MIAMI, Florida.- Nicolás Fernández aún siente en la piel el frío del piso donde durmió durante semanas. “No había cama, no había colchón, no había sábana. Nada de nada. Dormíamos en el suelo, con los barbijos tapándonos los ojos porque la luz no se apagaba nunca”, recuerda.
“Dormíamos en el piso”: el paso de un inmigrante por cuatro centros de detención antes de ser deportado
Nicolás Fernández fue trasladado por varios centros migratorios en Florida, Texas y Louisiana antes de su deportación. Denunció malas condiciones en las celdas: sin camas, poca comida, sin higiene y con luces encendidas todo el tiempo.

Sus palabras son la radiografía de un sistema migratorio que tritura sueños y devuelve a las personas a sus países de origen, muchas veces con las manos vacías y la dignidad quebrada.
Fernández, un argentino de 37 años, llegó a Estados Unidos en 2024 con la esperanza de conseguir trabajo. Lo hizo, aunque siempre en la sombra: fue jardinero y limpiador de piscinas en el sur de Florida. Pero la falta de documentos lo dejó expuesto.
En marzo de 2025, agentes de inmigración lo detuvieron. “Me dijeron manos contra la pared. Me pusieron esposas en los tobillos, una cadena en la cintura y las manos atadas para que no pudiera separarlas”, cuenta. Así comenzó un peregrinaje entre celdas y traslados que lo llevaría por centros migratorios de Florida, Texas y Louisiana.
El 24 de marzo ingresó a Krome, en Miami. Luego vinieron Broward, Carnes y, finalmente, Alexandria. En cada uno de esos lugares, asegura, la rutina se repetía con crudeza: “No nos dejaban bañarnos, la comida era poca, y algunos ni siquiera te dirigían la palabra. Uno se siente humillado”. La precariedad era evidente: dos inodoros en una misma celda, hombres hacinados y sin acceso a lo básico.
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Mientras tanto, afuera, la vida seguía
El 5 de junio, día del cumpleaños de su padre, Nicolás lo llamó desde el encierro. La conversación, que pensaba sería amarga, se tornó inesperada: “Me dice que tiene una buena noticia. Que el jueves que viene me van a llevar al aeropuerto. Yo no entendía nada. Y él me dice: ‘El avión sale para Argentina y vos estás ahí’”.
El 12 de junio de 2025, el proceso terminó: fue deportado. Llegó esposado de pies y manos a Buenos Aires al día siguiente. Lo esperaba la familia, pero también la incertidumbre: en Estados Unidos todavía mantiene un proceso pendiente por un supuesto hurto en un supermercado, un delito menor que él niega.
Su caso no es aislado. Desde la asunción de Donald Trump a la presidencia en enero de 2025 hasta julio de ese mismo año, más de 150 mil personas fueron deportadas, según datos del Departamento de Seguridad Nacional. Las cifras hablan de una política implacable; los testimonios, de una experiencia profundamente humana marcada por la desolación.
Hoy, en Argentina, Nicolás intenta rehacer su vida, aunque sus recuerdos siguen atrapados en aquellos pasillos de detención donde escuchaba los pasos del FBI, de la DEA o de los oficiales de ICE sin saber si la puerta se abriría para él. “La incertidumbre de no saber qué va a pasar con vos… eso es lo peor”, confiesa.
Su historia ilumina una verdad incómoda: más allá de los números, cada deportación carga con un nombre, un cuerpo, una herida. Y cada retorno es también un comienzo, marcado por lo que se perdió en el intento de alcanzar un sueño al otro lado de la frontera.











