No hay nada tan tentador como un ejercicio de política ficción. ¿Qué habría ocurrido si John F. Kennedy hubiera sobrevivido al magnicidio de Dallas? ¿Habría entrado el republicano Thomas Dewey en la Guerra de Corea? ¿Qué habría ocurrido si hubiera cogido el testigo de Ronald Reagan en 1989 el progresista Michael Dukakis y no el republicano George H. W. Bush?
No te creas ninguna conclusión rotunda: esto es lo que habríamos escrito si hubiera perdido Trump
Muchos perciben la derrota de Hillary Clinton como una crisis profunda para los demócratas pero los análisis no deberían ir tan lejos.


Son preguntas que nos hacemos a menudo los historiadores y los periodistas. No arrojan conclusiones sólidas pero nos ayudan a recordar que la realidad no tuvo por qué ser como fue.
El inesperado triunfo de Donald Trump ha empujado a muchos analistas a magnificar el impacto del resultado. Algunos dicen que los demócratas habían exagerado sus ventajas demográficas y que será muy difícil encontrar un candidato que lleve a las urnas a tantos afroamericanos como Barack Obama en 2008 o 2012. Otros aseguran que el colegio electoral otorga una cierta ventaja a los republicanos sobre los demócratas, que se han quedado fuera de la Casa Blanca en dos de las cinco últimas elecciones presidenciales pese a ganar el voto popular.
La realidad es mucho más compleja e invita a extraer conclusiones menos rotundas sobre el resultado. Hillary Clinton perdió cuatro estados por menos de dos puntos porcentuales: Florida, Pennsylvania, Michigan y Wisconsin. Entre los cuatro suman 75 votos electorales. A la candidata demócrata le habría bastado ganar en tres de los cuatro para batir a su rival.
El recuento todavía no ha terminado y se puede seguir en esta hoja de cálculo. Clinton no ha dejado de aumentar su ventaja desde principios de noviembre y ya suma casi tres millones de votos más que su adversario. Trump le debe su condición de presidente electo a menos de 100,000 votos en tres estados del Medio Oeste. Su gran acierto como candidato fue movilizar a millones de votantes que no se molestaron en votar por Mitt Romney o por John McCain pero sería exagerado presentar su triunfo como la prueba del ocaso de los demócratas. La Historia está llena de señales que los observadores no supieron interpretar.
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Unas conclusiones opuestas
Los periodistas habríamos escrito artículos muy distintos si Clinton hubiera llegado a la Casa Blanca ganando esos tres estados del Medio Oeste. Muchos habrían percibido el resultado como una victoria pírrica pero pocos estarían cuestionando el liderazgo o la estrategia de campaña de la candidata. El triunfo habría apagado el ruido y la furia de la campaña y todas las conversaciones girarían en torno a sus nombramientos en el Gobierno federal.
Los republicanos habrían logrado más o menos los mismos votos pero su actitud también sería muy distinta. El establishment del partido atribuiría la derrota al estilo agresivo de Trump y sacaría lecciones similares a las de 2012, cuando dijo que sus legisladores debían abrirse a los jóvenes y a las minorías si querían volver a ganar.
Es posible que congresistas con aspiraciones presidenciales como Paul Ryan, Ted Cruz o Marco Rubio estuvieran más abiertos a sentarse a negociar con la presidenta Clinton. La certidumbre de que pasarían otros cuatro años lejos de la Casa Blanca podría haber creado una dinámica más propicia para negociar. Los republicanos serían un partido más hambriento y sería más probable que se entregaran en 2020 a un candidato centrista como hicieron los demócratas con joven Bill Clinton en 1992.
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Un partido distinto
Los demócratas, en cambio, se sentirían cada vez más invulnerables. Voces progresistas como Bernie Sanders o Elizabeth Warren tendrían un peso menor después de la victoria de una candidata más centrista que Obama y más a la derecha en política exterior.
Muchos destacarían un detalle: ni siquiera la antipatía que despertaban los Clinton había evitado un tercer triunfo consecutivo en la carrera presidencial. Un hito que los demócratas no habían logrado desde los cinco triunfos encadenados de Franklin D. Roosevelt y Harry Truman y que los republicanos habían logrado una sola vez.
Muy pocos se habrían atrevido a alertar sobre la erosión del respaldo de la clase obrera blanca. El Medio Oeste industrial seguía su viraje hacia los republicanos. Pero ese giro enseguida se vería compensado por los cambios demográficos en estados como Georgia o Arizona. Quizá también en un estado tan importante como Texas, donde el joven Julián Castro estaría preparándose para presentar su candidatura a senador o gobernador.
La derrota habría convertido a Trump en un villano de cómic y millones de republicanos respirarían aliviados al saber que no se volvería a presentar. Senadores como Ben Sasse o Jeff Flake sonarían como posibles aspirantes a la Casa Blanca por su valor al oponerse al candidato de su propio partido. Mike Pence viajaría a Iowa unos meses después de la derrota para allanar el camino a su candidatura pero enseguida desistiría al darse cuenta del impacto negativo de sus meses como segundo de Trump.
Una moraleja lógica
Nada de esto se ha escrito porque nada de esto ocurrió. Pero no deberíamos olvidar del todo esos argumentos al escribir sobre el resultado de 2016. Sería un error extraer conclusiones rotundas de unas elecciones que se han decidido por un margen tan estrecho. Cada elección es un mundo y la Historia demuestra que en cualquier momento todo puede volver a cambiar.
El pasado está lleno de ejemplos. Muchos creyeron que Ronald Reagan o Bill Clinton serían presidentes de un solo mandato. Hoy nos parece increíble que sus contemporáneos tuvieran dudas de sus posibilidades. A veces los periodistas adaptamos el relato al resultado en lugar de transmitir los detalles contradictorios de los que está hecha la realidad.
El triunfo de Trump es un logro notable por muchos motivos: su condición de novato, la oposición de un sector importante de su partido o la maquinaria de su rival. Pero sería un error pensar que se han esfumado los problemas estructurales de los republicanos: su incapacidad para conectar con las mujeres y con las minorías o la impopularidad de algunas de sus políticas, que deberán atemperar ahora si quieren conservar el poder.
Los demócratas han sacado más votos que los republicanos en seis de las últimas siete elecciones presidenciales. El colchón del colegio electoral les salvó dos veces pero eso no tiene por qué volver a ocurrir en 2020 y hasta entonces quedan muchas incógnitas por despejar.
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