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Coronavirus

El artículo que nunca quise escribir sobre la muerte de mi padre por coronavirus

Llevaba desde finales de enero escribiendo sobre el coronavirus y nunca pensé que me fuera a tocar a mí, o al menos no tan directamente. Pero eso es justo lo que ocurrió: mi padre, profesor de matemáticas jubilado de 75 años, falleció de covid-19 en abril, en solitario y después de dos semanas en una unidad de cuidados intensivos. Esta es la historia que nunca deseé escribir, pero tomo la oportunidad en su nombre y en el de tantos otros.
7 Ago 2020 – 10:10 AM EDT
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El coronavirus nos muestra hasta qué punto estamos interconectados y nos necesitamos mutuamente. Lejos de ser un virus chino, este es un virus universal, que guarda una estrecha relación con el maltrato a que hemos sometido al planeta. Crédito: GABRIEL BOUYS/AFP via Getty Images

Cuando mi hermano y yo le ayudamos a subir a la ambulancia que vino a buscarle a casa no imaginábamos que esa sería la última vez que lo veríamos. Abatido y desorientado, como suele ocurrir cuando el nivel de oxígeno es peligrosamente bajo. Llevaba una pequeña bolsa de tela color crema apresuradamente preparada por mi madre con su celular, una muda y artículos de aseo que, sospecho, nunca llegó a abrir.

A las pocas horas de llegar al hospital lo internaron en la UCI de la ciudad de Segovia, a unas 60 millas de Madrid, la provincia española donde se registró la mayor tasa de mortalidad por coronavirus. Era el 26 de marzo, punto álgido de la pandemia en España, con los centros sanitarios desbordados y el país en estado de alarma con las medidas de confinamiento más duras de Europa. Durante esas semanas, solamente estaba permitido salir a la calle para comprar comida o medicamentos; cualquier otro desplazamiento no justificado estaba sujeto a una elevada multa.

Mi hermano y yo nos desplazamos a visitar a mi madre con el salvoconducto —sin valor legal, pero lo único que pudimos encontrar— que extendió un amigo psicólogo, argumentando la necesidad de soporte emocional. No era ningún invento, por supuesto. Ella misma también pasó la enfermedad, aunque de forma más benigna, sin recibir apoyo médico ni de otro tipo. El caso es que en cada retén policial —y había uno en casi todas las carreteras, el país estaba en guerra en aquel momento— tuve que explicar a los agentes que me pararon una y otra vez por qué me estaba desplazando, rebuscar mi documento de identidad en la cartera apretando los dientes para no llorar.

Se acaban las opciones

A lo largo de esas dos semanas, los médicos contactaban una vez al día: una llamada corta, apresurada, y cada vez a una hora diferente, que mi madre recibía desbordada, con el corazón en un puño, concentrando sus energías en tomar nota de lo que escuchaba para procesarlo después. “Riñón perezoso”. “Hidroxicloroquina”. “Estable dentro de la gravedad”. Las anotaciones fueron empeorando con el transcurso de los días. “Sangrado alveolar”. “Intentaron bajar sedación pero no funcionó. Se acaban las opciones”. No había lugar, apenas, a preguntas. Eso era todo lo que los exhaustos médicos podían ofrecernos a los familiares.

La policía también me paró cuando volvía a casa del crematorio. Allí vivimos uno de los episodios más duros y absurdos, cuando la empleada de la funeraria trató de impedirnos el paso, con el argumento de que las medidas excepcionales únicamente permitían la presencia de dos familiares, por lo que solamente mi hermano o yo podíamos estar presentes.

Finalmente, y tras discutir con ella en ese espacio tétrico, con una enorme estatua de Santa Teresa por toda decoración que, más que acompañar en el dolor, parecía regañarnos por estar allí, un operario con unos pantalones de deporte sucios de ceniza levantó una cortina. Ahí estaba el ataúd. En unos minutos había desaparecido en el horno. Menos mal que mi padre, tan cuidadoso siempre con los detalles, y a quien le gustaba vestir impecablemente, ya estaba muerto. Habría sufrido mucho en su propia despedida.

Al salir del crematorio escogimos un camino rural de vuelta a casa que esos días sin tránsito estaba tomado por los conejos. Saltaban por todas partes, docenas de ellos, como de la chistera de un mago, entre las hierbas altas de la primavera. Grandes y pequeños, blancos y de color pardo, ajenos a nosotros. ¿Sería todo un sueño, un mal sueño?

Y más preguntas: ¿qué pasó desde ese momento en el que lo vimos partir en la ambulancia y hasta que falleció, dos semanas después, sin la compañía de ningún ser querido? ¿Por qué no protesté más enérgicamente para reclamar información y acompañarle en esos momentos finales? “Cuando estás en situación tan vulnerable, se te olvida que tienes derechos”, me dijo Gabi Heras, médico internista que estuvo en primera línea de la pandemia y que aboga por la humanización de los cuidados intensivos. Una humanización que, desde su punto de vista, no es un lujo sino una necesidad. Aunque ahora no pasa un día sin que dé vueltas a estas cuestiones, en aquellos momentos parecía impensable.



Como la mente humana aborrece este tipo de vacíos, así como la incertidumbre y el no saber, me he inventado relatos para cubrir la falta de información sobre los días en que mi padre pasó intubado en una cama de hospital, sometido a todos esos tratamientos que, ahora lo sabemos, estaban destinados al fracaso.

Intento quitarme estas historias de encima pensando en otras cosas: en mi padre disfrutando de sus libros y su música (era un gran aficionado a la lectura y al jazz); en mi padre comiendo arroz con leche, uno de sus platos preferidos; tocando el clarinete (aprendió a tocar el instrumento a los 60 años, y lo practicaba, religiosamente, cada día); acariciando a su gata siamesa Tila o paseando por el monte. Es uno más de los cientos de miles de fallecidos por covid-19, sí, pero es muy doloroso sentirle únicamente como un número. Como los demás hombres y mujeres que hemos perdido en esta pandemia, dejó atrás una vida plena.

"Qué hubiera pasado si…"

El relato, también inventado, sobre qué habría ocurrido si hubiera sido admitido al hospital unos días antes, o si el personal sanitario hubiera estado más preparado o hubiese contado con más medios también me persigue. Y no ayuda el hecho de que, como señalé al principio, lleve escribiendo sobre este virus desde el mes de enero y, por tanto, expuesta a toparme con material gráfico y científico que, a veces, hiere como un puñal. Jandro, como le llamaban cariñosamente, tenía 75 años pero estaba en relativa buena forma, sin ninguno de los marcadores que suelen anticipar la forma más grave de la enfermedad (problemas cardiovasculares o respiratorios, diabetes, etc).



Esas sombras que me persiguen y que comienzan por “qué hubiera pasado si…” son tan dañinas como inútiles. Ya nadie nos podrá devolver a nuestros seres queridos, pero quizá podamos contribuir a crear un sistema sanitario preparado para salvar más vidas. Esto es deseable en todas partes, pero España al fin y al cabo cuenta con una sanidad pública y universal (si bien es cierto que en tiempos recientes sufrió fuertes recortes). En EEUU, con un sistema de salud más propio de un país tercermundista, el coronavirus se ceba en los más débiles, entre los que se encuentran las minorías, y saca a relucir lo peor del sistema.

Este virus que ha puesto todo patas arriba nos muestra hasta qué punto todo y todos estamos interconectados y nos necesitamos mutuamente. Lejos de ser un virus chino, este es un virus universal, que guarda una estrecha relación con el maltrato al planeta.

También, y de la misma manera, mi dolor, el dolor de mi madre, que quedó viuda a pocas semanas de celebrar sus bodas de oro, es de todos. Así elijo verlo yo: como un sufrimiento compartido que nos une a los demás, en común humanidad. Este pensamiento me ayudó a digerir mejor la indignación que supuso la falta de cuidados apropiados y la crueldad de una muerte que mi padre, un hombre respetuoso y cabal, no se merecía. Ni él ni nadie, por supuesto.

“La mente crea el abismo y el corazón lo cruza”. He recordado muchas veces este dicho del sabio indio Nisargadatta. No puedo evitar que mi mente cree relatos de terror, y se indigne y patalee cuando pienso en lo que podría haber sido y no fue. Sin embargo, también puedo elegir cultivar la resiliencia y actitudes y valores que surgen del corazón y que inclinan mi mente en direcciones más constructivas y compasivas.

La gratitud es una gran aliada para superar momentos difíciles ya que permite fijarnos en lo que tenemos, que suele ser mucho si nos fijamos bien, más que en lo que nos falta. Para mí, funciona como un gran amortiguador. Y también, por supuesto, la presencia y el cariño de seres queridos. El amor y la pérdida van de la mano, y a buen seguro que todos experimentaremos ambos a lo largo de nuestra vida.

Para mí también ha sido crucial el contacto con la naturaleza, que nos enseña sabia y bellamente que la vida y la muerte son inseparables. Tuve el privilegio de pasar el confinamiento en el campo, donde vivo estos días, y no habría podido mantener la cordura, en los momentos más duros, sin este consuelo. Junto con mis deseos para su curación, pude enviar a mi padre, en mis paseos, el olor de las plantas aromáticas y de la tierra mojada tras la lluvia; el sonido de los insectos al atardecer; las hermosas puestas de sol de estas tierras, que también eran las suyas. Nada de esto fue suficiente para sacarlo de su abismo, desde luego, pero me ayudó, y lo sigue haciendo, a no caer en el mío.

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