añadido: la complacencia habitual de los seguidores del partido en el poder. Después de ocho años en la Casa Blanca, los demócratas estaban menos movilizados que en 2008 o en 2012. Los republicanos, en cambio, tenían más ganas de vencer y era más fácil llevarles a votar. Hillary era el blanco perfecto para una campaña negativa: los votantes conservadores odian a los Clinton desde hace décadas y al fin los podían derrotar.

La campaña demócrata asumió que los jóvenes y las minorías votarían por Clinton igual que por Obama pero eso no ocurrió. En estados como Michigan, Pennsylvania o Carolina del Norte los republicanos ganaron movilizando a un grupo demográfico menguante: los blancos sin estudios. Algunos de ellos llevaban décadas sin ir a las urnas. Otros habían votado por Obama hace ocho años porque era un outsider y esta vez votaron por el cambio de Trump.

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Una historia es imbatible

El consultor Mark McKinnon decía hace unos días que las campañas ganadoras son aquellas que son capaces de contar una historia. Ni las propuestas ni los logros pasados de los candidatos son suficientes. Los votantes se enamoran de sus historias personales o de la promesa genérica de lo que pueden llegar a hacer.

Este extremo lo comprendió mucho mejor el candidato republicano, que construyó su discurso en torno a un cambio radical. Trump apeló a los miedos de los ciudadanos y Obama a sus esperanzas. Pero los dos se dieron cuenta de que los ciudadanos estaban hartos de la clase política y estaban preparados para votar por un candidato sin la experiencia suficiente para gobernar.

Salvando todas las distancias, tanto Trump como Obama despertaban dudas por su inexperiencia. Pero los votantes estaban dispuestos a apostar por ellos a cambio de la promesa de cambio. Esa promesa no podía hacerla John McCain en 2008 y tampoco Clinton en 2016.

Pence y Trump en Ohio.
Pence y Trump en Ohio.
Imagen Getty Images

A la vez virgen y experimentado

Los votantes que se sienten frustrados quieren un aspirante comprometido con sus problemas. Esa frustración se percibía en el ambiente durante la campaña y acabó propiciando el triunfo de Trump.

Según explica Popkin, el aspirante ideal en este tipo de campaña es un candidato que nunca ha ejercido la política y que está aislado de las batallas partidistas. Hasta ahora ese tipo de candidato no había tenido éxito en las campañas presidenciales pero sí en algunas carreras a gobernador. Mitt Romney ganó en Massachusetts sin experiencia política previa presentando como aval su gestión como empresario. Esta vez Trump intentó una estrategia similar.

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El outsider es más atractivo cuando la gente desconfía de los insiders y duda del valor de la experiencia. Este año la popularidad del Congreso rozaba el 20% y los votantes desconfiaban de los dos partidos por igual.

La campaña de Clinton intentó atacar el historial de Trump como empresario pero era demasiado tarde. Su leyenda en los tabloides, el debate sobre su fortuna y sus años como presentador televisivo habían creado una imagen de constructor de éxito muy difícil de destruir.

¿Y si Trump fuera un general?

Los candidatos a la Casa Blanca suelen ser senadores o gobernadores: los primeros tienen que convencer a los votantes de que no han perdido el contacto con la gente y los segundos deben mejorar su conocimiento de la política exterior. En ocasiones surgen candidatos que no han ejercido ningún cargo antes de lanzarse a la campaña. Es lo que el profesor Popkin llama héroes: generales, empresarios, astronautas o deportistas que han tenido éxito en su carrera profesional.

Durante el siglo XIX, estos héroes eran generales reclutados por los grandes partidos por su prestigio: George Washington (1792), Andrew Jackson (1828), William Harrison (1840), Zachary Taylor (1848), Ulysses S. Grant (1868) o Dwight Eisenhower (1952).

Durante la segunda mitad del siglo XX, ningún general ha llegado tan lejos. Pero personajes como el astronauta John Glenn, el empresario Ross Perot o el deportista Bill Bradley han recogido el testigo de ese tipo de campaña.

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Muchos de los errores de Clinton tienen que ver con el perfil de Trump y con la incapacidad de la candidata demócrata de adaptarse a un adversario poco convencional.

Algo similar ocurrió durante las primarias de 2008, cuando la irrupción de Obama sorprendió a Clinton y a su jefe de campaña, Mark Penn. Penn creía que el candidato afroamericano sería una moda pasajera, que su inexperiencia sería un problema insalvable para los votantes y que no tenía sentido hacer campaña entre las minorías. En las tres cosas se equivocó.

Obama adoptó algunas tácticas que luego usaría Trump: hablar del advenimiento de una nueva política o presentarse como el abanderado de la lucha contra la corrupción. El tono y las palabras de uno y otro fueron muy diferentes pero algunos mensajes eran parecidos. “Hay gente que ha pasado tanto tiempo en Washington que no cree que el cambio es posible”, dijo Obama hace ocho años durante un debate electoral.

Esta vez Clinton se enfrentaba a un adversario muy diferente que el de 2008 pero algunos de sus problemas eran los mismos. Los votantes nunca la percibieron como una candidata sincera y esa percepción se vio reforzada por la investigación sobre sus emails. Pero esos reveses quizá fueron menos importantes que la poca flexibilidad de su campaña a la hora de enfrentarse a un candidato escurridizo y con poco respeto a la verdad.

Hace ocho años Paul Begala describió las diferencias entre Bill y Hillary Clinton explicando a quién preferiría como abogado si se enfrentara a la pena de muerte: “Si decidiera un juez, preferiría a Hillary. Si decidiera un jurado, preferiría a Bill”. La candidata demócrata ganó los tres debates con argumentos y propuestas más sólidas pero no estableció con muchos votantes una conexión emocional.

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Al final ganó casi tres millones de votos más que Trump pero perdió la Casa Blanca en un puñado de estados decisivos. A la luz del resultado, la decisión de replicar la estrategia de Obama y de hacer campaña en estados como Arizona fue un error. Pero Clinton nunca lo habría tenido fácil para retener el poder después de dos mandatos demócratas y era mucho más difícil hacerlo en el año de Trump.