Uno de los estudiantes de mi curso de primer semestre de la Maestría en Periodismo que dicto en una universidad colombiana, me envió ayer domingo en la noche un escrito muy personal titulado: “Colombia es un país de mierda”. En realidad ese no era ni el título ni el tema de lo que debería convertirse en un texto-tarea con el tema “La paz crónica”. En él, se suponía, el estudiante debía retratar un momento, una situación de vida (esperanza o muerte) alrededor de un proceso de negociación que ha tomado más de cuatro años y en el que han participado en La Habana muchos colombianos, incluyendo miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y representantes del gobierno nacional.
Los colombianos no debemos desistir, a pesar de la frustración, el incumplimiento, la pobreza y la indiferencia
“La mejor enseñanza de este proceso es que fue posible proponer y respetar, algo que no ha sido una constante de la historia del país. Tal vez solo por eso valga la pena lo que hasta ahora ha ocurrido”.

En realidad el escrito –como se lo he de manifestar en la reunión que tenemos mañana martes–, ha pasado de ser una crónica de situación –“un cuento que es verdad”, como definió la crónica el escritor Gabriel García Márquez–, a un testimonio personal lleno de rabia y opinión. Con él me ha sido posible entender lo que él cree que es una crónica, lo que significa opinar y vivir, y el alcance de la desesperación de quienes hicieron todo lo posible por la victoria del “Si” ante los acuerdos firmados. Sí porque creían factible reinventar un país en el que conviviéramos; sí porque valía la pena dejar de odiarse y odiarnos y solucionar nuestros asuntos sin agresión y bala; sí porque resultaba factible soñar con un país mejor y más equitativo para todos. Mi alumno habla como joven y como miembro de una generación educada que, entre otros asuntos, creyó que especializarse en periodismo es un buen complemento al conocimiento que dan las Ciencias Políticas, un área del saber que también se la jugaba en estas elecciones.
Y lo hacía porque, al menos, se creía que los políticos debían jugar un papel de trascendencia en esta “cita con la historia”, como ha llamado al proceso la canciller colombiana María Ángela Holguín. Y jugarlo era decisivo pues no se trataba simple y llanamente de una lucha por ganarse un puesto en el Senado de la República, la Cámara de Representantes o en un Concejo Municipal (lugares muy apetecidos por muchos políticos), sino de darle la mano a un debate y una decisión trascendental –cuestionada con argumentos en ciertos aspectos–, para buscar nuevos caminos como país. Pero los políticos –al menos muchos de la Unidad Nacional del presidente Santos–, no se comprometieron a hacerlo.
Quienes sí pusieron el pecho y las ideas fueron representantes de la sociedad civil –que ha debido estar mejor visibilizada–, víctimas de las partes en conflicto, algunos exgenerales de la República y, claro, el gobierno nacional y quienes se encargaron de defender y hacerle eco al ‘No al Acuerdo’, en cabeza del expresidente Álvaro Uribe Vélez. Pero como en el ejemplo anterior, también miles pasaron de agache: por ejemplo los abstencionistas. Y entre ellos estuvieron pobres sin esperanzas, colombianos cansados de que el Estado les incumpla, violentados por la política tradicional o por las partes en conflicto, y nacionales –académicamente formados–, pero no dispuestos a jugársela por el destino de una nación en busca de mejores senderos.
Mi estudiante, tal como lo narró en su escrito, fue el domingo bien temprano a su mesa de votación. Y alcanzó a tener en el trascurso del día mucha esperanza, porque no estaba “hundido en el odio”. Durante meses les explicó a amigos, familiares y otros conocidos las bondades de no seguir el camino de la intolerancia. Y logró que varios lo siguieran, como les pasó a cientos de personas que entendieron que más allá de ser un acuerdo imperfecto –como lo llamó uno de los negociadores–, hay en Colombia muchísimos temas urgentes no resueltos y frente a los cuales –otra vez– muchos pasan de agache. Solo un ejemplo: con el Censo Nacional Agropecuario hoy sabemos que el analfabetismo en el campo toca el 18%.
Ahora mi estudiante espera lo que un científico político llama el Acuerdo Nacional entre las partes. Quizás una vuelta atrás en la historia: a la memoria vienen el Frente Nacional y la alternancia excluyente de finales de los años 50 del siglo pasado, o reformas constitucionales hundidas ante compromisos de paz, como ocurrió con el proceso del grupo guerrillero M-19. Un reiniciar en el que tres partes se creen principales: las FARC, el Centro Democrático en cabeza de Uribe Vélez y la presidencia de Juan Manuel Santos.
Un colega me había advertido que este proceso se había salido –“desafortunadamente”, según sus propias palabras–, de las manos de la ciudadanía. Al final de cuentas es ella la que debe decidir nuestro destino, sostenía. Pero esto lo volvieron un enfrentamiento entre Santos y Uribe (exactamente cuando ya despuntan las próximas elecciones presidenciales colombianas). Es la forma como algunos entienden las movidas políticas, le repito ahora al estudiante.
Sí, pero para esta oportunidad había más esperanzas, así su artículo-tarea termine diciendo que está pensando en “colgar los guayos” (un colombianismo que significa ‘desistir‘: ni Periodismo ni Ciencia Política, me repite. Sentimientos de un joven que volvió a creer por un buen tiempo en un país posible. Él reconoce que fueron los cuatro años que demoró en estudiar la ciencia de la política y en seguir de cerca la negociación en Cuba.
Los políticos profesionales –al menos es lo primero que me queda de la declaración uribista del domingo en la noche, cargada de valores tradicionales y de empresarismo rancio–, vuelven y se apropian en Colombia de nuestras palabras, nuestros trabajos, nuestras oportunidades, nuestro destino. Nos tratan como seres menores y cuando ellos lo necesitan o la gente les reclama, pasan de agache.
La mejor enseñanza de este proceso, le diré a mi estudiante el próximo martes, es que fue posible proponer y respetar, algo que no ha sido una constante de la historia del país. Tal vez solo por eso valga la pena lo que hasta ahora ha ocurrido.
Una ardida y risueña representante del ‘No’ habló anoche de sí misma como “la gente de bien”. País dividido, dicen los medios de comunicación. Y desbordado por la frustración, el incumplimiento, la pobreza y la indiferencia.
Creo que cuando la representante del Centro Democrático entienda que ‘gente de bien’ somos la mayoría de los colombianos, mi alumno y yo podremos echarnos juntos un grito de victoria. Por ahora, como lo dijo García Márquez al referirse al género de la crónica, nos toca comernos el cuento de verdad.
Y es lo que también le ocurre a algo más de 6 millones de colombianos que votaron el ‘Si’, y a otros más que, con convicción y sobre todo con esperanza, vivieron la firma del acuerdo el 26 de septiembre pasado en Cartagena de Indias. Entre ellos, presidentes latinoamericanos, las Naciones Unidas, guerrilleros de las Farc, negociadores en Cuba, burócratas, soldados, seguidores de los guerrilleros, y niños de diversas regiones o cantaoras blancas y negras de Bojayá (Chocó) que pidieron cesar la violencia de donde venga… y que reine la paz.
Para mí y desde la sociedad civil –que ha logrado mostrarse y destacarse en este proceso- no es posible admitir que llegó la hora de ‘colgar los guayos’.
Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.






