La contradicción de los cascos de bicicletas: si se obligan por ley, pueden generar más problemas que beneficios

A pesar de que su uso es sumamente recomendable, cuando los cascos se imponen por parte del gobierno, estos tienden a desincentivar el ciclismo.

Protected / Separated bicycle lane on Dunsmuir Street, downtown Vancouver, Canada
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Imagen (Paul Krueger/Flickr)

Los programas de bicicletas públicas han demostrado ser inmensamente populares en cientos de ciudades alrededor del mundo, pero no en Australia. Si bien las bicis en los sistemas de Londres y Nueva York experimentan, cada una, de tres a seis viajes diarios, sus poco deseadas homólogas de Melbourne, como mucho, realizan uno. Un estudio arrojó incluso que el sistema de Brisbane era el menos popular del mundo. Sus falencias se deben en parte a deficiencias en las redes, pero existe otro factor clave: las normas regulatorias de los cascos.

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Cuando uno usa los sistemas de Londres, Nueva York, París o Hangzhou no es obligación tener que ponerse un casco para montar bicicletas. Ahora, si hicieras eso en Melbourne o Brisbane, te arriesgarías a ser multado por las autoridades, debido a la existencia de normativas exigiendo el uso de cascos. Ambos sistemas han tratado de superar esto dejando cascos gratuitos en las bicis –Melbourne, por ejemplo, deja unos 1,000 nuevos al mes– o vendiendo cascos a precios módicos en tiendas cercanas. Pero para muchas personas todavía es un problema no resuelto.

Este no es más que uno de los efectos fortuitos de la imposición de los cascos. Incluso en una ciudad joven y vibrante como Melbourne, un programa de bicicletas compartidas parece un imposible. Se ha frustrado una pequeña pero significativa oportunidad de crear una ciudad más amistosa con el propio ser humano.


Quienes abogan por las regulaciones relativas al uso del casco alegan cosas como 'con una vida que salve una de estas normativas, ya las mismas tendrían razón de ser'. Pero los efectos colaterales de estas leyes pueden ir mucho más allá de socavar los sistemas de bicicletas públicas: también pueden afectar la salud pública.

En 1993, el estado de Nueva Gales del Sur, en Australia, encargó un estudio para ver si una nueva ley sobre cascos para niños incrementaba el uso de estos. Y lo hizo, pero los investigadores también hallaron que un 30% menos de niños iban en bici a la escuela, lo que disminuye la actividad física de los menores. En Nueva Zelanda, donde el uso obligatorio de cascos fue introducido en 1994, el número total de viajes en bici cayó en un 51% entre 1989-90 y 2003-6, de acuerdo con un documento de investigación. Las razones son disímiles: algunos simplemente no quieren perder el tiempo con cascos. Para otros, estas leyes solo vienen a reforzar la idea de que andar en bicicleta no es una forma cotidiana de desplazarse, sino una práctica especializada que requiere un equipamiento de seguridad específico. Y si una ley provoca una reducción del número de ciclistas, entonces pudiera tener un efecto inverso “en términos de seguridad”: mientras menos ciclistas haya en carretera, más expuestos quedarían los que sigan pedaleando a percances individuales.

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Sin embargo, los defensores de las normativas se presentan a sí mismos como movidos por la evidencia, de modo que parece correcto acercárseles en esos términos. El único lugar en Reino Unido en que se ha introducido una ley de esta naturaleza es en Jersey. En 2014 se impuso allí una multa de 50 libras esterlinas a los padres cuyos hijos circularan sin cascos. Desde luego que llevar un casco tiene más sentido para un niño que para un adulto: son más propensos a caerse y, cuando lo hacen, tienen más probabilidades de golpearse la cabeza, pues sus cuerpos están desproporcionados de forma tal que sus cabezas pesan más. Con todo, no existen pruebas actuales de que la ley de Jersey logrará algo en lo absoluto.

Cuando el Laboratorio de Investigación del Transporte evaluó el plan de Jersey, encontró que un 84% de los niños usaba cascos el año antes de que se aprobara la ley y ni siquiera un niño de menos de 14 años se había lesionado de gravedad en una bici. Incluso si la ley repentinamente se tradujera en que cada niño portase un casco, lo cual es improbable, habría aún una mejoría de 16 puntos porcentuales posibles para cero accidentes. Una investigación publicada en la British Medical Journal en 2006 arribó a conclusiones similares: la idea de que las leyes relativas al uso de cascos favorecen directamente la seguridad de los ciclistas no parece estar sustentada en evidencia alguna, al menos no en los países donde estas leyes han sido aprobadas.

Andrew Green, el político de Jersey promotor de la ley, rechaza la idea de que la ley disminuiría la práctica de andar en bicicleta: “Creo que la cifra de chicos que montan bicicleta se incrementará después de la ley y me baso en el número de llamadas telefónicas que he recibido de parte de padres diciendo: 'Quisiera que el pequeño Johnny usara un casco. Pero no lo hará porque sus amigos no lo usan. Por eso no lo dejaré andar en bicicleta'”. Este es, digamos, un argumento. Pero no una evidencia.

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Es fácil ver por qué Green hace lo que hace: su hijo, hoy un adulto, sufrió una grave lesión en la cabeza cuando andaba en bicicleta a sus nueve años y ahora apenas se puede valerse por sí mismo. Puede ser difícil rebatir las opiniones de Green, pero es importante hacerlo. De los 630 millones de libras que constituían el presupuesto el año en que la ley fue aprobada, el gobierno de Jersey gastó precisamente 150,000 en “reforzar la seguridad de peatones y ciclistas”. Un 35% de los niños de 10 años en Jersey son obesos o tienen sobrepeso, cifras más altas que en el resto del Reino Unido. Cuando se trata de mejorar la salud de los niños, el gobierno de esta localidad británica –y otros que sigan sus pasos– podría tomar decisiones más sensatas para que los niños incrementen la práctica de la bicicleta y no tener que aprobar leyes que exageren los peligros de este ejercicio.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés en CityLab.com.