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Mi primera quimioterapia

Era inminente. El lunes 25 de agosto tuve mi primera quimioterapia.

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Ser novata en estos casos no es para nada satisfactorio. ¡Tenía tantos nervios!, mucho más que para la cirugía, no sé si por todo lo que para mí significa: es el tratamiento que me va a dejar pelona, se llevará mis defensas, acabará con mi sistema inmunológico y es probable que no pueda ser madre en el futuro. Eso, a mis 28 años, claro que pesa.

Desconocía cómo iba a reaccionar mi organismo, ni siquiera quise preguntar si iba a ser inyectado o tomado.

Pero decidí ver el otro lado de la moneda, entenderlo como el tratamiento que me va a quitar y eliminar toda célula cancerígena que haya quedado en mi cuerpo, el tratamiento que me da la esperanza de que el cáncer no vuelva. Y viéndolo así, prefiero eso.

Imagen Thinkstock

Mi cita era a las 15:00 horas. Llegué corriendo como 10 minutos antes, pregunté dónde era y me señalaron hacia una sala fría en la que había varios sillones tipo reposet con sábanas. Esperé afuera durante unos 15 minutos hasta que un enfermero dijo: "las que tienen cita para quimioterapia, adelante". Todas se metieron con prisa.

Sinceramente pensé que debía correr para ganar un lugar, pero no, ya tenían asignados los asientos con la medicina y los nombres de cada paciente. En ese momento supe que el suministro era intravenoso, que me iban a canalizar y que iba a durar más de tres horas conectada recibiendo la droga.

Tomé asiento y los nervios comenzaron a fluir. Había dos enfermeros canalizando a más de 10 mujeres, una por una. Cuando llegó mi turno, mis venas no salían a relucir, así que me inyectaron más de tres veces… los moretones aún los tengo.

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Por fin se pudo y al instante en que la medicina empezó a correr por mis venas, mis manos se pusieron frías, luego todo mi cuerpo, sentí una pesadez tal que ni hablar podía, todo lo veía lento y pesado. Intenté sacar mi libro para leer pero fue inútil, ni para eso tuve fuerza; saqué mi reproductor de música y eso sí me pudo acompañar, pero las canciones se escuchaban lejanas y con eco.

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A los pocos minutos me quedé dormida, en un sueño ligero pero continuo, y después de un rato nos ofrecieron una gelatina y un dulce. Los acepté porque moría de sed, lo malo es que sabía a fierro y no a gelatina.

Me volví a quedar dormida, luego fui al baño, me miré en el espejo y mi piel era amarilla. Cuando todo el medicamento terminó de entrar en mi cuerpo me paré de ahí. Eran las 19:00 horas.

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Afuera me esperaban mi novio, mi mamá y mi suegra. Lo único que quería era llegar a mi cama para dormir y tomar agua fría. Esa noche no fue la mejor; los vómitos y la diarrea que me dieron no me dejaron dormir, mi organismo no toleró la quimioterapia de la mejor manera. 

He estado con náuseas, sin hambre y una extrema debilidad toda la semana. Incluso no me he repuesto totalmente, sigo sin fuerza, lo único que queda es esperar, esperar a mejorar y esperar a que las próximas sean menos fuertes. 

Sigue aquí la columna de Estefanía Hernández