¿Por qué marchamos?: Las protestas de mujeres contra Trump vistas por una experta en salud mental

“Marchamos para conectarnos porque necesitamos, casi desesperadamente, ese enlace con el otro, para combatir la impotencia y la desesperanza”.

Miles de mujeres se reunieron en Washington el 21 de enero de 2017 en defensa de sus derechos.
Miles de mujeres se reunieron en Washington el 21 de enero de 2017 en defensa de sus derechos.
Imagen Getty images

Uno de los presidentes menos populares de la historia acaba de tomar posesión del poder, literalmente y con toda la dureza de la semántica. Lo que debería haber sido una experiencia fausta, al menos en su sentido simbólico, se ha transformado en una carrera contra la angustia. Frente a este hueco abierto por una retórica perturbadora y cínica, cientos de miles de personas alrededor del mundo han decidido marchar.

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Esto no es un dato aleatorio. No. ¿Por qué decidimos marchar? ¿Por qué necesitamos marchar? ¿Por qué queremos marchar? ¿Por qué terminamos marchando?

Más allá de la eficacia y el efecto que marchar pueda producir, o no. Más allá del cínico presagio y la mirada estrábica del que enuncia que “marchar no va a producir ningún resultado o cambio”, el mero hecho de protestar tiene un motivador interno, una causa.

El que marcha piensa, evalúa y explora: ¿Cuáles son las ramificaciones y consecuencias de estos hechos en mi vida? ¿Qué debo hacer para adaptarme a estos desafíos hostiles? ¿Qué puedo hacer ahora? Estas preguntas –o síntomas– se conocen, habitualmente, como ansiedad. Entonces, con un ojo en mi misma y otro en el nuevo mundo que se me presenta y, en lugar de hacer terapia, decido marchar.

Dentro de todas las constelaciones de ideas que habitan en las marchantes, la angustia parece presentarse como una reacción común y compartida. Marchar resulta, entonces, en un modo de lidiar con la impotencia, para promover optimismo, esperanza y darle cuerda a la creencia ingenua, pero avasallante, de que el cambio puede ser posible. Un modo de actuar sobre la realidad, un mecanismo para alimentar nuestra capacidad de hacer y una creencia en que nuestras acciones no pueden cambiar el mundo, pero si nuestro propio mundo. Marcho, entonces, para cambiar mi experiencia del mundo porque me reconozco insuficiente para poder cambiar el mundo. Por eso necesito del otro, para que complete, me valide y me empodere.

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Como en un romance revolucionario, pretendemos cambiar nuestros pequeños mundos, juntas. La marcha, entonces, resulta ser más analgésica –y ansiolítica– que una matriz intencionalmente designada para erradicar injusticias. Opera sobre un vacío y paga el precio, en la medida en que actúa sobre una realidad inmanejable y enorme, que la supera. La marchante cree que el poder puede ser maleable y que se le puede dar golpes a la legislación, al decreto, al absolutismo. Es una idea revolucionaria y liberal que vence la impotencia pero nos confronta con la insuficiencia. Al menos hoy.

Marchar es una estrategia de adaptación. Primero y principal, porque es una forma de expresión y un intento de comunicar, anunciar; es un discurso, un dialogo con muchos interlocutores diciendo lo mismo. Expresar, compartir y ventilar: procesos fundacionales de cualquier terapia. Son, además, dispositivos saludables para enfrentar un proceso de angustia, porque producen alivio y otorgan sentido.

Compartir es legitimar. Es un credo romántico, pero no en asintonía con la marcha. Precisamente, protestar sólo busca reconocimiento y empatía. En la rebelión contra el arrebato, la marcha fortalece nuestra auto estima, validando principios y creencias. Vociferando nuestra indignación, compartiendo una angustia idéntica, mantenemos y reforzamos nuestros valores y creencias.

Entre la masa alienada podemos, paradójicamente, encontrarnos a nosotras mismas, en la otra, forjando un sentido de pertenencia y de identidad y, en un efecto espejo, construirnos y consolidarnos. La fantasía de creer que “somos una” se convierte en un sentimiento de adecuación, que funciona como fuente de auto estima e identidad. En el otro, con las otras, compensamos lo que nos falta. Y, el mantra de “no estoy sola” se convierte en un lema de supervivencia.

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No estoy sola, anhela la marchante, añorando aquella identidad social que incremente su capacidad de entender quiénes somos, los roles que ocupamos y cómo somos percibidas por los otros. En la marcha, ya no pregunto ¿quién soy? Sino… ¿quiénes somos? Y en la respuesta, me encuentro a mí misma.

Las mujeres somos porosas, permeables. Nuestros valores, constantemente erosionados y boicoteados. Siempre con derechos en peligro y sufriendo prácticas de dominación tan ancladas en nuestros hábitos sociales, que casi se vuelven imperceptibles. Sometidas al mismo tribunal, debimos seguir circulando para seguir avanzando.

Entonces, marchamos para conectarnos porque necesitamos, casi desesperadamente, ese enlace con el otro, para combatir la impotencia y la desesperanza. El vínculo: otro dispositivo terapéutico y sano. Necesitamos continente, una aprobación que nos vuelva resilientes, nos rehusamos a aislarnos o desarmarnos. Así, protestar nos provee de un espacio para el coraje, la acción y para recobrar sentido en este mundo al revés.

Apelamos a marchar para recibir el soporte emocional necesario para lidiar con sentimientos de injusticia, inequidad, indignación y pánico frente a la amenaza sobre nuestros derechos sustantivos, históricamente amenazados, propios, íntimos pero que nos pueden arrancar, tan fácilmente. Frente a esa angustia desbordante, aparece el confort en la sensación superlativa de que otros sienten lo mismo. Y, ese vínculo tenaz, sobrepasa y vence el dolor.

Estos mecanismos no se traducen en la idea de que “mal de muchos, consuelo de tontos”. Por favor, no juzguen, como frugal o irrelevante, aquellas cosas que simplemente no aceptan o comparten, argumentando cuestiones que parecen lógicas pero que sólo justifican y racionalizan un desdeño, probablemente basado en prejuicios y sistemas rígidos de creencia.

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Es posible que marchar denote una fantasía –no un delirio– . Tal vez, parezcamos algo infantiles, así, perdiendo nuestra individualidad en la masa, bajo el hechizo hipnótico de nuestros ideales. No importa, nos da alivio psicológico.

Somos más que la suma de nuestras partes; somos una horda descontenta en búsqueda de consuelo colectivo –en lugar de terapia de grupo–. Esto no presupone un sesgo condescendiente o un falso consenso. Sencillamente, necesitamos un abrazo alentador y fraternal más que un resultado eficaz. Por ahora.

Marchar es un una estrategia de afrontamiento, un mecanismo de defensa, un instrumento que nos ayuda a convertir esta locura en desafío, en vínculo, en código de género, en un acto de amor, en lugar de una amenaza.

Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.