El tango escenario versus el tango milonguero

Por Diego Jemio, desde Buenos Aires
En los pasillos, el aire está viciado. El olor del gel fijador del pelo se mezcla con el polvo del maquillaje. La tensión por salir al escenario va en aumento. “Pareja número 224. ¡A probar pista!”, ordena una mujer, músculos tensos y carpeta en mano.
En otros rincones del Centro Cultural La Usina del Arte del barrio de La Boca, hay parejas ensayando pasos, probando vestuarios o haciendo ejercicios de estiramiento. Más allá alguien le saca un brillo imposible a los zapatos. Es día de ronda clasificatoria del Mundial de Tango en la categoría Escenario, la más buscada por los bailarines.
En un momento de expansión del tango en el mundo, ganar el título en Buenos Aires es para muchas parejas una gran vidriera para poder vivir de esta danza.
Uno de ellos es Cristian Correa, finalista del Mundial en 2009, 2010 y 2011. Cree que ésta, la edición de 2015, es su gran oportunidad, junto a su nueva pareja de baile -y en la vida- Lea Barsky.
“No todo el mundo puede bailar el tango como lo hacemos nosotros. Es cuestión de técnica, entrenamiento y muchas horas de estudio de las coreografías. Mi pareja viene de la danza clásica y su técnica me permite ir más allá de los límites del género”, dice Correa, nacido en la provincia argentina de Córdoba.
Se ve en el ensayo antes de salir al escenario, en el vestuario y en la preparación. En todo, hay una gran puesta en escena que, en apariencia, tiene poco en común con aquel tango que nació en los suburbios. La sensualidad se traduce en vestidos escotados y la coreografía en grandes saltos y piruetas. En suma: el tango que se vende en cualquier show en Buenos Aires, por el que los turistas pagan hasta 200 dólares, con una cena carnívora para hacer honor al país.
“ Mucha gente grande dice que distorsionamos el tango. Creen que es pecado hacer un truco o levantar una pierna porque en el salón se baila al piso. Pero el tango está vigente porque alguna vez se subió al escenario y dio la vuelta al mundo”, agrega Correa.
Su pareja, Lea, alemana residente en Nueva York, es más contundente con el juicio: “Hay gente que dice que esto no es tango. Vos podés odiar a Picasso, pero no te atreverías a decir que no es arte. Todo depende de lo que quieras mostrar. El tango escenario es imagen”.
A lo largo del día, por la Usina del Arte, pasarán decenas de parejas. Todas impecables, en un teatro impoluto y con jueces mirando con aire de solemnidad. La gran mayoría sube con una propuesta hiper sensual, varones con perfil de macho argentino peinado a la gomina y chicas con medias de red.
“ Es el tango postalero (de las postales turísticas). Ejecutan la pasión mediante gestos crispados, mirada penetrantes, músculos en tensión, manos masculinas que se posan sobre muslos, colas y pechos femeninos, bocas que se acercan anticipando el beso. Y piernas que se abren en ángulos improbables”, lo definió la antropóloga y bailarina María Julia Carozzi en su reciente libro “Aquí se baila el tango”.
Para algunos, el tango escenario no es otra cosa que la repetición hasta el infinito de ese cliché, una fórmula exitosa en Argentina y el resto del mundo.
Claro que hay otro tango, hijo de aquel que se bailaba en las salas de espera de los prostíbulos, entre criollos, gauchos, mulatos y negros. Hay algunos lugares de Buenos Aires en los que todavía se baila aquel tango reo, bien al piso, sin firuletes ni maquillajes.
Tango desde 1893
“Esto es auténtico. El tango escenario es todo rebuscado. Todo firulete. Un show para los extranjeros. ¡Acá se baila al piso!”, dice Mirta Reynal, mientras apura un vaso de vino en Los Laureles, un bar, restaurante y milonga que funciona en el barrio de Barracas, al sur de la ciudad, desde 1893.
Su voz rota -una voz trasnochada, de arena y cigarro negro- se pierde en la música del salón; ella baila tango y entona algunos clásicos en la peña de cantores del lugar, donde se suben intérpretes vocacionales y otros que alguna vez fueron gloriosos. Acá se pasan discos de pasta en una fonola antiquísima, las paredes están descascaradas y el mostrador repleto de botellas que acumulan tierra desde hace décadas.
Bailar al piso es una expresión que los milongueros -los que asisten a las milongas tradicionales de la ciudad- usan mucho. También dicen “ bailar chiquito”. En la milonga, a diferencia del escenario, la pista se comparte. Entonces, los pasos son breves y el abrazo estrecho.
El abrazo es una de las pocas cosas que tienen en común el tango escenario y el de salón. Aunque en éste último, el contacto no se pierde nunca. “Acá no se divaga -agrega Mirta- ni se vuela como en los escenarios. Hay que sentir el piso y la tierra”.
Ricardo Valverde es uno de esos bailarines al piso. Lleva un traje de otra época, pero impoluto. La mirada seductora. La cara surcada por los años y por el trabajo en la construcción que hace en su pueblo San Pedro, que está a 160 kilómetros de Buenos Aires.
Viajó para el Mundial de Tango, pero prefiere pasar sus noches en milongas como éstas. Después de cenar, inaugura el baile con un abrazo íntimo. El contacto con su compañera es estrecho y los pasos naturales como una caminata en dueto; las figuras son mínimas y fugaces. Hay algo tan cerrado y liviano en ese encuentro que resulta difícil imaginarlo arriba de un escenario. Valverde nunca deja de abrazar.
“El abrazo no se corta jamás. Ni para hacer una acrobacia ni por nada en el mundo. ¡Nunca puede largar a la mujer, amigo! Eso existe en músicas como la cumbia, el rock o el tango escenario. Pero acá no”, dice Valverde “¿Sabés qué hace de un bailarín un buen bailarín? -pregunta Mirta y apura la respuesta. Hacer lucir a la dama y bailar con el alma”.
Aunque parezcan irreconciliables, muchos bailarines y estudiosos que hablan de un “ tango salonario”, usando un juego de palabras entre salón y escenario. Las dos formas de bailarlo se cruzan y se abrazan como si fuesen una pareja milonguera.
La historia de esta música no es otra que la de un viaje, desde los márgenes porteños -como el barrio donde está Los Laureles- hasta París y Broadway a principio del siglo XX. Recién en esos años, después del éxito foráneo, fue adoptado por las clases altas porteñas.
Hoy, ese viaje se sigue reeditando y la tensión se mantiene vigente. Las parejas profesionales viajan a Europa para ganar mejor y regresan a Buenos Aires. En sus ratos libres, van a las milongas a charlar con los viejos, pisar la madera de las pistas históricas y “bailar chiquito”, sin espacio para tanto firulete ni estridencias.
Hay otras historias más pequeñas, que no están impulsadas por el profesionalismo del escenario ni por las acusaciones de desnaturalizar al género de los tradicionalistas. En ese mismo pasillo de la Usina del Arte, donde el aire es denso y todos estiran los músculos antes de salir a escena, Ana María Campistrus y su esposo Martin Mondre esperan sentados en un rincón. Ella es uruguaya y él alemán.
“ Por el tango nos conocimos y enamoramos” dice la mujer, sosteniéndole la mano a su pareja, que la mira embelesado. Es la primera vez que compiten en la categoría Tango Escenario en el Mundial. Saben que no tienen ninguna chance de ganar. Y les importa muy poco.
“Sabemos que la gente joven tiene más éxito. Son ellos los que darán la vuelta al mundo con el tango. Pero nosotros queríamos demostrar que, a nuestra edad, es posible”, agrega Ana María.
Después de su actuación, vuelven juntos y saciados a los camarines. Tienen una sonrisa abierta al mundo después de bailar Esta noche de luna, un tango de los años 40 que cuenta una bella historia de amor. Un cuento rosa que bien podría ser el de ellos. Todavía flotan en el aire esos versos: Acercate a mi y oirás mi corazón contento latir como un brujo reloj. La noche es azul, convida a soñar, ya el cielo ha encendido su faro mejor.