Por qué dejarme crecer la barba me convirtió en un hombre libre

Hay pequeños ejercicios de liberación personal que corresponden al pequeño cajón de los triunfos anónimos. La barba es uno de ellos.
Un logro de independencia. Un antídoto contra el estrés. Un guiño a la comodidad. Una declaración de principios. Soy ya viejo para ser hipster y soy demasiado perezoso para ser metrosexual, así que las razones de dejar crecer el pelo en mi rostro no tienen vinculación alguna con deseo de pertenencia ni gozo por invertir largo tiempo con toallitas calientes en la cara en las barberías.
Ahí está mi padre: Baby Boomer provinciano, una mezcla simpática de Venustiano Carranza, Karl Marx y Confucio (ver foto). Si bien dedico alguna parte de mi tiempo a convencerme de que no, yo no quiero parecerme a él, una y otra vez las sobredosis de la genética y la admiración me ponen en su mismo carril. Él ha sido casi siempre un hombre barbado, siempre con el ánimo de demostrar su libertad a través de diversas formas y tamaños.
Ese es el meollo del asunto: la libertad.
Porque cuando uno se da cuenta, de pronto, que lleva dos décadas y media de trabajo ininterrumpido en ciertos pasillos corporativos, y que de buenas a primeras se ha liberado de esas reuniones de pesadilla cargadas de números rojos y de qué carajos más hay que recortar para reducir costos y gastos, el amanecer al día siguiente tiene una transparencia sin paralelo.
La tiene, de verdad. Sin exageraciones. Uno imagina entonces a esos colegas del piso de arriba mirando gráficas sangrientas de barras y, sin importar que el bolsillo del pantalón ande más austero y que la palabra quincena pierde el melódico significado que un poco antes tenía, la sensación de libertad llega como un delicioso baño de agua caliente.
La libertad tiene forma de barba
Tras rediseñar mis caminos llegó ese día en que uno se amotina contra el rastrillo y la máquina de afeitar. Váyase al diablo, cara lavada y planchada, que ha llegado el momento de dejar crecer las expresiones capilares de la libertad: peinar con una toalla lo que queda de la melena y mirar crecer esos pelitos en el rostro reafirmaban, sin apoyo de ningún manual de autoayuda, este discreto ejercicio de autonomía e independencia.
Y tampoco hacía falta asomarse a ninguna biblia de estilo masculino. Me bastaba mirar que las canas tan ausentes en mi cabeza crecían como hiedras en la incipiente barba para convencerme de que la paleta dicromática germinada, de pronto, en mi rostro, me tenía absolutamente sin cuidado. Lo relevante en este caso era la declaratoria de principios: me dejo crecer la barba porque me da la gana.
Hay un periodo en que este gozo de libertad se interrumpe por la comezón. La segunda y tercera semanas son etapas de constante rascado, porque uno no está habituado quizá a la súbita liberación. Hay que hacer caso omiso, atender algunos mínimos consejos o bien rascarse sin pudor alguno.
Yo hice esto último. Esa etapa se supera, la comezón se calma y el pelo ya se acomoda naturalmente en el rostro. Las rascadas se vuelven en caricias. Y esas caricias que se regala uno mismo en la barba tienen un efecto adicional, una suerte de momento de iluminación: alivian el estrés. La conjunción de los dedos pulgar, anular y medio de la mano izquierda (soy zurdo), deslizados hacia arriba y hacia abajo en la barbilla, acompañados de un par de inhalaciones y exhalaciones, crean un pequeño oasis de serenidad . No importa qué necedades esté diciendo tu interlocutor, el ejercicio de respirar y transitar los dedos por los palitas de la barbilla es impecablemente efectivo.
Ahora me veo en el espejo y noto, si acaso, que el acto de liberación y de autonomía tiene un solo límite: cada día me parezco más a mi padre.