por Marco A. Hernández
Yo sólo quiero llegar a Miami para el Art Basel
La línea recta que une a la Ciudad de México con Miami es un vuelo que tiene una duración de dos horas y media. El mío tomó 25 horas... o 28.

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La línea recta que une a la Ciudad de México con Miami es un vuelo que tiene una duración de dos horas y media. El mío tomará 25 horas; o 28, si le sumo las tres de anticipación con que llegué a la Terminal 2 del Aeropuerto Benito Juárez, la madrugada del 30 de noviembre de 2015 (así de lejano me parece el día de ayer).
Inicié el recorrido con un handicap, la escala de una hora y media en Mérida que anunciaba mi reservación para el vuelo 420 de Aeroméxico. Un banco de niebla le sumó muy pronto una demora de cuatro horas y media al despegue. Los empleados de la aerolínea me tranquilizaron; el segundo tramo del vuelo lo haría en el mismo avión; al menos no había riesgo de perder la conexión.
Al aterrizar en Mérida nos informaron que los cinco pasajeros que seguíamos hasta Miami también deberíamos descender. Una empleada nos recibió con nuestro segundo pase de abordar y nos guió por un recorrido que nos hizo pasar una vez más por los controles de seguridad. Ya instalados en la sala de espera llegó el anuncio: el vuelo a Miami estaba cancelado.
La línea para resolver la situación avanzó lento. Cada pasajero frustrado aprovechaba sus 15 minutos de negociación con el empleado del mostrador para desahogarse como si tuviera enfrente la cámara de un reality show que le estuviera otorgando sus 15 minutos de fama warholiana.
Dos horas después, cuando llegó mi turno, solo tenía dos opciones: regresar a la Ciudad de México para intentar volar a Miami a la mañana siguiente (con el riesgo de que la situación se repitiera) o viajar a Cancún para volar a Miami a las 7 de la mañana. Opté por la segunda, que implicó entonces un viaje en autobús de cuatro horas y media para llegar a mi nuevo punto de salida.
En el trayecto entre el aeropuerto y la central de autobuses recordé la lección que me regaló el negroni con que me había despedido la noche anterior del Distrito Federal: lo único que importa es saber estar(se). Respiré profundo y hasta me pareció que la fachada de una tienda local podría formar parte del furor geométrico que vive el mundo del arte.
Termino de escribir esto a la 1:17 de la mañana del 1 de diciembre. Yo suponía que estaría regresando a mi hotel de diseño en Brickell después de haber asistido, por morbo, a la exposición de la obra del Príncipe Lorenzo de Medici en la galería Nina Torres. En su lugar, estoy en la anodina habitación 228 del Courtyard Cancún, que me parece la mejor síntesis de esos "no lugares" (como los calificaría el antropólogo Marc Augé), en que transcurrió mi vida hoy.

En fin, yo sólo quiero llegar a Miami, para poder constatar de maneras más interesantes, a través del arte, lo que ya me recordó este día: que todas nuestras concepciones del tiempo y del espacio, y las manera en que nos relacionamos con ellos, son arbitrarias y dependen de un equilibrio precario.

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