Venezuela: del populismo a la dictadura

Los ciudadanos venezolanos lograron con el plebiscito del 16 de julio una protesta ciudadana sin igual contra la Asamblea Nacional Constituyente convocada por el presidente Nicolás Maduro para el próximo domingo 30. La Constituyente es un golpe de Estado anunciado, sin disfraz, por todo el medio, y militar.

Activistas anti gubernamentales son arrestados por miembros de la Guardia Nacional durante enfrentamientos en Caracas el 27 de julio de 2017.
Activistas anti gubernamentales son arrestados por miembros de la Guardia Nacional durante enfrentamientos en Caracas el 27 de julio de 2017.
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El pasado domingo 16 de julio, los venezolanos llevaron a cabo un plebiscito contra la Asamblea Nacional Constituyente convocada por el presidente Nicolás Maduro para el próximo domingo 30. Poco más de siete millones y medio de personas participaron dentro y fuera del país para protestar la convocatoria.
Lo que hicieron es un evento único por varias razones.

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En primer lugar, fue un acto de rebelión civil, típico y a la vez inédito, en la era del “autoritarismo competitivo” del siglo XXI. La oposición venezolana descubrió, contra la tiranía del siglo XXI, un arma que no existía contra las tiranías anteriores: la realización autónoma de un referéndum nacional para derrotar una dictadura y restituir la legalidad.

La dictadura chavista se disfrazó siempre de democracia, aunque desde el inicio recurrió al golpe de Estado, como fue el caso de la Constitución de 1999. En aquél entonces se trató del texto legal de una parcialidad política, el chavismo, y no del conjunto de la sociedad, y su fin era lograr la permanencia de Chávez en el poder y disolver el Congreso Nacional recién electo, para así poder asaltar el aparato estatal.

Pero antes de llamar a la elección, Chávez consultó a todos los venezolanos si estaban o no de acuerdo con su convocatoria a una Asamblea Constituyente. Eso no la hizo democrática, porque siguió siendo el proyecto de una parcialidad, en mayoría en aquél momento. Pero por lo menos tuvimos la oportunidad de rechazar su realización. No la aprovechamos.

En esta ocasión, Maduro y el chavismo no-disidente convocan unilateralmente una Asamblea Nacional Constituyente en sus propios términos (no los de distintas partes que llegan a un acuerdo de convivencia), con el fin de crear un estado corporativo y comunal y acabar con el sufragio universal y la democracia representativa.

Las bases de la convocatoria sitúan a ese órgano por encima de cualquier ley y de la constitución vigente, con la facultad de disolver los poderes públicos, y podrá incluso destituir a Maduro y sesionar a perpetuidad, instaurando un modelo de facto de institucionalidad provisional indefinida. No es la expresión de un país soberano: a diferencia de 1999, esta vez se trata de un ukase presidencial que no cuenta con la aprobación popular. Un golpe de Estado anunciado, sin disfraz, por todo el medio, y militar. Porque el gobierno de Maduro es un gobierno militar, y tras la Constituyente está el militar Diosdado Cabello.

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En Venezuela nos encontramos ante un sistema dictatorial (porque no hay equilibrio de poderes ni cortapisas a la voluntad del chavismo), que hasta ahora toleraba las elecciones (porque las ganaba), y la existencia de un Parlamento (porque lo dominaba). Así es el “autoritarismo competitivo”: es competitivo sólo mientras vaya ganando. Un patrón que se repite en varios países.

La segunda razón, es que se trató de una hazaña sin líder ni héroe. Tal como hicieron los antiguos griegos al repeler a la armada persa, en menos de 13 días millones de venezolanos arrimaron el hombro a una batalla democrática sin necesitar instrucciones ni órdenes de nadie. Sucedió en Venezuela, y se replicó en todo el mundo: cada quien supo lo que había que hacer en el momento indicado por su mera condición de ciudadano.

Descoordinada y productivamente. En menos de dos semanas esta agregación de individuos logró organizar un evento electoral en Venezuela y en el extranjero con la participación de 7,5 millones de electores, a pesar de contar con sólo 2,000 centros de votación, a pesar de la intimidación y la violencia, y del apagón informativo al que tiene el gobierno sometido al país y por el cual mucha gente no se enteró del plebiscito.

La virtud y la fortaleza de la oposición es no tener un líder. Que el chavismo vea en esto un problema y una carencia expresa suficientemente el abismo que separa a los venezolanos.

Es cierto que el plebiscito no contó con las salvaguardas de una elección regular. Era posible el voto repetido, y no había una contraparte o una instancia independiente que diera fe de la autenticidad de los resultados, puesto que fue la consulta de una parcialidad. Pero estos defectos eran inherentes a la forma de la convocatoria, porque estamos ante un acto de rebelión civil contra un gobierno que se ha colocado al margen de la ley, y se realiza por lo tanto al margen de la institucionalidad, como iniciativa ciudadana. Por definición, el gobierno no puede tener representantes en él.

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La tercera razón es que el plebiscito prescindió de una serie de fetiches electorales venezolanos. Por primera vez desde la introducción del sufragio universal en nuestro país no hubo militares tutelando la elección en las calles, ni en los centros de votación. El voto volvió a ser manual, lo cual no impidió que cada centro tuviera sus resultados mucho antes de lo usual en Venezuela. No hubo colas estáticas por horas, se pudo votar también con el pasaporte, no se usaron las humillantes máquinas captahuellas, y por último, no hubo la llamada “ley seca” que prohíbe el expendio y consumo de licores durante todo el fin de semana de una elección. El efecto liberador fue percibido por todos. Y entendido como una lección a futuro.

Hasta entonces, las elecciones en nuestro país parecían tener lugar bajo estado de sitio.

Por contraste, para la elección del próximo domingo 30 de julio, el gobierno de Maduro y su apéndice electoral cargarán con los mismos déficits del plebiscito popular el 16 de julio, porque no hay una contraparte que pueda dar fe del proceso, pero magnificados. Por un lado, porque que en este caso no se trata de un acto de rebelión, sino de que el gobierno y su partido PSUV utilizarán todo el poder del Estado por ellos secuestrado para acabar con todo vestigio de vida republicana.

Y por otro lado, porque teniendo al petroestado en su poder habrá más oportunidades de manipulación y fraude: el gobierno cuenta con 14,000 centros de votación, en un proceso sin garantías de ningún tipo. A través del código QR del carnet de la patria, y una feroz y masiva campaña de intimidación se busca obligar a empleados públicos y beneficiarios de programas asistenciales a votar contra su voluntad, de ser necesario. Y los militares, las captahuellas, las máquinas de votación, la coacción, el acoso, la opacidad y la ley seca los habrá, todos, en la elección del domingo 30.

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Los ciudadanos venezolanos lograron con el plebiscito del 16 de julio sembrar lo que pudiera ser la semilla de la revuelta contra la contrarrevolución populista y antirrepublicana que azota al planeta. Los países democráticos tienen que entender que no pueden seguir desatendiendo este problema. El papel jugado por el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, apunta a un cambio en este sentido.

Quienes no quieren poner límites a Maduro, no tendrán la presencia de ánimo para enfrentar los fascismos de izquierda y derecha que surgen como “autoritarismos competitivos”. Los venezolanos sabemos de eso. No esperen a aprender de sus propios errores, basta con los ajenos. La estación final de todo populismo es la dictadura.

Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.

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