La muerte cruel e inusual de Ledell Lee

"La ejecución de inocentes es apenas una de diversas objeciones de peso que podemos hacerle a esa bárbara institución que es la pena capital, símbolo inequívoco de una sociedad violenta que subvalora la vida humana como es la nuestra, la única democracia occidental que aún la practica".

Protesta contra la pena capital en enero en la Corte Suprema de Justicia de EEUU
Protesta contra la pena capital en enero en la Corte Suprema de Justicia de EEUU
Imagen BRENDAN SMIALOWSKI/AFP/Getty Images

Hace cuatro años, en la primavera, el gobierno conservador de Arkansas experimentó un furor de ejecuciones. Decidió aplicar inyecciones letales a ocho condenados a muerte en 11 días. Al afroamericano Ledell Lee le tocó morir el 20 de abril de 2017 a pesar de sus enérgicas protestas de que era inocente y su exigencia de pruebas genéticas o de ADN al arma que se usó en el homicidio de su vecina Debra Reese en 1993, crimen que se le atribuía. Las autoridades le denegaron la petición. Hasta hace unos meses. Gracias a una demanda judicial que presentaron activistas cívicos, finalmente se realizaron las pruebas. Y sus resultados acaban de llegar cuatro años después de la ejecución. Demuestran que Lee era, en efecto, inocente porque el 99 por ciento del ADN corresponde a otra persona, aún desconocida.

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La ejecución de inocentes es apenas una de diversas objeciones de peso que podemos hacerle a esa bárbara institución que es la pena capital, símbolo inequívoco de una sociedad violenta que subvalora la vida humana como es la nuestra, la única democracia occidental que aún la practica. Desde 1976, cuando se restituyó la pena de muerte, se ha confirmado la inocencia de 156 reclusos que fueron ejecutados en 26 estados, en su mayoría gobernados por conservadores. En la actualidad, por lo menos un reo del pabellón de la muerte es eventualmente exonerado por cada 10 que son ejecutados. Y esto a pesar de que las pruebas genéticas aún se hacen a una minoría de los condenados.

La pena de muerte es una forma colectiva y brutal de venganza que da satisfacción emocional a muchas personas, apelando a sus instintos primarios. Por eso la explotan políticos sin escrúpulos, a pesar de que conocen su evidente inmoralidad y su dudosa utilidad. Un estudio tras otro demuestra que no previene crímenes. Como institución, es infinitamente más costosa que las condenas a cadena perpetua debido a los numerosos recursos de apelación que tienen los reos. Nueva York gastó $170 millones en un puñado de ejecuciones en nueve años. Nueva Jersey, $253 millones en 25 años. Esos gastos contribuyeron a que ambos estados abolieran la pena capital.

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Además, las estadísticas muestran que la ejecución de reos embrutece a cualquier comunidad humana, aumentando la tasa de homicidios y fomentando el desdén por la vida humana, tanto la propia como la ajena. En 2010, un análisis de la Oficina Federal de Investigaciones, FBI, demostró que los estados donde se abolió la pena de muerte sufrían cuatro por ciento de homicidios por cada 100,000 habitantes, mientras que los estados donde se practica sufrían cinco por ciento. Algunos expertos estimaban que esa desproporción iba a aumentar en vez de disminuir con el tiempo.

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Como ejercicio legal, la pena capital en Estados Unidos está plagada de fallos insuperables. Es una forma de castigo cruel e inusual, algo que en principio prohíbe la constitución. Cruel, porque rebaja a la sociedad a la condición de matona, no muy diferente a la del condenado al que se pretende castigar por su crimen. Inusual, porque es un castigo distinto al que se aplica a otros tipos de transgresores. Los estadounidenses aprobamos que se condene a prisión a un torturador y a un violador, pero no consentimos que se les torture o viole. En cambio, muchos aceptan castigar con la muerte a un homicida sin reparar en que eso los acerca moralmente al infractor, aunque su intención sea reparar el daño que éste causó.

Para colmo, solamente personas que creen o simpatizan con la pena de muerte forman parte del jurado que juzga a los acusados de asesinato. Los fiscales automáticamente depuran del panel a cualquier candidato que expresa dudas sobre la temible institución. Y los jueces invariablemente se lo permiten. Las estadísticas demuestran que la inmensa mayoría de los condenados a muerte son hombres de escasos recursos económicos, negros e hispanos, que no pueden pagarse una defensa adecuada. No en vano los casos emblemáticos de personas inocentes que fueron ejecutadas son de miembros de minoría étnica: Carlos DeLuna, ejecutado en Texas en 1989; Rubén Cantú, también ejecutado en Texas en 1993; y Larry Griffin, ejecutado en Missouri en 1995.

Como miembro de la corte suprema, el juez Harry Blackmun avaló numerosas ejecuciones, incluyendo las de personas inocentes. Pero murió con la conciencia pesarosa y renegando de la pena capital. “La pena de muerte”, escribió hacia el final de sus días, “sigue repleta de arbitrariedad, discriminación, capricho y errores…la experiencia nos ha enseñado que el objetivo constitucional de eliminar la arbitrariedad y la discriminación de la administración de la muerte…nunca puede lograrse sin comprometer el componente igualmente esencial de la justicia fundamental”.

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A menudo me pregunto qué sentirán aquellos fiscales y jueces que han condenado a muerte a personas cuya inocencia se descubre después de su ejecución, como está ocurriendo cada vez con mayor frecuencia debido al recurso del ADN. Algunos probablemente sienten lo que llegó a sentir, demasiado tarde, el magistrado Blackmun. Pero lo cierto es que una institución profundamente errática e inmoral como la pena capital enloda irremediablemente a toda la sociedad que la practica o acata.

Nota : La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.