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Cuando la vida te sorprende con un hijo con síndrome Down

Rebeca Cruz es maestra de profesión, esposa ocupada y mamá comprometida con la educación y crianza de dos maravillosos niños, Esteban de casi 4 años e Isabella de 14 meses. Con el siguiente relato Rebeca comparte con nosotros lo que ha aprendido desde que se convirtió en mamá de su primogénito Esteban, un chico curioso, activo, valiente y con síndrome de Down. Todos podamos aprender lo que ella y Esteban tienen para enseñarnos a todos.

Hace tiempo que no escribo, no sé si la musa me abandonó o simplemente he estado muy ocupada para escucharla. Los últimos años de mi vida han sido intensos; es hora de plasmar mis pensamientos y mis vivencias. ¿Qué me motiva a hacerlo? Una nueva etapa que se acerca, un nuevo lugar, un futuro lleno de esperanza o simplemente, es hora de compartir mis experiencias.

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Para ser exacta, hace 47 meses -después de 24 horas de espera y tres en trabajo de parto- mi corazón se detuvo. Se congeló ante el silencio más profundo jamás escuchado. Lo único que me recordaba que estaba despierta era su llanto fuerte, el de mi primogénito. No entendía tanta confusión, por qué el silencio, por qué cerrar las puertas, "No le digas", "Espera tres días para anunciarlo". ¿Por qué me miran con tristeza? ¡Nació mi hijo, hay que celebrar!

Al ver el rostro de pánico de Will (mi esposo, quien no se espanta por nada; emergenciólogo al fin) y sus ojos como si hubiese llorado un mes en un segundo, entendí que mi mayor temor se había hecho realidad. Un diagnóstico inesperado lo cambió todo, mi hijo amado nació con síndrome de Down; trastorno genético causado por la presencia de una copia extra del cromosoma 21 (o una parte del mismo), en vez de los dos habituales, por ello se denomina también trisomía del par 21.

La mayoría de las personas tienen 23 pares de cromosomas, es decir, un total de 46. Pero los bebés que nacen con  síndrome de Down tienen un cromosoma de más (47 en vez de 46), o bien un cromosoma provisto de una parte adicional. Este material genético sobrante ocasiona problemas en la forma en que se desarrollan sus cuerpos y presentan una predisposición mayor a ciertas condiciones.

Esas dos palabras derrumbaron nuestros sueños, nos taladraron el alma, nos desgarraron el corazón. Me estremecí al escucharlas de boca de mi esposo. Le tocó la peor parte, diagnosticar a su hijo recién nacido, darme la noticia, sostenerme aún sin fuerzas. Literalmente me desgarré. Mi útero se rasgó y tenían que llevarme a sala de operaciones, sentí que no me quedaba nada. 

La imagen en mi mente fue la de un hombre de 40 años agarrado de la mano de su madre caminando por el mall. ¡Qué poco sabía del tema! Las clases que había tomado en la facultad de educación no me prepararon para esto; ni siquiera los monitoreos prenatales pudieron percatarse del "error genético", como le llaman los científicos. Esperábamos a un varón con un fémur largo, con un corazón sano, en fin... nuestro hijo. 

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Yo no cumplía con el perfil de las madres de niños con síndrome de Down. Tres días antes del alumbramiento cumplí mis treinta y tres años; jovencita, con rebeldía de 18. El miedo me arropó, mi pecho se vació, me llené de lágrimas... grité y grité. Mi mente se fue en blanco hasta que recordé la estúpida definición que todos repiten ‘aprenden a su paso’, ‘lo puedes poner en un centro’, ‘pueden trabajar’.

No fue hasta que lo vi, hasta que lo tuve en mis brazos, que mi corazón comenzó a latir fuera de mí para jamás volver a su lugar. Me enamoré. Mi niño amado justo como te soñé. Hermoso, saludable, con un poquito de papá y otro poquito mío, valiente, obstinado; como se lo pedí a Dios.

Celebramos, nació nuestro sol, el príncipe de la casa; Esteban Eduardo. Lo importante no era nuestro corazón sino el suyo y estaba perfecto, latía con muchas fuerzas, dispuesto a enseñarnos a vivir. Desde ese instante entendimos que jamás volveríamos a ser iguales, pero ¿para qué ser iguales si podemos ser únicos?

De eso mi niño se ha encargado en este tiempo, para él no hay patrones, ha creado los propios; no es típico en ningún aspecto.

Hasta hoy Esteban ha alcanzado sus peldaños de crecimiento como cualquier niño de casi cuatro años: corre, canta, habla y comprende dos idiomas, pelea, se enoja, ama, ríe y me contagia. Su lugar favorito sigue siendo mis brazos (la teti, que lo calma todo) cuando se acurrucas en mi pecho es cuando más valiente soy.