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Sobre ser mamá sin tener mamá: el dolor, la aceptación y el aprender a vivir sin ella

El Día de las Madres suele ser una fecha especialmente difícil

Tras mucho dolor, acepto ser una madre sin madre
Tras mucho dolor, acepto ser una madre sin madre
Imagen Dreamstime

Por Adriana Vera

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Mi madre murió a causa de un aneurisma cerebral cuando yo tenía 22 años. En el momento fue un golpe terrible y el duelo, largo y difícil. Ya no tenía a quién contarle mis cosas ni quién me empujara a sobreponerme a mis miedos. Tampoco con quién ir de compras o a tomar un helado cualquier tarde de calor. De pronto me sentí muy sola y tuve que descubrir quién era yo sin ella a mi lado.

Fui varios años a terapia. Un día y casi sin darme cuenta ya era yo sin ella y todo estaba bien. Pensé que lo tenía resuelto y entonces tuve a mi primer hijo.

Durante los primeros días del posparto el baby blues provocó que no dejara de llorar pensando en qué pasaría si yo le faltara a mi bebé. Yo no era una niña cuando mi mamá dejó de estar con nosotros, pero me hizo tanta falta que saber que yo podría morir en cualquier momento, sin importar que tuviera un ser indefenso dependiente de mí, de mi cariño, de mis cuidados, de aquello insustituible que solo da una madre, me partía el corazón y me llenaba de angustia.

Después vinieron las dudas. No solo sobre el cuidado del bebé, en donde los consejos de una madre suelen ser irremplazables, sino también sobre mi misma existencia. Me di cuenta de cuántas cosas jamás le pregunté y cuántas dudas más que solo ella me hubiera podido despejar se me van a seguir presentando en los años que me queden de vida. ¿A qué edad habré empezado a gatear? ¿Cuál habrá sido mi primer palabra? ¿Qué anécdotas de mi crianza y desarrollo se fueron a la tumba con mi madre? Se volvió evidente que no hay manera ya de saber qué hubiera respondido, o cómo sería todo si ella siguiera aquí.

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La tristeza entonces se mezcló con enojo. Qué rabia que no conociera a mis hijos. ¡Cómo le hubiera gustado ver cuánto se parecen a mis hermanos! ¿Por qué tenía que ser ella la abuelita que nunca conocieron, la que está en el cielo desde muchos años antes que ellos nacieran? Qué impotencia que les faltara aquella a la que hubieran adorado por ser la que más hubiera reforzado su autoestima, la que hubiera resuelto las emergencias de manera más acertiva, la que hubiera mediado mejor entre ellos y yo, según explica Hope Edelman en su libro, Motherless Mothers, How Mother Loss Shapes the Parents We Become.

Durante los primeros años de mi maternidad empecé a referirme a su figura más que nunca. Empecé a buscar fotos, evidencia, pruebas de cómo había sido mi madre. Descifrarla se volvió tal obsesión que en algún momento llegué incluso a sentir que su espíritu se había posesionado de mí. Fue después que lo entendí todo. “Cuando dejé de ver a mi madre con los ojos de una niña, descubrí la mujer que me ayudó a iluminarme a mí misma”, dice Nancy Friday en la dedicatoria de su libro Mi madre, yo misma. Algo así fue la revelación que me permitió entender lo valioso de su legado.

Aunque evito vivir como una víctima el ser una mamá sin mamá, me resulta inevitable caer en el drama de vez en cuando. El Día de las Madres suele ser una fecha especialmente difícil. Quedarse sin madre es una cosa terrible. Es algo que a nadie le debería de pasar. Se siente como si nos arrancaran la raíz. Se pierde dirección y referencia. Invade un sentimiento de indefensión. No es gratuito que cuando uno más miedo siente, así se sea ya mayor, quiera a su lado a su mamá.

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Una amiga que perdió a su madre hace unos años y que aún no tiene hijos, me preguntó cómo se vive la maternidad desde la orfandad. No le mentí: le confesé que era lo que más me había removido la tristeza y que mis días de llanto en la depresión posparto (en ambas ocasiones) tuvieron mucho que ver con el miedo a pensar que un día yo también dejaré a mis hijos a su suerte- y vaya si es un pensamiento aterrador cuando tienes un recién nacido entre los brazos. Pero también le dije que es precisamente la experiencia de ser madre lo que me ha acercado más, y por mucho, a ella. A su ser, a su esencia, a su perfección dentro de los límites humanos.

Al final, al faltar, la relación con ellas se vuelve un eterna reconciliación a la que ya no se le suman más disputas, y entonces todo lo que hacemos es un gran tributo a ellas.