Los estadounidenses ya habían expresado su voluntad. Ese había sido el gran alivio de diciembre: la mayoría de los ciudadanos prefería volver al respeto, la educación, las instituciones, la diversidad y la tolerancia.
A un año de la pesadilla, que es mejor no olvidar
"El país fundado por desterrados, en la mayor apertura religiosa de la era moderna, refugio de perseguidos, abanderado de la democracia y la libertad, corría el peligro de ser secuestrado por un líder populista que defendía valores supremacistas, negaba el cambio climático y prácticamente había roto las alianzas legendarias de Estados Unidos con Europa y la democracia occidental".

Pero el líder populista que habitaba la Casa Blanca aún estaba en ejercicio del poder. Desde Venezuela y otros lugares del planeta uno recibía mensajes de amigos que le trataban de tranquilizar: no te preocupes, es Estados Unidos, ¿qué puede pasar?
Y uno sabía que sí, que el riesgo era real. Las instituciones estadounidenses venían de aguantar cuatro años de bombardeos. La fiscalía había sido neutralizada, el sistema de justicia cubierto con centenares de jueces en todas las instancias con una bandera política muy específica, muchos de los nuevos congresistas, más que republicanos, eran trumpistas fanáticos y, lo peor, el exmandatario no había aceptado la derrota.
Se había empeñado en demostrar en más de 60 procesos judiciales (desestimados todos por tribunales de todo el país y en todas las instancias) que las elecciones le habían sido robadas. El dos de enero se había sabido de una llamada en la cual le pedía al gobierno estatal de Georgia que le consiguieran esos 11,000 votos y un poco más que hacían falta para voltear los colegios electorales correspondientes y alterar el resultado de los comicios presidenciales. No se podía pedir mayor prueba de que el magnate de Nueva York estaba dispuesto a mucho, los linderos de la ley no le importaban ya.
El seis de enero sería la prueba de fuego: los resultados colegiados vendrían de cada estado al Congreso para ser certificados por las dos cámaras y reconocer, de un poder a otro, al nuevo presidente electo, Joe Biden. Era una ceremonia antigua, protocolar, de rutina, un homenaje a la historia que, de pronto, se había convertido en un arma de quien no pretendía abandonar la Casa Blanca.
Mike Pence, una figura resbaladiza, conservador, pero quien jamás se opuso a ninguna de las innumerables arbitrariedades de su jefe, lo había intentado todo para encontrar un asidero legal con el cual, al menos, aplazar el proceso. Pero no lo había conseguido. Luego se supo que fue el mismísimo Dan Qualyle, vicepresidente de George Bush senior, quien, firme y contundentemente le había dicho que ni se le ocurriera continuar con el intento inconstitucional.
Pero ya la furia de la antipolítica, endulzada y nutrida por más de cuatro años, estaba desatada. Los movimientos racistas, supremacistas, blancos, fanáticos, de Quanon, pro armas, reclamaban su voluntad, invocaban a Dios, a la idea de la confederación (sí, la idea de los tiempos en que imperaba el esclavismo), para que Donald Trump se quedara en el poder.
Una emocionalidad que se creía por encima de la ley, de los partidos, de las instituciones, de la voluntad de la mayoría, de la democracia. Que no le importó la convivencia con el otro ni la fotografía que ese día dio Estados Unidos al mundo.
Habían pasado cuatro años siendo alimentados desde el verbo imprudente de Donald Trump, el mismo millonario que no paga impuestos y que había sido acusado al menos en 15 ocasiones por abuso a mujeres.
Entonces las profecías tantas veces diluidas comenzaron a materializarse. Miles de seguidores del ex mandatario llegaron a Washington, muchos desde días atrás, primero a asistir a un rally con su líder, candidato perdedor, quien los había arengado para rebelarse contra quien reconociera la victoria de Joe Biden.
Horas más tarde, comenzó el desastre: enardecida, la muchedumbre venció una increíblemente escuálida e indefensa guardia del Capitolio.
Las horas pasaban y empezaron a sumarse los heridos, a forzarse puertas, a vencerse barricadas. También empezaron a contarse los muertos. Los grupos trumpistas se tomaban las oficinas de los congresistas, que habían sido repentinamente protegidos en un sótano. Los extravagantes protestantes rezaban y gritaban a Dios en la mitad del hemiciclo, algunos disfrazados, otros se robaban piezas del edificio, muchos otros destrozaban o hurtaban documentos.
Donald Trump miraba los eventos desde una fiesta, con música, pantalla a todo dar, sus hijos mandaban mensajes de euforia y celebración.
En tanto, uno observaba, e inevitablemente la pregunta rondaba como una hipótesis fatídica: ¿tanto dolor que costó dejar el país que nos dio las primeras luces para que nuestros hijos crecieran en una democracia libre, y ahora también ellos y sus padres volverían a perder frente a sus ojos la posibilidad de vivir en una nación civilizada?
Cuando tanto amigo digital decía de buena fe que no había de qué preocuparse pues daban por descontado que las instituciones resistiría, uno, que ya lo había vivido, como millones, sabía que las instituciones no son entelequias, sino normas y procedimientos repetidos muchas veces hasta hacerse inapelables. Pero una vez está en el poder quien alimenta y premia la idea de burlar la institucionalidad, la institucionalidad flaquea. Se requiere de mucha cultura amalgamada para resistir el sismo. Y el sismo había sido fuerte.
Ha sido quizás el peor de los días que ha podido vivir la política estadounidense para un inmigrante que sabe lo que es perder la democracia.
La idea de estar viviendo la misma pesadilla que ya era raro vivir una vez en la vida, otra vez, era verdaderamente atemorizante.
Fueron días de mucho trabajo. Madrugadas en vilo entre los resultados, y la angustia abrumadora.
Cuatro años atrás habíamos vivido un duelo enorme por la llegada de Trump a Washington. Y las predicciones se habían hecho realidad: incluso admitido por él, no estaba dispuesto a dejar el poder, se preparaban decretos de emergencia y otros ardides para perpetuarse en el poder que ahora se conocen.
Sobre el destino de muchos de nosotros, quienes emigramos empujados por la disolución de la democracia en nuestro terruño original, acechaba la idea de perder no sólo ya tu propio país, sino ahora, además, el país de tus hijos. Y es verdad que las historias de los países no se repiten, que uno no puede ver fantasmas de su pasado a todos lados donde mira, es un ejercicio que uno hace de manera permanente. Pero las causas del estrés postraumático con el que tanto había luchado, se volvían a materializar. Semejante pesadilla era tan improbable de repetirse como cierta frente a mis narices.
Por momentos, las duras lecciones que había dejado ser extranjero, se habían hecho insuficientes. Parecía haber más.
El país fundado por desterrados, en la mayor apertura religiosa de la era moderna, refugio de perseguidos, abanderado de la democracia y la libertad, corría el peligro de ser secuestrado por un líder populista que defendía valores supremacistas, negaba el cambio climático y prácticamente había roto las alianzas legendarias de Estados Unidos con Europa y la democracia occidental.
En la película del futuro de mi vida pasó la historia de vivir en un país con un nuevo Putin, aliado y admirador, además, del Putin original. Y como alternativa, la incertidumbre mayor: volver a hacer maletas, desenraizarse otra vez, comenzar de nuevo de cero.
Es lo mismo que le pasó a decenas de miles de cubanos que se habían ido a mi país, Venezuela, décadas atrás huyendo del castrismo, para que al final de la historia les esperara su pupilo. Un absurdo e insólito karma.
Hoy es el aniversario de una pesadilla que estuvo a punto de arruinar la vida de cientos de millones de personas en Estados Unidos y en el mundo. El recordatorio de que ninguna institución es invencible y siempre vale la pena cuidarlas. El aviso patente de que las democracias están en amenaza constante, porque la libertad resulta muy tentadora para los sentimientos humanos más primitivos y tribales.
Es una pesadilla latente, que es mejor temer y no olvidar, para evitar que se apodere de la realidad.
Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.








