En 2011, economistas de la Reserva Federal y de la Universidad de Notre Dame publicaron un informe de trabajo titulado “Internal Migration in the United States” ( La migración interna en Estados Unidos). En él, concluyeron que “la migración interna ha disminuido notablemente desde los ochentas, revirtiendo la tendencia a incrementarse que se venía verificando desde inicios del siglo pasado”. En otras palabras, los estadounidenses se mudan o desplazan menos de lo que solían hacerlo.
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Expertos han dicho que la población debería mudarse más, buscando mejores empleos. Sin embargo, lograr esto para una población sin educación ni contactos es cada vez más difícil.


En dicho documento, así como en investigaciones publicadas desde entonces, ha quedado evidenciado que el retroceso de la migración se experimenta de manera generalizada, tanto entre graduados de secundaria y universitarios, como entre quienes abandonan la escuela. La gente rica también se está desplazando menos de lo que lo hacía, y un patrón similar a este siguen los pobres. En suma, la migración, sea o no desde áreas prósperas económicamente, ha decaído.
Los investigadores se han resistido a arribar a conclusiones definitivas sobre lo que causa este decrecimiento en la movilidad. Como escribiera Derek Thompson el año pasado en The Atlantic, no existe hasta ahora una explicación general para este fenómeno. No hay tampoco consenso acerca de lo que esta caída de la migración interna significa para la economía estadounidense.
Pero la falta de claridad en torno al origen de la problemática no ha evitado que esta se convierta en caldo de cultivo de argumentaciones sobre la suerte que aguarda a estas comunidades decadentes. Una especie de consenso popular parece sugerir que dado el hecho de que los residentes están permaneciendo en sus lugares de origen, solo se tienen a sí mismos para culpar.
Un emblemático argumento provino del escritor Kevin D. Williamson, contenido en un ensayo aparecido en 2016 en National Review. “La verdad acerca de estas pequeñas comunidades es que merecen morir”, escribió Williamson. “Económicamente, son activos negativos”. Para este autor, la solución era obvia: “Ellas necesitan una oportunidad verdadera, es decir, requieren un cambio verdadero, esto es, necesitan una mudanza”.
Últimamente, ese argumento parece más socorrido que nunca. A inicios de marzo, Arthur Brooks, presidente de la institución de derecha American Enterprise Institute, admitió a Kai Ryssdal en Marketplace: “La razón principal por la que las personas mayores acaban siendo desplazadas y, a menudo, de modo permanente, es porque somos cada vez menos capaces de movernos”. Antes, cuando Brooks era un niño, sostuvo, los estadounidenses se movían constantemente. Afincarse, afirmó, era “ir en contra de nuestra propia experiencia como estadounidenses”. Por si fuera poco, Brooks insinuó que la idea de quedarse en un pueblo, ya sea porque uno tenía su familia allí, porque había vivido allí la mayor parte de su vida o simplemente porque amara el lugar, indicaba una profunda falta de valor para encarar la vida.
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Su razonamiento partía de aquella noción romántica de que Estados Unidos era una tierra de pioneros que viajaban en diligencias. Señaló que si la economía del país fuera a dinamizarse otra vez para beneficio de todos, “una de las cosas que también debemos hacer es conseguir que la gente se desplace de sus lugares de residencia”.
Tyler Cowen, economista en la Universidad George Mason, aportó un argumento similar en el libro La clase conformista: la infructuosa búsqueda del sueño americano. En él, Cowen subrayó que este declive en la movilidad –para quienes ganan poco o mucho– es preocupante. Una adaptación del libro por la revista Time fue titulada “La invisible amenaza contra Estados Unidos: No abandonamos nuestros pueblos”. Otro titular fue aún más lejos: “¿Cómo fue que se volvieron vagos los trabajadores de Estados Unidos?”, publicó Wall Street Journal. Entretanto, una columna del 25 de abril en el San Francisco Chronicle tenía como encabezado “Los estadounidenses son perezosos y conformistas… aquí está el por qué”.
Estados Unidos no se está mudando
Dejar atrás el lugar en que se vive está siendo presentado como el antídoto personal contra el poco menos que hostil mercado laboral. A fines del pasado mes, en The New York Times, el escritor y profesor de periodismo Suketu Mehta exhortaba a los estadounidenses a salir de sus pueblos natales y vivir en otros sitios. Su prédica estaba dirigida a la clase pudiente, la cual, él sugirió, pudiera estar interesada en saber que los pilotos comerciales, en China, pueden llegar a ganar 300,000 al año, así como a los de bajos ingresos. “Un empleo de 150 pesos la hora en una planta de automóviles en Aguascalientes, México, no es lo mismo que uno de 40 dólares la hora en Detroit; sin embargo, vivirá mucho mejor que si usted hiciera ocho dólares por hora tirando hamburguesas en Scranton”, escribió.
Cuando leí esto, me pregunté si se trataba de una sátira. Pensé en un conocido, John Oatney. Él no estaba a punto de despegar en un avión, ni de construir autos en México. Lo había conocido mientras difundía mi libro Glass House: The 1% Economy and the Shattering of the All-American Town ( Casa de Cristal: la economía del 1% y la destrucción del pueblo típico americano), por los alrededores de Lancaster, Ohio. Él y su esposa, Wendy, habían pasado no pocos aprietos. Ella trabajaba en una franquicia de comida rápida, mientras John pasaba largas temporadas sin empleo, o bien en empleos temporales, ya fuera en almacenes, cargando o descargando productos.
En noviembre de 2015, ya yo estando lejos de Lancaster, John me llamó. Buscaba un consejo. Estaba considerando conducir tres horas en auto hasta Kentucky. No conocía a nadie allí y no estaba seguro tampoco de dónde podría hallar, una vez llegara, algún empleo. No podía, por otro lado, costearse un motel, al menos no por mucho tiempo. Sin embargo, me confesó que podía dormir en su auto sin problemas, aunque solo por un tiempo. Los Oatneys tenían una propiedad a su nombre, una pequeña cabaña en hipoteca. Wendy podía permanecer en ella mientras él buscaba trabajo en Kentucky, me dijo.
“¿Y entonces?”, le pregunté. “Supón que encuentres un trabajo”.
“Pudiera rentar una habitación”, respondió. Wendy podía quedarse en Lancaster, mantener su trabajo y cuidar la cabaña.
John sabía que no podía vender su casa. No solo porque esta requería algunas reparaciones serias, sino que, dado el mercado inmobiliario en su pueblo, obtener 40,000 dólares habría sido mucho. Por esto, él se había hecho a la idea de vivir separado de Wendy.
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“¿Por qué Kentucky?”, le inquirí.
Sin ir más lejos, el pastor de John en Lancaster conocía al pastor de Kentucky, y John esperaba que su clérigo pudiese interceder para que lo asistieran en la búsqueda de empleo. Parecía una opción cada vez más frágil. Me imaginé a John solo, durmiendo en su auto, ante la inminente llegada del invierno.
Si bien Brooks y los demás nunca afirmaron que cambiar de ciudad sería una tarea fácil, hay preguntas para las que ellos no parecen tener respuestas: ¿Mudarse a dónde? ¿Trabajar en qué? Para alguien como John, las oportunidades laborales en Ohio eran similares a las de Kentucky. Como había trabajado en un Home Depot de Ohio, en el almacenamiento de estanterías, John supuso que podría ser capaz de conseguir un empleo semejante en Kentucky. Pero ni siquiera esto iba a representar una vasta mejoría de sus circunstancias.
De hecho, los economistas han conjeturado una teoría según la cual la estadounidense habría pasado a ser una economía ‘más plana’. Como Mai Dao, Davide Furceri, and Prakash Loungani escribieron en un informe de trabajo para el Fondo Monetario Internacional, en 2014, las condiciones del mercado laboral en los estados han sido cada vez menos dispersas “y más similares en tiempos de normalidad”. Si esto explica, y en qué medida, una reducción de la migración es algo debatible, pero como los economistas Greg Kaplan y Sam Schulhofer-Wohl concluyeron en 2012, “ los mercados laborales en el país han terminado por homogeneizarse en cuanto a los rendimientos que ofrecen respecto de determinadas habilidades profesionales, de manera que los trabajadores no necesitan moverse a un lugar en particular para maximizar el rendimiento relativo a sus habilidades idiosincráticas”.
Lo difícil que se hace mudarse
Las ‘habilidades idiosincráticas’ son una razón que sí explica por qué aquellos con más alto grado de instrucción, pese a moverse menos de lo que alguna vez lo hicieron, todavía se desplazan dentro del país más a menudo que aquellos con solo el bachillerato cumplido (o a veces incluso con título universitario). Alguien especializado en un campo esotérico pero fundamental –digamos, un doctor en Biología– puede probablemente moverse de una ciudad a otra a voluntad, conforme ganan salarios cada vez más altos. De un trabajador así siempre habrá demanda. Pero cualquier persona saludable puede hacer y reemplazar a John en los tipos de trabajo que hace.
Además, con mudarse a otro estado sobrevienen innumerables costos. Según un modelo desarrollado por los economistas de la Universidad de Wisconsin John Kennan y James R. Walker, esos costos pueden llegar a ser muy elevados. Está, desde luego, el gasto propio de mudarse. Encima, hacerlo a un área más próspera se traducirá muy probablemente en un sustancial incremento del costo de la renta o la propiedad de la vivienda, incluso si los nuevos ingresos solo suben un poco.
Por si no fuera suficiente, está el aspecto emotivo de dejar atrás la comunidad de pertenencia. John y Wendy tenían una familia, amigos y conocidos de la iglesia tanto dentro como en zonas aledañas a Lancaster, muchos de los cuales habían ayudado a la pareja una u otra vez. John tenía un consejero laboral que lo ayudaba a encontrar trabajo. Y Wendy, un trabajo. Una organización benéfica local llamada Loving Lending les había permitido deshacerse de deudas de intereses elevados. De modo que, si bien no tenían mucho dinero, tenían suficiente capital social a su disposición.
Esto último provee no solo confort a nivel emocional sino también beneficios financieros. Una madre soltera cuya propia madre, mientras aquella trabaja, la ayuda en la crianza de su nieto tendría que pagar por este servicio si cambiase de pueblo. Y alguien en busca de empleo estaría mejor posicionado de cara a conseguirlo en un área donde él o ella tengan familiares, dígase primos, hermanos, y/o amigos que los alerten sobre las cosas básicas y les recomienden cómo dar los primeros pasos.
“No se trata de agarrar un camión y partir”, me dijo Abigail Wozniak, economista de la Universidad de Notre Dame y coautor de diversos estudios sobre migración. “Se trata de tener habilidades, conexiones, y una suerte de mística que haga exitosa la permuta de ciudad. Conseguir todo eso cuesta más que el camión”.
Medular es, al mismo tiempo, la cuestión de la felicidad. Quizá haya quienes hagan más dinero en otra ciudad, estado o pueblo. Pero mucha gente en Lancaster, Ohio, por ejemplo, ama ser de donde es. Muchos están tratando incluso de rejuvenecer el pueblo. ¿Es eso conformismo o un valor cívico positivo?
El declive migratorio interno del país está siendo atribuido a la vagancia o la pereza, por no hablar de que hay quienes ven detrás de ello una total falta de agallas. Sin embargo, la gente de Lancaster que conozco, que tiene dos y tres trabajos, podría entrar en desacuerdo con esto. La reciente acometida pública para que las personas abandonen su terruño y salgan a buscar fortuna por ahí huele a resentimiento. La gente como John Oatney y el pueblo casi olvidado en que vive no son más que recordatorios incómodos de los costos del capitalismo moderno. Por muchos años, a estos mismos pueblos se les llamó ‘el núcleo’ y ‘el verdadero Estados Unidos’. A menudo los llamaban así quienes apoyaron las políticas del mercado libre que dañaron tantas comunidades. Hoy día, antes que afrontar las causas esenciales, optan por decirle a la gente del verdadero EEUU que empaquen sus cosas y se larguen.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en The Atlantic y en CityLab.com.























