Arturo Sarukhan: Cómo entender la legalización de marihuana

El autor considera que para despenalizar o legalizar hay que modernizar el Estado de derecho.


Por Arturo Sarukhan, consultor internacional, exdiplomático mexicano

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La prohibición en torno a la producción y el consumo de cannabis (marihuana) está cumpliendo 78 años de haber entrado en vigor.

Pero en tiempos recientes en Estados Unidos, y de manera más súbita a lo largo del ultimo año en México (y potencialmente en Colombia), el debate en torno a la legalización de la marihuana ha cobrado enorme tracción.

Éste no sólo se traduce en paradigmas y valores morales cambiantes en ambas sociedades sino que se está detonando un cambio sociológico real, vía las urnas como en el caso estadounidense, o la vía legal como es el caso tanto en EEUU como en México.

También es un cambio que llegó para quedarse, y es ciertamente un debate que había tardado demasiado en darse.

Incluso, durante mi gestión durante más de un lustro como Embajador mexicano en Washington, llegue a subrayar en muchas ocasiones (incluyendo en una de las ediciones de Face the Nation, uno de los programas dominicales más importantes de este  país, en abril del 2009), que tanto México como EEUU tenían que revisar la manera en que se confrontaba al narcotráfico y que la legalización de algunas sustancias tenía que ponerse a discusión.

Es difícil identificar otra política pública social y de salud global que a lo largo de las pasadas cuatro décadas haya demostrado un fracaso tan estrepitoso como lo ha sido la política de prohibición de la marihuana, o que haya sido instrumentada para un fin tan fútil.

Los costos para todos los países, y particularmente para Estados Unidos y para México –medidos en términos de población carcelaria y dislocación social, impacto para los sistemas de salud y seguridad social, despliegue de los esfuerzos de erradicación, seguridad pública y procuración de justicia, o de la musculatura del crimen organizado, local y trasnacional– son apabullantes.

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Einstein bien tenía razón cuando definía la locura como hacer la misma cosa una y otra vez, esperando obtener resultados distintos. Pero eso es precisamente lo que la comunidad internacional y la ONU han venido haciendo, con anteojeras puestas, desde los años setenta.

Precisamente por ello, creo en y apoyo el cambio que se está dando a favor de la legalización de algunas sustancias ilícitas, particularmente la marihuana.

En Estados Unidos el cambio llega en un momento de clara inflexión en la manera en la cual sociedad y gobierno han confrontado el reto de las drogas ilícitas, y se da a la par de las onerosas secuelas fiscales, económicas y sociales que la prohibición, particularmente de la marihuana, ha generado para las políticas social, penitenciaria y de salud.

Amén de los 24 estados que ya permiten su uso medicinal, su legalización plena –en 2012 en Colorado y Washington, y en 2014 en Oregon, Alaska y el Distrito de Columbia–, está generando un movimiento tectónico en EEUU, el cual ya no tiene marcha atrás.

Es posible que en el transcurso de los próximos años, la legalización se extienda a California, Nevada, Minnesota, Vermont, Maine, New Hampshire, Massachusetts, Rhode Island, Connecticut, New York, New Jersey, Delaware y Maryland.

El gobierno federal estadounidense ha decidido, ante este fenómeno, dejar que sean los estados los que vayan generando jurisprudencia y experimentando con modelos de regulación y de política de impuestos en torno a la producción, venta al menudeo y consumo de la marihuana.

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En México, el fallo al que llegó hace unas semanas la Suprema Corte de Justicia de la Nación en materia de despenalización del uso recreativo y medicinal de la mariguana podría abrir un debate crucial encaminado a si se debe o no legalizar y sobre cómo deben Estado y sociedad confrontar el flagelo de las drogas ilícitas y el crimen organizado.

Si bien la decisión no es una legalización como tal sino que permite a un club de usuarios cultivarla y consumirla, es evidente que este es, en una estrategia legal trazada con gran inteligencia, el primer paso para forzar un debate a nivel nacional, cosa que por cierto ya está sucediendo.

El Presidente mexicano ha hecho un llamado para que la legalización se debata –si bien ha declarado que se opone a ella– y el propio Congreso mexicano ha iniciado un proceso que conllevará consultas y audiencias.

La decisión de la Suprema Corte mexicana también tendrá implicaciones evidentes para los posicionamientos de política exterior tanto en foros multilaterales como en el contexto de relaciones bilaterales clave como la que México mantiene con Estados Unidos.

Lo que ocurre tanto en EEUU como en México conlleva tres lecturas que me parece importante ponderar y aquilatar.

De arranque, uno de los problemas fundamentales que enfrentamos es que, a diferencia de EEUU, en México existen pocos datos duros para arropar este debate y las decisiones que se deberían estar tomando en materia de política pública: la recolección y publicación de datos epidemiológicos, del número de consumidores perniciosos o de disponibilidad, precio y pureza de drogas es notoriamente insuficiente y esporádica.

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Por ello, la gran mayoría de quienes escriben o cabildean a favor o en contra de esta medida lo hacen sin datos suficientes y, en el mejor de los casos, de manera empírica.

Segundo, el argumento tanto de promotores de la legalización de marihuana en EEUU como de quienes la impulsan en nuestro país, postulando que hacerlo reduciría niveles de violencia y elevaría la seguridad humana en México, encierra un dilema central.

En un mundo perfecto, o en un país con un Estado de derecho sólido, como Estados Unidos o como Canadá (otro productor importante de marihuana ilícita en las Américas), la legalización tendería a hacer lo que el fin de la prohibición en materia de alcohol hizo en Estados Unidos en 1933, que fue cortar de tajo la fuente de financiación del crimen organizado.

Pero no estamos en un mundo perfecto y para México, un país en el cual el Estado de derecho es débil, los efectos podrían ser distintos a los esperados.

La eventual legalización de la marihuana en México efectivamente cortaría rentas (aunque no está claro en cuánto) al crimen organizado y disminuiría en parte la violencia vinculada con el narcomenudeo en las calles de ciudades mexicanas.

También ayudaría a que el gobierno mexicano priorice esfuerzos y recursos en combatir a los grupos criminales más violentos y a drogas más perniciosas, y pueda transitar a confrontar el tema del consumo de marihuana como uno de salud pública, de educación y de mitigación de daño.

Pero pensar que la legalización por sí sola terminaría con la inseguridad o trastocaría de raíz al crimen organizado trasnacional es, por decir lo menos, ingenuo.

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El problema de fondo del crimen, la inseguridad y la violencia en México es uno de Estado de derecho.

Si éste no se fortalece sustancialmente en paralelo a la legalización de la marihuana, lo único que ésta logrará es desplazar la actividad criminal a otras sustancias o rubros ilícitos, como ya ha ocurrido con aumentos en el cultivo de amapola y la producción de heroína, o en la extorsión y el secuestro o el tráfico de personas.

El crimen organizado es como cualquier negocio; busca la integración vertical de sus cadenas productivas, emprendiendo “fusiones y adquisiciones” y “ofertas públicas de adquisición hostil”.

Si sus rentas por la venta de sustancia ilícitas disminuyen, los criminales buscarán otras actividades ilícitas, particularmente si el Estado y sus instituciones no tienen la fortaleza para confrontarlos, combatirlos, enjuiciarlos y mantenerlos en prisión.

Despenalizar o legalizar sin que en paralelo se modernice el Estado de derecho es extender de facto el horizonte de oportunidad y rentabilidad para el crimen organizado.

Y tercero, el gobierno de EEUU tendrá que acabar saldando, más temprano que tarde, la gran incongruencia entre lo que es ya ahora su política interna de facto, dejando que sean los estados y no la federación los que vayan actuando y estableciendo jurisprudencia en los procesos de legalización, y su política internacional de control de drogas –imperante como modelo en organismos multilaterales– que aun privilegia la erradicación y aseguramiento en países productores y de tránsito.

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Washington no puede seguir pidiendo que otras naciones pongan los muertos y los recursos para frenar producción y trasiego de marihuana si está permitiendo su legalización a nivel estatal en EEUU.

Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior, no debemos entrarle al análisis y debate de la despenalización de marihuana con los ojos cerrados y en piloto automático.

Durante años, la premisa central de la política internacional de control de drogas estadounidense –la cual por convicción o por una combinación de coerción y presión adoptaron la gran mayoría de las naciones y los propios organismos multilaterales como la ONU–, postuló que cortar producción y tráfico de drogas ilícitas impactaría precios de drogas y por ende niveles de consumo.

En esto sí no hay que ser Einstein para entender que si la demanda de drogas es completamente inelástica y su oferta es completamente elástica, lo único que ocurrirá atacando cultivo y suministro es generar incentivos para que nuevos actores se sumen al tráfico y mercadeo de drogas, que es por cierto la punta de la cadena delictiva donde están la verdaderas ganancias estratosféricas con las que luego el crimen organizado –trasnacional o local– corrompe, intimida y mata.

Está claro que yendo hacia adelante no podemos resolver problemas que hemos creado con las mismas recetas que usamos en primera instancia al crearlos.

Estoy convencido de que la única manera de ir hacia delante es con la legalización, ciertamente de la marihuana, y con la revisión profunda de la manera en que se confronta al crimen organizado trasnacional y a la farmacodependencia.

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Estados Unidos y México tienen una oportunidad de cara a una Sesión Extraordinaria de la Asamblea General de Naciones Unidas que se celebrará en abril de 2016, precisamente para evaluar la política global contra las drogas ilícitas con objeto de buscar llegar a políticas que mitiguen el enorme daño que han hecho más de tres décadas de políticas fallidas en la materia.

Pero no hay recetas fáciles ni asequibles en el corto plazo y no será una tarea fácil; el pronóstico de que se dé un golpe de timón radical no parece ser, por el momento, demasiado halagüeño.