Cómo escapé dos veces en un día de las aguas que desató Harvey sobre Houston

La colaboradora de Univision Noticias en Houston vio su casa progresivamente inundarse y tuvo que evacuar a su familia, uniéndose a los miles de damnificados de la crisis creada por la tormenta tropical Harvey que se cebó varios días sobre la ciudad de Texas.

Uno de los muchos complejos de apartamentos en Houston que se han visto afectados por la crecida de las aguas tras por causa de las lluvias torrenciales que generó Harvey.
Uno de los muchos complejos de apartamentos en Houston que se han visto afectados por la crecida de las aguas tras por causa de las lluvias torrenciales que generó Harvey.
Imagen Scott Olson/Getty Images

AUSTIN - Texas, La tarde del jueves 24 de agosto, una de mis mejores amigas, María José Barros y yo bromeamos sobre el huracán Harvey en mi auto, rumbo a la escuela de mi hijo mayor en el oeste de Houston, donde vivimos.

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“Que exageración, siempre le ponen tanto color a todo y al final no pasa nada”, le dije acerca de la tormenta que se cernía sobre la costa de Texas y que advertín que dejaría graves inundaciones.

Nunca habría imaginado que tan sólo cinco días después ambas estaríamos nuevamente juntas en un auto, ahora con nuestras familias a bordo, rumbo noroeste, a Austin, escapando de una inundación por segunda vez en 24 horas. Atrás dejaba mi casa, mi refugio, mi paraíso.

Mientras me mantuve en Katy, había albergado la esperanza de seguir en ella capeando la tormenta. Pensé que sería difícil, que enfrentaríamos días encerrados, que cuando volviera el sol, saldríamos secos de nuestro hogar.

Pero desde que el huracán tocó tierra en Texas comenzó una pesadilla. La angustia y la ansiedad no me dejaron ni un sólo día.

En menos de una semana tuve que evacuar a mi familia dos veces escapando del agua y terminé en Austin, a casi 200 kilómetros de mi hogar, planificando el regreso a esa casa nuestra que dejamos inundada.

Viernes y sábado, expectativa

En previsión de Harvey y sus lluvias seguí todas las instrucciones de las autoridades. Llené mis autos de gasolina, compré agua y comida para varios días, busqué el lugar más seguro de la casa para resguardarnos de los tornados, activé todas las alarmas necesarias para estar informada exactamente de cada minuto en el paso de Harvey.

La lluvia, el viento y las alertas comenzaron a ser parte de mi rutina. Con cada aviso de tornado, veíamos exactamente cuál era el área afectada y si estábamos en el paso corríamos a encerrarnos en el baño del primer piso o en mi clóset del segundo piso.

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En un espacio de un metro cuadrado, mis dos hijos, Christopher y Alexander; Héctor mi marido y mi sobrina Sarita (quien tuvo la mala suerte de venir de Chile a visitarme justo ahora), esperábamos pacientes a que terminara la alerta.

Ese viernes y el sábado los tornados fueron mi principal temor. En una entrevista, un chileno de Missouri City me relató cómo antes que llegara el tornado sintió el sonido de un tren y me aseguró que esa era una señal clara de que estaba muy cerca.

Así que con cada alarma yo buscaba el sonido, bien para alimentar o para alivianar mi angustia, mientras mis niños simplemente me preguntaban por qué una vez más teníamos que encerrarnos.
Al menos ellos lo encontraban divertido. Nosotros tratábamos de no mostrar cara de preocupación.

Domingo, aguaceros

Cuando Harvey descendió de huracán categoría 4 a tormenta tropical, respiré tranquila. Pensé que lo peor había pasado y que sería cuestión de horas para que la situación mejorara.

Aunque las autoridades insistían en que el peligro de inundación era alto, yo, optimista, les escribí a mis amigas en Katy para decirles que “hay que mantener la esperanza. No nos inundaremos”.
Pero el domingo la lluvia no dio tregua. Nuestra calle comenzaba a convertirse en río. Las escuelas cancelaron clases y varias zonas ya estaban inundadas.

El año pasado habíamos tenido varios días de lluvias tormentosas que también convirtió la calle en un río. Pero en horas el drenaje se hizo cargo del agua.

Hora tras hora, la situación empeoraba. Comencé a desarmar todo mi primer piso. La misma casa que siempre trato de mantener ordenada y limpia, se convirtió en un campo de batalla. Saqué todos los electrodomésticos que pude de la cocina. Subí los juguetes de los niños, los adornos, sillas, los libros, los cuadros de la sala.

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Iniciamos un plan para mantener la casa a salvo. Protegimos las puertas. Sellamos las entradas, las ventanas, las salidas de electricidad. Subimos toda la comida, agua, pañales, etc., al segundo piso y nos preparamos para vivir ahí por varios días.

Pensamos que podríamos estar sin electricidad, mientras las calles se despejaban. Si el agua comenzaba a filtrarse por alguna hendidura, la contendríamos con toallas y baldes.
Esa noche casi no dormimos, revisando alertas, pero la lluvia dio un leve descanso y eso aumentó nuestra esperanza. El agua comenzó a descender. Creímos que lo habíamos logrado.

Lunes, evacuación

Tres días después de la llegada de Harvey, la lluvia intensa volvió y el agua subió nuevamente, poco a poco.

“Por favor que pare de llover”, le rezaba a Dios una y otra vez. A pesar de la lluvia, al mediodía del lunes el agua en mi calle no llegaba más arriba que un metro del suelo.

Las autoridades comenzaron desde temprano a hablar de las represas Addicks y Barker. Enfatizaron cómo estaban en su máxima capacidad y se corría el peligro de derramarse de manera descontrolada. Poco a poco comenzaron a hablar de una “liberación controlada” del agua.

Esa decisión condenó nuestra casa. Había que escoger una zona para liberar el agua de Barker y sacrificaron a cientos de edificaciones en la zona de Cinco Ranch que estaban en el perímetro de la represa, la mía incluida.

El agua comenzó a subir en una lenta y extenuante agonía: a las 2PM llegada al primer árbol de mi jardín; a las 3PM estaba en la puerta de mi garaje, a las 4PM, en mi entrada; a las 5PM llegó a mi puerta.

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De pronto comenzó a salir un sonido de burbujas desde el escusado del primer piso. Lo sellamos y mi marido fue a revisar drenaje del pozo séptico del jardín. Había explotado.


En cuestión de segundos comenzó a salir agua de todos lados. Entre las baldosas, el piso de madera, la chimenea. Desesperados pusimos toallas en cada lugar donde veíamos agua y corríamos de un lugar a otro estrujándolas en un balde grande, en una batalla que pronto entendimos que estaba perdida.

Mi esposo corrió a apagar la electricidad y traté de subir las últimas cosas al segundo piso. Mis hijos, ahora preocupados, clamaban arriba por mi atención. Alexander quería bajar a ayudar y meterse al agua marrón. La casa olía a desagüe.

En el segundo piso comenzamos a preparar mochilas con las cosas esenciales. Documentos, pasaportes, computadores, agua, comida, pañales.

Contra los cocodrilos


Habíamos pensado en ese momento. En cómo sacar a nuestros hijos de la casa sanos y salvos ahora que salir en nuestros autos no era una opción.

Un colchón inflable que habíamos colocado preventivamente en el patio era nuestro medio de escape. Los niños irían en el centro, junto con los bolsos, pero sabíamos que era inestable.

Nosotros caminaríamos al lado, aunque sabíamos que el agua podía tener insectos, serpientes y cocodrilos, que comúnmente habitan los ríos en las cercanías de nuestro vecindario.

“Llevaremos cada uno un cuchillo”, le dije a mi sobrina Sarita. “Si nos ataca un cocodrilo, la persona que esté libre lo acuchilla y el tercero sostiene a los niños”, le expliqué. Ahora pienso lo irreal de esa frase. Pero en ese minuto estaba dispuesta a todo.

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Salí a hablar con mi vecino por la única ventana que no habíamos tapado en la casa y le pregunté qué haría. Me explicó que su casa aún no se inundaba y se quedaría ahí.

Le dije que nosotros nos iríamos por los niños y me dio un flotador para asegurarlos en el centro del colchón.

Entonces escuché una voz que venía desde la calle inundada: “¿alguien necesita ayuda?”. Comencé a caminar rápido hacia el centro de la calle.

Ayuda anónima

Ni siquiera recuerdo hasta donde me llegó el agua. Sólo recuerdo que me afirmé en el flotador de mi vecino.

“¡Ayuda!” grité y de pronto apareció una lancha a motor con dos rescatistas que parecían pertenecer a algún equipo de rescate militar o del estado, porque tenían la típica lancha color marrón con una siglas en su costado.

“¿Cuántos son?” me preguntó. “Cinco, dos niños y tres adultos” respondí. “Deben salir ahora”, me dijo. Estacionaron la lancha encima de mi cerca de madera, que a esta altura flotaba en mi patio.

Subimos a los niños a la lancha. No alcancé a ponerles una chaqueta. Llovía torrencialmente y hacía frío. Mis hijos tiritaban.

Cuando todos estábamos en la lancha, Christopher, estático, miraba a todos lados sin entender lo que estaba pasando. Alexander dijo “mamá no quiero el agua dentro de la casa, no quiero irme”.

La lancha comenzó a andar y miré por última vez mi oasis, ahora cubierto de agua sucia, con por lo menos 50 centímetros de agua entre sus paredes.

Perdí todo por lo que trabajé por tantos años, pero me siento afortunada. Mi marido, mis dos hijos y mi sobrina están vivos. Mi hijo se durmió abrazado de mi cuello esa noche.

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Perdí mi casa, pero me di cuenta que la llevo conmigo a todas partes.