Cuando somos jóvenes creemos que el tiempo nunca pasará, que somos, en definitiva, inmortales. Es por eso que vivimos nuestros días como si fueran una aventura y todo lo que no pasa lo sufrimos al extremo. Pero poco a poco el tiempo comienza a hacer mella en nosotros y comenzamos a crecer. Entramos en la vida adulta, las responsabilidades se apoderan de nosotros y de pronto, lo que en un momento pareció fundamental ahora es insignificante.

Cuando somos niños creemos, sin ningún tipo de desconfianza, en todo aquello que nos dicen nuestros padres. Estamos descubriendo el mundo y ellos son nuestra guía. Nos asombramos por todo, no hay qué no nos maraville y cuestionamos lo que sea. Menos aquello que nuestros padres nos aseguran con total certeza.

Llevar nuestra música preferida a donde queramos: hoy es algo muy común, pero hace muchos años era algo impensable. Eso se logró con la llegada del walkman, el reproductor de música portátil que le cambió la vida a toda una generación. Y quienes crecieron en los 80 y en los 90 lo recuerdan muy bien.

Hay quienes se pasan toda la vida intentando aparentar menos edad de la que tienen. Y hay quienes no necesitan hacerlo porque siempre aparentan menos edad (me incluyo). ¡Soy parte de ese grupo de privilegiados! No necesitamos cremas ni le tememos a las arrugas, nuestras caritas reflejarán siempre la eterna juventud.

Siempre es un buen momento para una copa de vino ¿no creen?

Los hombres y la barba son los mejores amigos que puedan existir. Si bien durante su crecimiento tenemos algunos problemas de irritabilidad y picazón, el paso siguiente es la verdadera gloria.