Este es el duradero efecto del temor que genera la presencia de un delincuente en serie

Austin, Texas, vivió días de miedo y ansiedad luego de una serie de ataques explosivos. El sospechoso de estos atentados con paquetes bomba se hizo detonar a sí mismo, en un auto, mientras la policía se le aproximaba. Seis bombas diferentes, entre las que la policía percibe un vínculo, dejaron sin vida a dos personas e hirieron a otras cinco desde el 2 de marzo. Cuatro de los artefactos detonaron en Austin; otro estalló en la oficina de FedEx en Schertz, Texas (en un paquete con dirección de Austin); y el otro fue encontrado a tiempo en una segunda instalación de FedEx, cercana al aeropuerto de la capital tejana.
El sospechoso era Mark Conditt, de 23 años de edad, quien dejó grabada su confesión en un video. Según The New York Times , autoridades de Austin han advertido de que podría haber aún otras bombas, puestas antes de que Conditt se quitara la vida. Si bien parece que el presunto perpetrador trabajó solo, las autoridades no han descartado la posibilidad de que haya tenido cómplices. Aunque estos hechos, al parecer, han quedado resueltos, los residentes de Austin han tenido que lidiar con el conocimiento de que el sujeto estuvo prófugo por la mayor parte del mes. Ese tipo de episodios criminales violentos deja secuelas en la comunidad, tanto mientras suceden como después de que terminan.
Michael Cannel es periodista y autor de Incendiary , un libro que narra la historia de otra serie de atentados con bombas –el conocido como 'Mad Bomber', que aterrorizó Nueva York con más de 30 artefactos explosivos por los años cincuenta. “Tenía una especie de genio para avivar el miedo”, refiere Cannel. “El miedo en estos casos suele ser desproporcionado frente a las amenazas reales. Las bombas caseras –sí, pueden matar y causar terribles daños–, pero no son explosivos enormes. Son días, o más probablemente, semanas tensas. En comparación con las demás formas de amenazas –pienso en la violencia con armas de fuego, los accidentes de autos–, los atacantes con bombas no presentan, estadísticamente, una gran amenaza. Aunque el miedo y la ansiedad que desatan puede paralizar a una comunidad”.
“Cuando hay un perpetrador activo en una comunidad, la sociedad vive al límite de la expectación, preguntándose cuándo será el próximo capítulo”, aduce Scott Bonn, criminólogo y autor de Why We Love Serial Killers (Por qué amamos a los asesinos en serie). “Hay una ansiedad total, impera un estado de terror”. La paranoia pasa a primer plano: en Austin, la policía respondió a cientos de llamadas sobre hipotéticos paquetes.
Hay mucho aún por conocer en el caso de Austin, incluyendo el motivo del crimen. Pero en los crímenes en serie, por lo general, sea con bombas o armas de fuego, sembrar el miedo es la clave, sostiene Bonn.
“Yo entrevisté a David Berkowitz [asesino en serie conocido como 'Son of Sam', quien mató seis personas en Nueva York en 1976] y estaba muy consciente de que tenía a toda la ciudad comiendo de su mano”, añade Bonn.
Bajo estas condiciones, la gente puede esforzarse mucho en modificar su comportamiento para sentir un mínimo de seguridad. Como Berkowitz apuntaba a morenas de cabello largo, algunas mujeres en Nueva York, se dice, se cortaron y tiñeron el pelo, o se lo cubrieron con pelucas. En 1990, cuando cinco estudiantes de la Universidad de Florida fueron asesinados en pocos días, The Washington Post reportó que las tiendas en Gainesville vieron un incremento en las ventas de gas pimienta y armas de fuego.
Un estudio halló que durante los sucesos del francotirador en Washington DC, en 2002, un 45% de los habitantes declaró que acudía a parques, centros comerciales y otros espacios públicos mucho menos de lo usual. Más de un tercio dijo que permanecía más en casa, y un pequeño porcentaje refirió que se ausentó uno o más días al trabajo debido a los ataques. En un estudio por separado de los habitantes sin hogar en DC, un 65% indicó haber restringido sus actividades durante los atentados, alegando sentirse más vulnerables y expuestos que quienes podían refugiarse en sus casas.
En Austin, durante estos recientes incidentes, The New York Times reportó que algunos estaban “evitando abrir paquetes postales e incluso abrir las puertas de sus casas movidos por el pánico”. Otros se mantuvieron firmes y no dieron entrada al miedo en sus vidas. “La gente parecía tener la vista entrenada hacia el piso, buscando bolsas sospechosas, paquetes, mochilas y cables sobre la acera”.
La naturaleza sostenida de una ola de crímenes, donde el responsable permanece libre por algún tiempo, se desmarca claramente de aquellos incidentes que ocurren de una sola vez, como un desastre natural o un ataque terrorista en que se inmola o sacrifica el perpetrador. Después de los desastres, los psicólogos caracterizan el riesgo de las personas de sufrir efectos negativos de salud mental basándose en la “dosis de exposición”, indica Amy Nitza, directora del Instituto de Salud Mental para situaciones de Desastres de la Universidad del Estado de Nueva York en New Paltz. Las personas más cercanas a los acontecimientos, o que se expusieron por más tiempo, tienen mayor riesgo.
Pero en el caso de los sucesos de Austin, “hay una inmensa cantidad de personas con una baja dosis exposición”, recalca Nitza. “Por lo que ser considerado víctima o sobreviviente entra en un campo mucho más amplio”.
Un estudio se refirió a este tipo de exposición como “trauma continuo”, cuando observó el estado psicológico de algunos estudiantes locales nueve días después de los asesinatos de Gainesville. Encontró que la depresión era el síntoma principal tras lo ocurrido –ni siquiera la ansiedad o el estrés. “Si bien la ansiedad era bastante palmaria en los primeros días tras los asesinatos, sostenemos que esos altos índices de ansiedad no se mantuvieron por un largo período”, especulan los autores. “Quizá cuando los esfuerzos por resolver un caso con rapidez no tienen éxito, los niveles de ansiedad decrecen conforme la gente comienza a sentirse desamparada, sin esperanza y deprimida”.
“Y tiene mucho sentido”, acota Nitza. “Cuando la situación es crónica, y hay este nivel de incertidumbre y de no saber dónde está el peligro, es muy difícil para las personas, fisiológicamente hablando, mantener la respuesta instintiva de permanecer o huir” (Vale la pena mencionar que estos efectos no son exclusivos de lugares brevemente asolados por un asesino en serie o un atacante con bombas. Un informe sobre los ataques del francotirador confirmó que los efectos psicológicos son similares a “aquellos causados por la violencia comunitaria crónica, que es endémica en muchos barrios céntricos en ciudades de Estados Unidos”).
Una vez que el criminal es capturado, y la situación se resuelve, “la mayoría de las personas se sobrepone rápidamente”, indica Nitza. “Pasan a comportarse como lo hacían antes de que ocurriera la tragedia”. Es razonable esperar que, por otro lado, algunos sigan sin aceptar lo ocurrido y padezcan por más tiempo sus efectos. La pesquisa sobre los residentes en DC, desarrollada siete meses después de los ataques del francotirador, halló que las tasas de síntomas de Trastorno por estrés postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés) eran dos veces más altas que el índice de una muestra nacional representativa. Nitza cree que las personas con traumas previos están, con mayor probabilidad, en riesgo.
La mentalidad, a nivel de toda una comunidad, puede ser que quede modificada tras eventos de esta índole; pero es muy difícil cuantificar el modo exacto en que un evento así transforma la atmósfera de un lugar. “La gente puede ver estremecidas sus propias cosmovisiones de una manera que no lo haría un desastre geográfico más severo”, añade Nitza.
George Metesky –el nombre del Mad Bomber de los cincuentas– tendía a enfocarse en los espacios públicos, tales como el Radio City Music Hall y la terminal Grand Central. “Nos hizo percatarnos de cuán frágil es nuestro sistema de seguridad”, agrega Cannel. El modus operandi del atacante de Austin fue, en alguna medida, incluso más invasivo: ponía bombas en las puertas de las casas, un recordatorio de que las personas no están seguras ni siquiera en sus hogares.
En su libro, Cannel cita a Metesky: “He leído que un hombre con un martillo puede destrozar un arma naval calibre 16, simplemente golpeándola hasta romperla. Lo mismo pasa con las bombas”.
O dicho de otro modo, “todo no radica en el tamaño de la explosión”, alerta Cannel. “Sino en las proporciones de la reacción pública”.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en CityLab.com