La lucha contra los símbolos de odio

“Continuar utilizándolos para evocar con nostalgia el pasado esclavista y racista es un insulto a la inteligencia y la sensibilidad de los descendientes de esclavos y otras minorías”.

La bandera confederada ondea en el recinto del Congreso de Carolina del Sur, antes de que las autoridades ordenaran su retiro.
La bandera confederada ondea en el recinto del Congreso de Carolina del Sur, antes de que las autoridades ordenaran su retiro.
Imagen Getty Images

Para contrarrestar el odio a veces es necesario rechazar o destruir sus símbolos. En Estados Unidos llegó la hora de luchar sin cuartel contra los símbolos del odio que perduran desde la Guerra Civil, como las banderas confederadas –que son varias– los escudos y las estatuas de generales y líderes políticos del Sur. No es una lucha fácil, como suele ocurrir con todas las que se libran a nombre de causas importantes y justas.

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El Sur le declaró la guerra al Norte fundamentalmente por defender la infame institución de la esclavitud. Por fortuna la perdió. Pero desde entonces ha caído sobre el país una copiosa lluvia de revisionismo histórico según el cual los sureños esclavistas eran amables caballeros que trataban a sus negros esclavos como miembros de la familia y que en realidad luchaban por preservar un sistema de producción agrícola diferente al del norte en vías de la industrialización. Mentira piadosa, tal vez. Pero también peligrosa. Ha sido la base sobre la que se erigieron las leyes segregacionistas de Jim Crow, movimientos y grupos racistas como el Ku Klux Klan y los Aryan Brothers y carreras políticas incluso presidenciales que han retrasado el progreso social de nuestra nación.

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Desde Florida hasta Virginia, activistas cívicos están retando en las cortes y en las calles el derecho moral y legal que tienen los sureños a continuar ostentando sus símbolos de odio racial. Se han presentado demandas judiciales. Se han adoptado estatutos y leyes locales y estatales. Y se han realizado innumerables protestas para que nuestros compatriotas blancos no hispanos en el sur entiendan que esos símbolos no son inofensivos ni deberían evocar nostalgia, sino un repudio firme e inequívoco.

En algunos casos, estas estrategias han surtido el efecto deseado. Recientemente, por ejemplo, la ciudad de Nueva Orleans retiró de la vía pública tres estatuas confederadas y un monumento dedicado a la supremacía blanca. Un puñado de gobiernos estatales ha renunciado formalmente a ondear banderas confederadas en edificios públicos. Pero la mayoría aún ondea banderas que en sus diseños evocan alguna de las tres que usaron los llamados Estados Confederados de América durante los cuatro años de guerra civil. Entre ellos se hallan varios con grandes poblaciones de minoría étnica, como Alabama, Georgia, Mississippi y Florida, este último un estado en el que los hispanos se aproximan al 25% de la población total. En decenas de ciudades del sur, desde Texas hasta Florida, abundan las estatuas de los dudosos héroes políticos y militares del racismo sureño. Y centenares de sus calles todavía llevan sus nombres.

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En el mejor de los casos, los símbolos de odio pertenecen a museos y universidades donde es importante mantener viva la memoria de lo que fue la sangrienta guerra fratricida entre el Norte y el Sur, sus causas y efectos. Pero continuar utilizándolos para evocar con nostalgia el pasado esclavista y racista es un insulto a la inteligencia y la sensibilidad de los descendientes de esclavos y otras minorías. Las autoridades sureñas deberían inspirarse en los líderes y movimientos de liberación que en otras latitudes han destruido o retirado de circulación los símbolos de odio.

En África, las autoridades derribaron las estatuas del imperialista británico Cecil John Rhodes luego que Zimbabwe conquistase la independencia en 1980; lo mismo hicieron los estudiantes sudafricanos en Ciudad del Cabo en 2015. En Lituania, se retiraron de plazas y calles todos los símbolos de la ocupación soviética. Las estatuas de Lenin, Stalin y otros líderes comunistas han terminado en museos o parques temáticos allí y en otros países descomunizados, como Polonia, la República Checa y Alemania del Este. En la misma Rusia esas y otras estatuas y banderas soviéticas también se han confinado a museos o arrojado al proverbial basurero de la historia. Italia y Alemania depuraron hace décadas los vestigios físicos del fascismo y el nazismo, respectivamente. Y el derribo de una estatua gigantesca de Saddam Hussein fue uno de los momentos emblemáticos de la invasión multinacional de Irak que encabezara Estados Unidos en 2003.

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El culto a los símbolos de odio invariablemente lo perpetúa, a veces dándole formas más sutiles o menos evidentes pero igualmente perniciosas. Eso es exactamente lo que sucede en el sur, donde tales símbolos sobreviven en edificios estatales, plazas públicas, parques, calles e incluso en las casas y vehículos de millones de estadounidenses, dándoles un perturbador barniz de legitimidad a ideas y actitudes racistas y excluyentes. Ponerles fin es una tarea pendiente de todos los norteamericanos que valoramos la tolerancia, la igualdad y la concordia entre los grupos étnicos que integran a esta gran nación.

Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es). Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.