El gobierno del presidente Biden se halla bajo intensa presión de la dictadura de la familia Castro, sus cómplices y sus compañeros de viaje para que revierta la política sobre Cuba hacia la triste componenda que promovió el presidente Obama. El meollo de aquella política fue desvincular los derechos humanos de las relaciones con La Habana, tal y como Bill Clinton hiciera con China en los años 90 y Donald Trump más recientemente con Arabia Saudita y otras tiranías, entre otros (malos) ejemplos. Es una postura que facilita la explotación y represión de los pueblos aherrojados mientras erosiona el prestigio democrático de Estados Unidos.
Cuba en la agenda de Joe Biden
"El gobierno de Biden no debería renunciar unilateralmente a algunas de las sanciones al régimen que adoptó el gobierno de Donald Trump, sino usarlas como instrumento práctico y disuasivo para motivar mejoras en la conducta del régimen. Ningún represor castrista debería formar parte de las negociaciones o recibir autorización para visitar Estados Unidos".


A solo un mes de la presidencia de Biden, proliferan las propuestas para que reanude indiscriminadamente las relaciones con el régimen castrista. Se publican artículos capciosos que libran a La Habana de responsabilidad en el apoyo a dictaduras afines, movimientos subversivos e incluso los ataques a diplomáticos de Estados Unidos y Canadá. Pronto vendrán las previsibles descalificaciones de los exiliados cubanos y las sobadas encuestas que supuestamente demuestran cómo hasta los mismos exiliados apoyamos cualquier contubernio con nuestros verdugos y los verdugos de nuestras compatriotas en la isla.
Para mayor preocupación, Biden ha subido a la nave de su gobierno a algunos de los funcionarios que, durante años, negociaron la reanudación básicamente incondicional de las relaciones con la familia Castro sin transparencia ni explicaciones oportunas a los estadounidenses. Esta vez, sin embargo, el nuevo presidente debería inspirarse en su larga experiencia en política exterior y sus múltiples recorridos por América Latina para trazar una política más inteligente, sensible y moralmente justificable que fomente los intereses de Estados Unidos y, a la vez, los derechos humanos y el bienestar de los cubanos.
Esa deseable política debería comenzar por consultar con líderes de la oposición interna y activistas humanitarios en la isla sobre cuál sería el mejor curso para seguir en las futuras relaciones con La Habana. Debería continuar con otra amplia consulta entre diversos sectores de la comunidad cubanoamericana de Estados Unidos, la cual suele tener criterios divergentes sobre las relaciones con La Habana, pero coincidir en lo fundamental: el deseo de propiciar la libertad, la democracia y el bienestar de los cubanos en la isla. La futura política debería basarse asimismo en el hecho constatable de que la principal motivación de la vieja guardia que controla al régimen castrista es preservar a toda costa su poder omnipotente e ilegítimo.
¿Qué características fundamentales debería tener una política realista, efectiva y defendible hacia Cuba? Una sería sumar al diálogo sobre las relaciones con la isla a líderes de la oposición interna y activistas de derechos humanos y exhortar a La Habana a dialogar con ellos. Otra sería exigir la liberación de todos los presos políticos y el reconocimiento oficial de las organizaciones independientes de la emergente sociedad civil cubana que luchan, en condiciones muy precarias, por la transformación pacífica de Cuba. Una tercera sería condicionar cualquier negociación o concesión al cese de la represión, la cual no para de intensificarse en la isla. Una cuarta consistiría en demandar que La Habana reconozca derechos fundamentales de los cubanos, como los de libre asociación, expresión y manifestación pacífica.
El gobierno de Biden no debería renunciar unilateralmente a algunas de las sanciones al régimen que adoptó el gobierno de Donald Trump, sino usarlas como instrumento práctico y disuasivo para motivar mejoras en la conducta del régimen. Ningún represor castrista debería formar parte de las negociaciones o recibir autorización para visitar Estados Unidos. Washington, de hecho, podría invocar la Magnitsky Rule of Law Accountability Act de 2012, mejor conocida como la Ley Magnitsky, para sancionar financiera y diplomáticamente a represores castristas, como en la actualidad hace con decenas de matones rusos, saudíes y de otros países sometidos a dictaduras.
A la vez, el gobierno debería suavizar gradualmente sanciones que perjudican más a las familias cubanas que al régimen que las explota, como ciertas restricciones en los viajes de cubanoamericanos a la isla y el envío de remesas y ayuda humanitaria. Washington podría insistir en que esa ayuda se canalice por vías independientes, como las que ofrecen las iglesias evangélica y católica, para evitar que el régimen continúe apropiándose de ella para sus propios fines políticos.
Hace apenas unos días, la Casa Blanca sostuvo que su política hacia Cuba se guiará por dos principios: “Primero”, declaró la secretaria de prensa Jen Psaki, “apoyo a la democracia y a los derechos humanos, ese será el meollo de nuestros esfuerzos. Segundo, los estadounidenses, especialmente los cubanoamericanos, son los mejores embajadores de la libertad en Cuba”. Son principios sensatos y justos en los que las personas de buena voluntad podrán coincidir. El diablo, sin embargo, estará en los detalles de las medidas que el gobierno tome para hacer realidad esos principios.
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