¿Planchaba bien Virginia Woolf?
A ninguna mujer se le recuerda por hacer bien las labores domésticas, sino por ser transgresoras.


Y yo, que soy ama de casa —o pretendo serlo como mejor puedo—, madre de dos infantes, esposa y escritora (el orden de los factores no altera el producto), no puedo hacer otra cosa que darle la razón.
Costo de oportunidad
Al principio, al leer tales aseveraciones e Marías pensé, como muchas de esas mujeres que contestaron enfurecidas, que la labor doméstica y la crianza son pilares importantísimos que no deben menospreciarse. ¡Menudo trabajo es ocuparse de cada pequeño detalle para que no falle el engranaje de un hogar! Y lo peor del caso es que a los ojos de todos pasa desapercibido. Qué ingrato es el trabajo doméstico. Si lo hace uno en su casa, nadie le da la mayor importancia, pero si acudes a casa ajena para realizar el trabajo, se te paga por ello.
Lo malo del trabajo doméstico es que hay que hacerlo —se quiera o no—, si no se quiere vivir en una pocilga o en medio de un auténtico caos organizacional. Es entonces en donde entra, como dirían los economistas, el costo de oportunidad.
Una actividad económica
Gracias a los alemanes, que hacían encuestas de todo y que para nuestra suerte aún se conservan, sabemos que en 1881 se realizó el primer censo en donde no se consignó el trabajo en el entorno familiar como actividad económica. De un total de 98%, según el censo del año anterior que consideraba a hombres y mujeres, la actividad de la mujer cayó al 42% en 1881. Menos de la mitad. A partir de la Revolución Industrial se consideró “actividad económica” únicamente al trabajo remunerado. Por tanto, todas esas mujeres que se dedicaban a cuidar la huerta, preparar conservas para no pasar hambre en invierno y demás actividades necesarias para la economía familiar en aquella época, dejó de considerarse un trabajo. Porque trabajo es lo que se hace fuera del hogar.
La injusta desigualdad
Pero bueno. Una decide trabajar fuera de casa, pues para eso ha estudiado tantos años. Y entonces, No son remuneradas de la misma manera que los hombres. Es decir, por el mismo trabajo se paga menos. Eso, en mi pueblo se llama: injusticia.
La brecha salarial entre géneros es de aproximadamente un 27%. Incluso las actrices de Hollywood cobran menos que sus colegas masculinos. En los pasados Oscar, Patricia Arquette exigió igualdad de sueldos y Jennifer Lawrence acaba de reclamar al darse cuenta de que le pagaron la mitad que a su compañero de reparto Bradley Cooper.
Y bien, dirán algunos, les pagamos menos porque las mujeres solicitan reducción de jornada. ¿Y por qué piden trabajar menos horas? Pues porque las mujeres se ven forzadas a realizar dos trabajos: uno por el que les pagan y otro por el que, con suerte, le regalarán un electrodoméstico el día de las madres.
Pero una piensa que si todas las demás pueden, será porque está haciendo algo mal, y pone algo de su parte y recurre a los libros de autoayuda. En esos libros, las soluciones que se ofrecen siempre son basadas en decisiones personales: organízate, aprende a negociar con tu marido/jefe, haz listas. Toda la responsabilidad se le pasa nuevamente a la mujer.
Pero, ¿por qué se deja la esfera de lo familiar casi en exclusividad a la mujer? A parte de parir y dar el pecho, territorio exclusivamente femenino, el hombre está perfectamente capacitado para realizar también labores de cuidado. ¿Por qué entonces se asume que esa es una labor femenina?
¿Planchaba bien Virginia Woolf?
Eso nunca lo sabremos, ni nos importa. ¿Por qué? Porque ninguna mujer ha pasado a la historia por ser buena ama de casa, sino por ser transgresora. Ella, Woolf, fue de las primeras en decirlo alto y claro: para que una mujer pueda escribir (o realizar labores más allá del ámbito doméstico) necesita un salario y un cuarto propio. Un espacio en donde poder ser productiva, alejada de las tareas que vienen aparejadas por una simple cuestión de género.
El mundo ha cambiado. La igualdad no consiste en tener las mismas opciones que los hombres, sino en que los hombres también realicen labores entendidas como “femeninas” sin que se les caiga la barba por ello. Que se lo digan si no a los escandinavos, que gozan de un permiso de paternidad de meses a compartirse entre el padre y madre. Porque también es injusto que por ser varón se le niegue al padre la posibilidad de ver crecer a sus hijos y convertirlo a él en un simple proveedor.

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