El obsceno arte callejero que ha sorprendido a Bruselas

Inmensos y explícitos murales han comenzado a notarse sobre las paredes de la ciudad, pero no todo el mundo está molesto con ellos.

El arte urbano se ha hecho parte del paisaje común de Bruselas, pero algunos artistas están generando polémica.
El arte urbano se ha hecho parte del paisaje común de Bruselas, pero algunos artistas están generando polémica.
Imagen EMMANUEL DUNAND/AFP/Getty Images

Debido a la acción de un artista callejero anónimo, maestro del explícito, vastas secciones del centro de Bruselas han devenido esencialmente en zonas no aptas para menores de 18 años. Desde mediados de septiembre, murales no autorizados representando varias partes del cuerpo humano comenzaron a irrumpir sobre las paredes de la capital belga, provocando –¿no es esta una de las finalidades del arte?– reprobación y risitas nerviosas.

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No es solo el contenido de estos murales lo que impacta más en la gente, es también su enorme verticalidad (y la elevada calidad de la imagen). Una de estas pinturas permite ver un ano (y lo sabemos porque encima están, deliberadamente borradas, letras de la palabra “Zanussi”). Esta imagen es tan desproporcionada que parece, con una frialdad pasmosa, una araña gigante al acecho de su próxima víctima ( no te desplaces hacia abajo con el mouse si no deseas ver esto).

Como era de esperar, las autoridades belgas han recibido más de una queja. Al menos un grupo de propietarios de edificios, en el plazo de unas pocas semanas, quiere haber concluido la repintura de una de las piezas, nada menos que un descomunal pene incrustado sobre una pared blanca. Quizá no menos predecible sea la petición, que ya anda dando vueltas, de salvar de la destrucción esa misma representación fálica.

¿Está bien que la gente defienda el carácter explícito de estos murales? Es difícil discutir contra quienes preferirían no tener que abrir cada mañana sus cortinas y ver semejante espectáculo. Pero, al mismo tiempo, existe una larga y documentada tradición del grafiti urbano obsceno que se remonta, por lo menos, a la extinta Pompeya. Es probable que estos también hicieran virar los ojos de los antiguos romanos, pero si ninguno hubiera sobrevivido, la civilización sería aún más pobre.

A su vez, los autores de la demanda en favor del mural ejecutan una interesante defensa: las pinturas sirven como contrapeso del –y también como crítica– “nada meditado arte callejero turístico impuesto a los residentes de Bruselas” (ojo: a continuación, otra imagen no apta para menores).

Y tienen parte de razón en eso. El arte público es a menudo empleado por las autoridades municipales con el fin de embellecer los muros urbanos, con artistas profesionales o semiprofesionales contratados para rellenar los espacios vacíos que, de otra manera, quedarían abandonados a garabatos ocasionales y grafitis sin orden ni concierto. Bruselas no es una excepción dentro de esta tendencia, y su arte callejero es promovido en su principal sitio web turístico.

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Tales murales, oficialmente aprobados, podrían ser mejores que una pared en blanco. Lo que no son, en cambio, es una anárquica recuperación del espacio público (o al menos públicamente visible) para una expresión personal o política, el punto de vista fundamental del cual provino el arte callejero no oficial. Ellos simplemente imitan ese estilo. Y la gente que realmente quiere un rescate anárquico del espacio público encontrará, eventualmente, maneras de subvalorar estos murales oficiales y parodiarlos.

Visto así, los explícitos murales de Bruselas vienen a ser una suerte de comentario sobre cómo está cambiando el papel del arte callejero en las ciudades europeas. Bajo el auspicio oficial, está yendo desde una forma creciente de subvertir el poder establecido (de abajo arriba), hasta el verticalismo inherente en los propietarios y las autoridades de las ciudades controlando (de arriba abajo) el aspecto exterior de un edificio o un espacio.

Pero eso no significa que estos murales deberían permanecer. Incluso el más resuelto defensor del carácter subversivo del arte público tiene que admitir que, en la capital belga, los peatones no deberían ser obligados a clavar la mirada en un ano gigante. Además, el arte de protesta que se permite algún tipo de protección oficial deja de ser automáticamente de protesta. Autorizar la continuidad de estas pinturas sería, digámoslo sin rodeos, el modo más devastador de contravenir los propósitos de este artista anónimo.

En su lugar, hagamos a este lascivo muralismo un saludable recordatorio: incluso si las principales ciudades europeas se convierten, cada vez más, en vitrinas de abundante riqueza (en la forma en que los barrios residenciales lo eran hace una generación más o menos), esa transformación en curso todavía se enfrenta a cierta resistencia estética. Y, de vez en vez, esta será obscena.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés en CityLab.com.