El gobierno de México tiene cosas más importantes de que ocuparse hoy en materia de política exterior, pero se aproxima una nueva crisis diplomática en torno al desastre de Venezuela. Uno no escoge los temas; los temas lo escogen a uno. México tendrá que adoptar una definición dolorosa para un gobierno tan timorato y anacrónico como el de Enrique Peña Nieto.
Llegó la hora de las definiciones en el tema de Venezuela
“Lo que suceda finalmente en el seno de la OEA, no puede ser al costo de la neutralidad, indiferencia o temor de México de tomar partido”.


El pasado 14 de marzo, Luis Almagro, el Secretario General de la OEA (uruguayo y ex-canciller del Frente Amplio), presentó su segundo informe sobre Venezuela. En un documento de 73 páginas, expuso con todo detalle las características de la situación que impera en ese desdichado país.
Almagro concluyó: “El régimen venezolano viola todos los artículos de la Carta Democrática Interamericana... está lleno de abusos, violaciones de derechos, restricción de las libertades civiles, políticas y electorales, pobreza, hambre, privación de libertad, tortura, censura y todo el catálogo de violaciones de la dignidad política, social y personal... (vive una) crisis humanitaria... a una escala inaudita en el Hemisferio Occidental”.
Por ende, Almagro exige que en un plazo de 30 días se celebren elecciones libres, se cambie la composición del órgano electoral, y sean liberados todos los presos políticos. De lo contrario, pedirá a la OEA que, invocando el Artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana, suspenda la membresía de Venezuela en dicha organización.
Para ello se requiere el voto de las dos terceras partes de los 34 integrantes. La Carta fue invocada ya en junio de 2009, cuando el episodio de la destitución de Manuel Zelaya en Honduras. Firmada en 2001 en Lima por todos los gobiernos del hemisferio, incluyendo el de Hugo Chávez, su propósito es claro: impedir colectivamente la ruptura del orden constitucional en América Latina, y generar consecuencias si se produce tal ruptura.
Almagro ya intentó invocar la Carta el año pasado. Paradójicamente, fue el gobierno de Obama, y en particular el Subsecretario de Estado Tom Shannon, quienes lograron torpedear la iniciativa. Argumentaron que convenía darle tiempo al esfuerzo mediador de José Luis Rodríguez Zapatero, apoyado por el Vaticano. A pesar de que Brasil y Argentina ya habían abandonado su postura de defensa incondicional de Nicolás Maduro el esfuerzo no prosperó. Hoy tal vez sí.
Perú, Brasil y Argentina probablemente vean con buenos ojos el proyecto. Trump ya se comunicó con los presidentes de Brasil y Chile, por lo menos, para informarles del cambio de posición de la Casa Blanca e instarlos a votar a favor.
Desde 2007, México ha tenido dos posturas frente a la tragedia venezolana. La primera, vergonzante y vergonzosa, del expresidente Felipe Calderón y de la primera parte del sexenio de Peña Nieto, que consistió en hacerse de la vista gorda frente a los crecientes atropellos del gobierno venezolano en materia de elecciones, derechos humanos y corrupción. En una palabra: complicidad pura con la dictadura.
Cuando llega Claudia Ruiz Massieu a la cancillería mexicana, las cosas comienzan a cambiar. Recibe a la esposa de Leopoldo López, crítica los abusos de Maduro y adopta una actitud más digna. Hoy Videgaray debe escoger entre la postura pusilánime del primer tercio del sexenio, o rebasar la de su predecesora. O apoya el esquema de Almagro, con Brasil, Argentina, Perú, Estados Unidos y Canadá, y vota a favor de la aplicación de la Carta; o se opone al proyecto frontalmente; o a la mexicana, se hace guaje.
Es posible que si avanza la iniciativa de Almagro, Venezuela, Bolivia, Nicaragua y tal vez El Salvador y Ecuador (dos países cuya divisa nacional es el dólar) opten por salir de la OEA. Tampoco sería tan grave; preferible que Venezuela sea suspendida, o acate las condiciones del Secretario General. Pero no al costo de la neutralidad, indiferencia o temor de México de tomar partido.
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