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Relaciones Internacionales

La Managua de Hugo Chávez, una obra inconclusa

Entre paredes de zinc y pisos de tierra, los habitantes del barrio Hugo Chávez de la capital nicaragüense esperan las casas, parques, supermercados y canchas prometidas hace casi una década por el líder venezolano, quien donó 8,5 millones de dólares para convertirlo en un suburbio modelo en Centroamérica
30 Jul 2016 – 07:20 PM EDT
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Chávez hizo una donación millonaria para que un barrio de Managua se convirtiera en modelo en Centroamérica. Crédito: Héctor Retamal / Getty Images

MANAGUA, Nicaragua. - Scooby está casi muerto. Yace tirado bajo una carreta de madera con la barriga abombada y batallones de moscas apiñadas sobre heridas en sus patas, lomo, hocico y ojos. Raquel Sandoval teme que los insectos transmitan enfermedades a sus nietos, pues comen y corretean alrededor del perro moribundo que pertenece a su hija. Todos viven en un lote que alberga a 12 personas en tres ranchos construidos con láminas de zinc sobre piso de tierra en el barrio Hugo Chávez de Managua, donde el expresidente venezolano y su par nicaragüense, Daniel Ortega, prometieron invertir 8,5 millones de dólares para convertirlo en un suburbio modelo en Centroamérica, estandarte de la inversión social de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA).

Habitante del barrio desde hace dos décadas, esta agente de policía de 40 años espera que el gobierno nicaragüense le construya una casa con vigas y cemento desde 2007, cuando Chávez se desplazó hasta el kilómetro 8 de la Carretera Norte, que conecta el aeropuerto internacional Augusto C. Sandino con el centro de la ciudad, a bordo de camionetas Mercedes Benz de la comitiva presidencial. El líder venezolano besó a los niños y abrazó a los adultos que lo recibieron en la entrada principal del vecindario bautizado en su honor.

Mientras la vecina de enfrente pinta las rejas de la vivienda que las autoridades acaban de refaccionarle, Sandoval esquiva lentamente la ropa colgada en hilos que hacen las veces de tendederos en el garaje. Prefiere hablar de la casa que espera tener en el futuro y no del dolor que la aqueja en el presente. La mitad derecha de su cuerpo está paralizada, por lo que levanta el antebrazo como si lo llevara sujeto por un cabestrillo imaginario y camina apoyada en un andador. “Después de una prueba, viene la bendición”, murmura.

Coronada por un arco verde que anuncia el nombre del barrio, la calle principal del Hugo Chávez es la columna vertebral que conecta 38 “andenes” o accesos transversales de tierra, lodazales en invierno y polvorientos en verano. Los millones donados por Chávez sirvieron para asfaltarla, instalar el sistema de tuberías y construir un puesto de salud primaria y una escuela secundaria a la que asisten 1,025 estudiantes y lleva el tricolor venezolano estampado en sus fachadas.

A casi una década de la visita de Chávez y frente a un fogón callejero donde dos mujeres preparan tortillas de maíz, Miguel Ángel Calderón se pregunta por qué “desbarataron” tres veces la calle central del barrio durante los trabajos de ampliación y pavimentación, si apenas se trata de un carril que sube y otro que baja.

“Ese dinero se lo tragó la impunidad”, opina este vigilante de 31 años que ha vivido cerca de la mitad de su existencia, junto con su familia en un cuarto alquilado. Calderón lo señala a una cuadra de distancia, donde se avistan unas láminas de zinc derruidas y asediadas por un enredo de cables eléctricos.

Una filtración de documentos que publicó el diario nicaragüense Confidencial en abril de este año revela la discrecionalidad en el manejo de 3,500 millones de dólares que Venezuela envió a Nicaragua a través de Albanisa, un conglomerado de empresas que abarcan desde la importación de combustibles hacia el país centroamericano hasta la instalación de centrales eléctricas, pasando por la asignación de partidas para financiar proyectos sociales.

Un vecino que escucha la conversación mientras pide cinco tortillas para llevar, envueltas en una bolsa de plástico, añade que el diámetro del “tubo madre” de aguas negras es muy angosto y filtra charcos mugrientos que se acumulan en los brocales, especialmente cuando llueve. Prefiere no revelar su nombre pero apela a su antigüedad en el vecindario para legitimar el comentario.

Sandoval, Calderón, el vecino sin nombre y otra pareja que se suma a la discusión participaron en reuniones con una “comitiva” gubernamental que mostró maquetas de casas construidas con cemento y piedra, diseñadas para resistir tormentas en invierno y aliviar los rigores del calor en verano. De los cinco, ninguno ha tenido suerte en la lotería de asignación de residencias remozadas, aunque todos conocen a alguien que sí. Tampoco dicen recordar cómo se llamaba el barrio antes de ser bautizado con la identidad del exmandatario venezolano. “¿Cuánto hay de premio si te digo el nombre?”, lanza Calderón como antesala a una retahíla de montos exhorbitantes. “Si no pagas, no hay nombre”, amenaza entre carcajadas.

Pese a los retrasos en las obras, Sandoval está convencida de que el barrio se inundaría con cada temporada de lluvias de no haber sido por la inversión de Chávez. “Por eso no entiendo cómo es que se quedaron sin alimentos ni medicinas si son un país tan rico. Es una lástima, ya nosotros pasamos por eso y sabemos que es terrible”, comenta.

La caja negra de la cooperación

Mario Castro, líder comunitario del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), se encargaba de reemplazar las banderas de Venezuela, Nicaragua y el Frente que ondeaban en el acceso principal del vecindario cuando el viento las desgarraba. Pero desde hace dos años, la embajada venezolana en Managua no le proporciona el tricolor de 2 metros por 1,5 que servía para recordar a los transeúntes de la Carretera Norte que aquel recodo del lago Xolotlán es un enclave de la revolución sandinista y bolivariana en el norte de la ciudad.


Jefe de una cooperativa de mototaxistas que manejan ‘caponeras’ -motos techadas-, Castro honra al líder revolucionario local Augusto César Sandino y a Chávez con calcomanías pegadas en el vidrio de la cabina donde traslada a sus pasajeros. Los vehículos son rojos, la línea lleva el nombre del exgobernante venezolano y ocupa un puesto privilegiado en el circuito del transporte local: la entrada principal.

“Después de que murió el comandante dejaron de pavimentar”, cuenta al volante de su caponera que pone a disposición gratuitamente para recorrer el barrio, mientras una cuadrilla fumiga la calle central para frenar la propagación del zika. Con termómetros que rozan los 40 grados centígrados, 2016 es el año más caliente desde principios de los ochenta en Nicaragua.

El exguerrillero de 52 años calcula en tres millones de dólares el monto que aún no se ha invertido en el proyecto: casas nuevas, un supermercado, canchas, parques, una estación de bombeo de agua, postes de luz eléctrica y andenes adoquinados, que hoy suman poco más de un tercio de los 38 pasillos de tierra, entre ellos el colindante con el río, que fue refaccionado cuando estaba previsto que Chávez transitara por allí, recuerda un vecino.

Durante la gestión de Ortega, Chávez visitó Nicaragua en cinco oportunidades. La primera vez fue el invitado estrella en la toma de posesión del líder sandinista, a quien obsequió una réplica de la espada del prócer Simón Bolívar como símbolo de la cooperación que estaba dispuesto a financiar para su aliado nicaragüense. Al día siguiente selló la voluntad con su firma: un acuerdo de ayuda energética que garantizaba a Nicaragua 9.8 millones de barriles de petróleo barato cada año y un fondo para subsidiar iniciativas sociales y de infraestructura, cuyos manejos no han sido auditados por los poderes públicos en ninguno de los dos países.

Mientras cose la suela de un zapato en un puesto levantado sobre dos varas de madera, José González asegura que para él la ayuda del Estado marca la diferencia entre vivir “dignamente” o “arrimado”, como es su caso. La propietaria de la vivienda que ocupó durante años en el barrio lo corrió por temor a perder su parcela. En vista de que no pudo comprar “diez láminas de zinc para montar un hueco propio”, tuvo que mudarse a casa de su madre, acompañado por su mujer y dos hijos adolescentes. “Lo que ganamos, lo gastamos. Así somos los pobres. No hay manera de ahorrar”, lamenta.

Sentada junto a González está su esposa Liseth Sandoval, una morena vivaz de 38 años que se presiona la garganta con la punta de los dedos para aminorar el malestar ocasionado por una infección que atribuye a su trabajo: hacer tortillas. Expuestas al humo que emanan sus cocinas, las mujeres que ejercen este oficio en Nicaragua padecen enfermedades respiratorias. A Sandoval de González no le alcanza para comprar todos los medicamentos que le recetaron en un hospital público, menos aún para buscar un sitio mejor para vivir. Acorralada en la precariedad, dice estar convencida de que las viviendas del gobierno “se las quedaron los coordinadores políticos” del FSLN.

Propiedad en ascuas

Desde el pórtico de una casa construida por el Estado hace cuatro años en las márgenes del lago Xolotlán, en el último confín del barrio Hugo Chávez, Evelin Vivas y William Castro descartan que el sandinismo los haya premiado por su lealtad política como militantes del Frente. Suponen que los beneficiaron porque una lluvia les hizo añicos el rancho y los puso a vivir a la intemperie durante 15 días con cuatro nietos menores de edad.


Agradecen a la ALBA y al gobierno nicaragüense caminar sobre cemento pulido y guarecerse en una vivienda de paredes blancas sólidas con marcos azules. Sin embargo, lamentan que la armazón no viniera acompañada de instalaciones básicas como la luz, algo que Castro resolvió con tres bombillos y una lámpara que iluminan la sala y la cocina en el espacio principal, y dos habitaciones cerradas con cortinas que la brisa levanta. El patio trasero recrea el rancho en el que vivieron hasta 2012: las fronteras del baño y el lavadero están sembradas con láminas de zinc, y el perro de la familia descansa acostado bajo la sombra de un árbol, amarrado con una cadena tan corta que apenas le permite alejarse unos pocos pasos cuando se pone de pie.

Decepcionados por la paralización de las construcciones, estos dirigentes comunitarios guardan en casa una copia del proyecto urbanístico de la alcaldía de Managua y la oficina local de la ALBA, que demuestra la “generosidad del comandante (Chávez) con los nicaragüenses”, comenta Castro. El barrio nació en 2001 como un asentamiento para 300 familias, en su mayoría retirados del Ejército. Nueve años más tarde, 12 mil personas poblaban este sector de 2.53 kilómetros cuadrados. Siete de cada diez de esos residentes no tenían entonces “certificado de propiedad, ni documento de ninguna índole que los haga dueños legítimos de esos lotes”, indica el documento.

Los Castro Vivas integran la minoría que ya tiene sus papeles de propiedad en regla, a diferencia de Raquel Sandoval, la funcionaria policial que colonizó aquel terreno baldío hace casi 20 años. Consciente de que no es dueña de la parcela donde nació y creció su familia, confía en que pronto le tocarán la puerta para anunciarle que tendrá una casa nueva en una semana. Mientras el sueño se cumple, decide proponerle a su hija que sacrifique a Scooby, antes de que los niños de la familia pesquen una enfermedad entre las llagas de la pobreza.


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