En la epidemia de opioides, el adicto es víctima de múltiples victimarios

“Por un lado, está el sistema médico y farmacológico, que lo induce al uso de una sustancia altamente adictiva; por otro, la sociedad en su conjunto, que lo condena y segrega por esa misma adicción”.

Manifestación en Nueva York pidiendo un cambio en la asignación de recursos en la lucha contra la epidemia de opioides.
Manifestación en Nueva York pidiendo un cambio en la asignación de recursos en la lucha contra la epidemia de opioides.
Imagen Getty Images

Se dice que hemos perdido la guerra contra las drogas. Más allá del simplismo y hasta pobreza de la metáfora (no sabemos quiénes pelean, contra quién se pelea o en qué consiste la victoria, o la derrota, entre otras cosas), podemos usar la figura para tratar de entender la trágica y tan mentada epidemia de opiáceos. La guerra contra las drogas es una frase que data de los años ochenta, cuando fue una suerte de slogan tras una conceptualización moralista y punitiva del adicto, liderada por la entonces primera dama, Nancy Reagan. “Simplemente di no”, era el motto usado en aquel entonces, eludiendo la complejidad de la adicción y poniendo el énfasis en el modelo moral que considera la fortaleza de carácter como principal antídoto contra las adicciones.

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¿En esta actual epidemia, quién perdió y quién no pudo, simplemente, decir que no? Se estima que la adicción a los opiáceos en Estados Unidos (incluyendo analgésicos prescritos y recetados) ha escalado substancialmente en los últimos años. Concretamente, algunas estadísticas indican un aumento de casi un 500% en dicha adicción. Además, se estima que cada día mueren 91 estadounidenses a causa de sobredosis de opiáceos, lo que las convierte en la primera causa de muerte accidental en Estados Unidos, superando el número de muertos por arma de fuego y accidentes de tránsito.

Los Centros de Control de Enfermedades de Estados Unidos (CDC por sus siglas en inglés) consideran este incremento en la adicción a los opiáceos la más letal en la historia del país. Es interesante observar que esta epidemia no fue causada por carteles de drogas foráneos, ni por bacterias, virus o bacilos. Sus causas son 100% nacionales, made in the USA, pero arrastran, de modo concomitante, a carteles internacionales de drogas que, se estima, multiplicaron significativamente su producción de heroína (datos del Centro Nacional de Inteligencia sobre Drogas, NDIC por sus siglas en inglés), con vistas a venderla en el mercado estadounidense, lo que hace de esta plaga un círculo vicioso.

Esta epidemia está, por supuesto, basada en cuestiones subjetivas de los adictos, pero parece responder más a asuntos propios del sistema médico estadounidense, marcado por el exceso y la preferencia en la prescripción de opiáceos –como la oxicodona– para tratar todo tipo de dolores. Se estima que el 60% de los fármacos opiáceos que se abusan se obtienen de un médico, incluso para el tratamiento de dolores menores. Puede concluirse que esta epidemia es una tragedia causada por el sistema médico y las compañías farmacológicas, instituciones, ambas que, históricamente, han favorecido y presionado para flexibilizar las normativas sobre los opiáceos y hacer su dispendio más accesible. Industrias que, además, se favorecen a partir del incremento de dicho consumo.

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Curiosamente, antes de la década del ochenta los médicos mostraban una clara reticencia al uso de opiáceos, muy conscientes de sus capacidades adictivas, de su rápido desarrollo de tolerancia o acostumbramiento y sus intolerables síntomas de abstinencia. Recordemos que la tolerancia y la presencia del síndrome de abstinencia son claves para definir adicción. Luego de que la tolerancia se instala, los analgésicos producen con rapidez efectos no deseados y potencialmente letales, como disminución del ritmo cardíaco y respiratorio, con su consecuente falta de oxigenación a órganos vitales. La falta de la sustancia (abstinencia), luego del acostumbramiento, produce una variedad de síntomas (síndrome) físicos y psicológicos. Más aun, las habituales interacciones con otras sustancias, como el alcohol o los sedantes, incrementan sustantivamente los peligros propios de los opiáceos y pueden fácilmente causar la muerte.

Durante de la década del ochenta (con su ímpetu de guerra contra las drogas y su arenga) fueron los médicos y la industria farmacológica los que no pudieron decir que no y promovieron, vehementemente, el uso de analgésicos a base de opiáceos. Así, de un modo muy dramático, el paciente se volvió inusitadamente pasivo, luego adicto. Ciertamente, la adicción es un negocio, para algunos. Siempre del otro lado del adicto hay alguien que lucra y se beneficia con esa adicción. Sin adicto, no hay negocio.

Hoy, el debate sobre la epidemia se ha centrado en cuestiones de regulación y accesibilidad, tanto como en las consecuencias de la adicción para la sociedad en su conjunto. Se ha esgrimido políticamente, culpándose unos a otros por su desborde y explotándolo en el discurso proselitista, elucubrando teorías de causa y efecto que ponen en evidencia un vacío social enorme en el abastecimiento de servicios de salud mental, en general. Lo cierto es que, dicha epidemia se vuelve evidente por sus consecuencias en la salud pública (como el nacimiento de bebés con síndrome de abstinencia neonatal) y en cuestiones socio-económicas (aumento en la criminalidad y el desempleo), lo cual reclama, urgentemente, por una solución multidisciplinaria que dé cuenta de su complejidad y emergencia. Hay gente sufriendo, hay gente muriendo. ¿Qué más hace falta para actuar ya?

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Esta epidemia tiene un causante objetivo que responde a las industrias médico-farmacéuticas, a una lógica socio-política y a un marco conceptual reduccionista y punitivo del adicto. La falta de disponibilidad de tratamiento en conjunto con la estigmatización del adicto, complejizan aún más la cuestión. Otro condimento es la validación profesional (el lugar primordial e incuestionable de autoridad que tiene el médico, el discurso del amo, diría Hegel) que prescribe y legitima el uso de una substancia propuesta como efectiva y, además, legal. El adicto entonces es víctima de múltiples victimarios. Por un lado, del sistema médico y farmacológico, que lo induce al uso de una sustancia altamente adictiva, por otro, de la sociedad en su conjunto, que lo condena y segrega por esa misma adicción frente a la cual, presuntamente, no tuvo el temple para rechazarla. Además, es también víctima del discurso político, que lo utiliza como objeto de empeño, pero no se ocupa de él. Peor aún, el adicto es víctima de sí mismo y de su propia adicción.

¿Quién se detiene a pensar en el aspecto subjetivo, en el individuo adicto y trata de entender qué le pasa? Sin lugar a dudas, la adicción es una cuestión muy compleja y es muy difícil pensar en una definición objetiva y universal; el concepto abarca cuestiones psicológicas, biológicas, socio-económicas, políticas, morales, institucionales y antropológicas, entre otras. Pero, resulta necesario analizar ese ámbito privado en donde el adicto crea una relación con ese objeto, que lo seduce y lo destruye, al mismo tiempo. Ese objeto que lo cautiva con la promesa de calmar dolores, del cuerpo y la psiquis, pero que le depara una inminente auto destrucción.

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Quiero reformular la metáfora de la guerra y el motto de “simplemente no”. En esa dialéctica entre cura y destrucción, el adicto se refugia en una intoxicación crónica, que elige, impulsivamente, luego de haber sido inducido a su toxicidad. Es el adicto, no el estado, el que pierde la guerra frente a un sistema (médico, farmacológico, político) que no supo decir que no a las recompensas más mezquinas.

Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.