null: nullpx
CityLab Política

Del Caribe a Pennsylvania: cómo una pequeña ciudad intenta acoger a cientos de boricuas tras María

En medio del frío invierno, Lancaster, una localidad de 60,000 habitantes, está recibiendo cada vez más puertorriqueños. A pesar de la buena voluntad, quienes llegan aquí también se encuentran con los problemas de un pequeño municipio, sin capacidad de apoyar a quienes lo han perdido todo.
Patrocina:
7 Feb 2018 – 02:40 PM EST
Comparte
Cargando Video...

LANCASTER, Pennsylvania. – Carlos Rodríguez se encerró junto a su esposa y dos hijos por casi siete horas en un pequeño baño de su casa. El viento golpeaba las ventanas, amenazaba con romper los vidrios y se colaba a ratos por las rendijas de las puertas. Mientras tanto, al otro lado de su calle, las ráfagas arrancaban el techo de uno de sus vecinos en el barrio de Gobernador Piñeiro, al suroeste de San Juan, Puerto Rico.

”Creo que María ha sido la tormenta más fuerte que he vivido. Simplemente arrasó con todo”, dice Rodríguez.

En las seis semanas siguientes, él y su familia comían salchichas, espaguetis o galletas saladas sólo una vez al día. El agua escaseaba, los supermercados estaban cerrados o vacíos, y la falta de electricidad – que aún es una realidad en Puerto Rico, a cuatro meses después del huracán– terminó por descomponer los alimentos congelados, las carnes, los lácteos y las verduras. Rodríguez recuerda las filas kilométricas de 500 ó 600 personas y las esperas de ocho horas para conseguir gasolina. También recuerda la desinformación, la escasez y la devastación de casas y comercios y el caos. La gente, según Rodríguez, comenzó a volverse loca.

“Nos quisimos ir cuando vimos que estaban asaltando a nuestros vecinos, cuando mi esposa lo vio con sus propios ojos. No podía quedarme en una situación donde no había luz, no había agua, no había gasolina, no había trabajo, no había nada”. En días, Rodríguez vendió su guagua, un auto antiguo que había comprado hace algunos años atrás. Recibió el dinero en efectivo y habló con Luis, uno de los hijos de su primer matrimonio que vive en Lancaster, Pennsylvania, hace ya cuatro años.

“A lo que salga. Empezamos desde cero”, le dijo Rodríguez a su esposa, mientras el avión dejaba atrás la pista del aeropuerto Luis Muñoz Marín, al este del viejo San Juan, en el mismísimo día de Acción de Gracias.

¿Por qué Lancaster?

Lancaster es una ciudad de casi 60,000 habitantes a 75 millas al oeste de Filadelfia, en Pennsylvania. Históricamente ha sido un lugar atractivo para grupos de inmigrantes, especialmente para la comunidad amish, quienes se asentaron en la zona del condado de Lancaster en 1720 tras escapar de la persecución religiosa sufrida en Europa.

En el pequeño centro de la ciudad se ven los signos de la gentrificación: hay galerías de arte o tiendas de discos de vinilo a lo largo de Prince Street, una de las principales de la ciudad. Los restaurantes gourmet abundan, pero no así los rastros de la cultura puertorriqueña. Escondido dentro un edificio en el centro de la ciudad, a casi tres cuadras de las oficinas municipales, está Old San Juan, un restaurant de comida puertorriqueña y uno de los pocos símbolos de esta comunidad aquí.

Sin embargo, los boricuas llevan tiempo en la zona. Durante los años 60 comenzó a llegar una primera ola de puertorriqueños a esta región de Pennsylvania, impulsada por el alto costo que significaba vivir en Nueva York y Nueva Jersey, y por la apertura de nuevos puestos de trabajo en el sector industrial en ciudades al oeste de Filadelfia. Hoy, Lancaster tiene una población hispana que llega casi a un 40%. Es, también, la segunda ciudad de Pennsylvania –después de Reading– con la mayor concentración de población boricua: un 29,4% de los habitantes de Lancaster son puertorriqueños o tienen ascendencia boricua, según datos oficiales de la Encuesta de Comunidades Estadounideses de 2016 (o ACS, por sus siglas en inglés).


Pero esta comunidad ahora está experimentando un nuevo crecimiento, luego del desastre en la isla. Edwin Meléndez, director del Centro de Estudios Puertorriqueños de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY, por sus siglas en inglés), explica que la migración puertorriqueña al continente se aceleró tras el huracán y que la decisión de dónde ir está en completa relación a las redes de contacto, a los lazos familiares y a la percepción de oportunidades de trabajo.

“Son amigos, familiares o conocidos los que transmiten la información a quienes quieren dejar la isla. Muchas veces son ellos los que se encargan de recibirlos y los ayudan en esas primeras semanas en el nuevo lugar”, dice Meléndez.

Luego del paso de María, los boricuas han emigrado en masa a Florida. Se estima que más de 200,000 puertorriqueños han elegido mudarse a las áreas metropolitanas de Miami y Orlando, mientras que Pennsylvania –el cuarto estado con mayor población de puertorriqueños en el continente– ha atraído a miles de familias a lo largo de ciudades como Filadelfia, Lebanon, Allentown, Reading y, en especial, Lancaster.

Mayoría boricua
Los puertorriqueños son la comunidad hispana más grande en Lancaster. Suman casi el 30% de la población total en esta pequeña ciudad ubicada en el sureste de Pensilvania.
Número de habitantes
Porcentaje
FUENTE: U.S. Census Data 2010 | UNIVISION

En la actualidad no existen estadísticas certeras que reflejen cuántos puertorriqueños efectivamente se han mudado a Lancaster tras el huracán. Sin embargo, el distrito escolar del condado da luces de la magnitud de este proceso: hasta la fecha, el distrito ha recibido a 108 familias y a 187 estudiantes boricuas desde que María destruyó la isla. En total, “serían entre 400 y 500 personas”, según Lisette Rivera, coordinadora de Families for Transition (Familias en Transición, por su nombre en inglés), un programa del distrito escolar de Lancaster que hace más de 30 años ha sido el punto de entrada para las familias que llegan a matricular a sus hijos e hijas en la escuela. Según Rivera, los números de familias que llegan a su oficina se han duplicado en comparación al mismo período de 2016, antes del huracán María.

”En el comienzo llegaron solo algunas familias; pero a medida de que pasaban los meses, de que nos dábamos cuenta que la gente en la isla no iba a tener agua ni electricidad, muchas más comenzaron a llegar”, cuenta Rivera.

“No teníamos ningún plan de emergencia”

Las autoridades sabían que, luego de María, podrían llegar más personas a la ciudad. Al fin y al cabo, un 30% de la población de Lancaster proviene de la isla. Danene Sorace, la nueva alcaldesa de la ciudad desde enero, lo vio venir. ”Inmediatamente supe que íbamos a recibir familias en nuestra ciudad. De seguro”, dice Sorace.

Pero muchos de los que llegaron lo hicieron casi con las manos vacías, luego de perderlo todo. Los esperaba un mundo distinto, partiendo por el clima: el día de Navidad, por ejemplo, mientras en San Juan hacían 80 grados Farenheit, en Lancaster la temperatura era de 30 grados. Y, además, una ciudad que funcionaba distinto. En Lancaster muchas veces sí existía ayuda para ellos, pero el sistema de instituciones de asistencia era complejo y difícil de navegar por la barrera idiomática.

Con recursos limitados, los isleños no sólo arribaban sin ropa adecuada, sino que también lo hacen en una situación de precariedad donde la única salida es, inicialmente, la asistencia que prestan las organizaciones sociales –y en algunos casos, los municipios– para poder iniciar una nueva vida en la ciudad. Desde el acceso a una vivienda asequible, bolsas de trabajo y cupones de comida, hasta lugares donde se impartan clases gratuitas de inglés, provean de ropa de emergencia o entreguen ayuda sicológica, estos servicios son el elemento más importante para que la transición entre la isla y el continente sea lo menos difícil posible.

Sin embargo, ni Sorace ni su antecesor, Richard Gray –quien estuvo al mando de gobierno local por doce años– desarrollaron un plan de emergencia o contingencia que, al menos en una primera etapa, orientara a los centenares de puertorriqueños que eventualmente llegarían tarde o temprano a Lancaster. A casi cinco meses después de María, el municipio todavía no cuenta con ningún tipo de recurso disponible para los desplazados, quienes, al igual que muchos de los residentes de Lancaster, son también ciudadanos estadounidenses. Si bien existe una página web, ésta se encuentra solamente en inglés y no enlaza a los evacuados con ninguna organización social local que brinde asistencia directa e inmediata. Tampoco existe una oficina especial de atención, una línea telefónica o un correo electrónico para que los puertorriqueños encuentren apoyo. ”No teníamos ningún plan de emergencia”, dice Gray.


El gobierno municipal de Lancaster –como la mayoría de los municipios en Estados Unidos, a excepción de las grandes metrópolis como Los Ángeles o Nueva York– tiene competencias limitadas y su gestión es, básicamente, proveer de agua potable, electricidad, servicio de alcantarillado, recolección de basura, y protección policial a sus residentes. No proveen a sus residentes de –por ejemplo– servicios sociales relacionados a educación, vivienda o trabajo.

”No podemos proveer servicios sociales de forma directa, pero lo que sí podemos hacer es asegurarnos de conectar con las organizaciones que sí pueden”, dice la alcaldesa Sorace. ”La ciudad nunca ha tenido esa capacidad dada la estructura que tenemos los gobiernos locales aquí, ya que nuestro alcance en cuanto a esas necesidades, como trabajo, vivienda y salud es limitado, y no están bajo nuestra responsabilidad”.

Según Edwin Meléndez, director del Centro de Estudios Puertorriqueños, las ciudades difieren enormemente en cuán preparadas están para recibir a los boricuas. Por ejemplo, urbes como Orlando y Nueva York –junto a los gobiernos de sus respectivos estados– desarrollaron planes de emergencia que contemplaron el establecimiento de centro de orientación, información y ayuda en los aeropuertos principales.

“No todas las localidades están igualmente preparadas para recibir a la población”, dice Meléndez. Los recién llegados arriban con la imagen construida por parientes y amigos, quienes los apoyan, pero a veces eso no es suficiente. “En Lancaster, donde la infraestructura no está preparada para recibir a los puertorriqueños de sopetón, las condiciones son más opresivas y la frustración de esas personas que están llegando claramente aumenta”.

Entonces, ¿cómo lidia una ciudad pequeña, pero de ingresos medios-altos, con centenares de personas que –legal y legítimamente– llegan a ella tras haber sido desplazadas por un desastre natural? ¿Quién se hace cargo?

”No podemos proveer servicios sociales de forma directa, pero lo que sí podemos hacer es asegurarnos de conectar con las organizaciones que sí pueden”.


La respuesta está en las organizaciones sociales.

La organización hispana más grande de Lancaster es la Asociación Civil Hispanoamericana, o SACA, por sus siglas en inglés. Hasta la fecha, SACA está asistiendo a 95 familias boricuas y ayudándoles a navegar el sistema: desde conseguir una vivienda, hasta proveerles de ropa abrigada y artículos de aseo.

“Ha sido una locura. Nunca he visto o he tenido que lidiar con algo de esta magnitud en mis 16 años trabajando en SACA“, dice Yirmares Cuevas, directora del centro.

Rivera, desde el distrito escolar, concuerda con Cuevas. “Este huracán ha sido lo más difícil con lo que hemos tenido que tratar desde que estamos en este trabajo, y ha sido también lo más importate en términos de cuántas personas han llegado a Lancaster“.


Entre todos estos problemas, el mayor desafío para las familias que llegan a Lancaster es el acceso a una vivienda asequible. Se trata de una situación presente en todo EEUU, pero que se agrava dada la situación de vulnerabilidad y precariedad con la que muchos boricuas llegan a Lancaster.

Hoy, la renta de una vivienda promedio en la ciudad supera los 1,100 dólares, y muchos de los caseros piden hasta dos meses de depósito y reportes de crédito a familias que literalmente lo perdieron todo, según cuenta Cuevas. Para recibir ayudas federales asociadas a vivienda a través de Section 8 la lista de espera es tan larga que ya no se cuenta en meses, sino en años, según el exalcalde Grey.

A todo esto se suma otra situación que impide la ayuda: las organizaciones sociales están sintiendo el peso de la burocracia y de las falencias del sistema. De acuerdo a Cuevas, las instituciones enviaban a la gente de un lugar a otro y tenían problemas en entender el rol de la alcaldía. De hecho, la Asociación Civil Hispanoamericana tuvo que comenzar a funcionar como puerta de entrada para apoyar a la gente, en coordinación con las iglesias y organizaciones sociales.

“Honestamente, no tengo idea de cómo funcionan las cosas con el gobierno municipal. Ha sido todo un desafío, no están organizados”, dice Cuevas. “Ellos saben y tienen la certeza de que nosotros nos haremos cargo de esta situación esté o no esté el dinero. Y creo que así lo hemos hecho durante años, están (el gobierno municipal) acostumbrados a que nos haremos cargo de alguna u otra forma”.

El camino cuesta arriba

Hace ya un poco de más de dos meses que Carlos Rodríguez y su familia llegaron a Lancaster, aunque él sienta que han sido como dos años. Sus hijos –de 11 y 7 años– están yendo a la escuela, aprendiendo inglés y su esposa trabaja en una fábrica de refrescos en turnos que van desde las 4:00 am hasta las 3:00 pm. Él, por su parte, trabaja como personal de mantenimiento en la iglesia católica San Juan Bautista, una de las tantas organizaciones que ha ayudado a los boricuas que llegaron a Lancaster tras el huracán.


Pero hace dos meses que también están buscando un lugar donde vivir. Con sus salarios no es suficiente, aún, para dejar la casa del hijo de Rodríguez: les piden depósitos, un buen historial crediticio y comisiones que no pueden costear.

“Ahora mismo para conseguir una casa te piden un [chequeo del] crédito. Pero oye, una persona como yo que tras la tormenta se quedó sin trabajo, pagó su hipoteca un poco atrasada, y tú vienes aquí (a Lancaster) y te piden eso. ¿Pero es que cómo hacen eso? ¿Es que no tienen corazón?”, dice Rodríguez.

Sus problemas son comunes entre otros puertorriqueños, como él ha visto. El mismo día de su conversación con CityLab Latino se encontró con una mujer que estaba desesperada por conseguir trabajo. Sin embargo, no sabía cómo lograrlo, ni como moverse por la ciudad. “Ni el autobús funciona bien”, dice. Hoy, Lancaster tiene un sistema de buses que cuenta con solo seis recorridos y el sostenido aumento en el boleto hace difícil que sus residentes de ingresos más bajos lo usen para llegar a sus lugares de trabajo.


“Los servicios que está prestando la ciudad no son suficientes. No son efectivos. Es todo bien difícil para que te ayuden”, dice Rodríguez. “Solo te dicen ‘llama a este sitio’, uno llama, deja un mensaje diciendo que no hablo inglés y no te llaman de regreso”.

En paralelo a la ayuda material, al acceso a la vivienda, los problemas de transporte y a la búsqueda de trabajo, la salud mental de los puertorriqueños recién llegados es también una de las más duras realidades atadas al éxodo ( así como en la Isla). En el caso de Rodríguez, la iglesia ha sido su cimiento, su lugar de paz y una fuente de fe en que las cosas van a mejorar.

“Sabemos que ahora, tras el huracán, mucha gente se fue con el trauma del desplazamiento. Que no había electricidad, que faltaba el agua”, dice Meléndez, desde el Centro de Estudios Puertorriqueños. “Eso crea una incertidumbre que no es tan distinta a lo que llaman el síndrome postraumático”.

Para Yirmares Cuevas, directora de uno de los centros de SACA, el costo emocional es también uno de los efectos colaterales más dañinos para que un cambio de esta magnitud –como el caso de Rodríguez y el de tantos otros más– sea exitoso.

“No es solo llegar a un lugar, completar una aplicación para cupones de comida, que te lleguen a tu casa y listo, eres feliz”, dice Cuevas. “Es la barrera idiomática, es que tu grado universitario no es válido en Pennsylvania, es la vivienda, es el trabajo, es el clima, es el qué hacer, es todo. Es comenzar toda tu vida de cero, es pensar en lo que dejaste atrás, en tus amigos, en tu familia, en todo a lo que estabas apegado”.

Sin embargo, Rodríguez no pierde la fe. Le dice a su esposa que tenga paciencia, que ya encontrarán una casa, que quizás no será una de color verde como la que tenían en San Juan, pero que será una casa, su casa a fin de cuentas.

“Yo pensé que iba a ser un poco más fácil, pero todo se ha hecho cuesta arriba”, dice Rodríguez entre pausas. Con los ojos fijos al suelo, hace un esfuerzo por no llorar. “Si tú no tienes la fe, sinceramente te vuelves loco aquí porque no tienes trabajo, porque no encuentras casa, porque no te alcanza el dinero. Y al final, no te queda opción. Porque volver dejó de ser una opción. Porque ni siquiera tengo a donde volver”.

Loading
Cargando galería
Comparte