“Gracias, mamá”. Una mujer octogenaria, con tapabocas negro y la mirada tristísima me ofrece los tres o cuatro caramelos que le darán para llevarse algo a la boca, si logra venderlos. Como la mitad de los mexicanos, vive al día. Le doy una moneda y repite, pausada: “Gracias, mamá”. Me rompo por dentro pero sigo, imposible detenerme en la esquina que hoy le pertenece. La busco por el espejo retrovisor, culpable por no haber hecho algo más y lo único que veo es una bandera gigante a media asta. México, como el mundo, está en duelo.
Dos lunas llenas fuera de casa
La conocida periodista mexicana cuenta su experiencia durante la pandemia por el coronavirus, cómo salió de España camino a México y cómo, finalmente, volvió a Madrid.


I’m a turncoat. Soy una traidora. Apenas conocer la emergencia en Madrid me subo a un avión con mis dos hijas para alejarme medio mundo, mar de por medio; dejo todo aunque sé que nos alcanzará donde estemos. Mi hija de 5 años se divierte haciendo rimas, con algo la prepararon en el cole, días después monta un improvisado hospital de muñecas.
La mayor, de 12, empieza a manejar la idea de cubrirse la cara para evitar contagios. Ambas, estoicas, permanecen dentro de casa un día tras otro, semana tras semana, mientras el mundo gira y la curva no se aplana. Yo me pego a las noticias, deformación profesional al fin y al cabo, sintiendo que tengo control.
Qué ganas de estar en el frente de batalla del periodismo. El contador de internet me indica que mi promedio de uso es de más de nueve horas al día y las dos o tres veces que me despierto cada noche son pretexto para dar click al canal 24 horas que vomita cifras y me da para acelerarme más. Olvido el retenedor en casa y mis dientes están que revientan de tensión. Pero internet me ha salvado.
Soy una traidora. Apenas conocer la emergencia en Madrid me subo a un avión con mis dos hijas para alejarme medio mundo, mar de por medio; dejo todo aunque sé que nos alcanzará donde estemos.
No sé qué haría sin el apoyo emocional y las bromas que compartimos millones de grupos sobre nuestra situación en el mundo. Relaciones que se rompen, gorduras que se multiplican.
IFQ. It's- fucking-quarantine. A larga distancia mi esposo me dice: "Por favor, no hables así" y le contesto: "Hablo así". End of discussion.
Las actividades escolares a través de sus cursos virtuales les comen a mis hijas todo su tiempo. O no. Cuando pienso que los deberes de la pre-adolescente están al día, recibo una ola de notificaciones de maestros hablando de atrasos, inevitablemente algo no va bien. Llorando me dice: “Es que esto es tan nuevo”. Se refiere a todo, a todo.
Renuncio muy pronto al home schooling de la pequeña y me conformo con convencerla de rellenar dos páginas de letras en cada jornada. Lleva no sé cuánto tiempo sin quitarse la pijama o peinarse o la dejo deambular sin ropa y hacerse tatuajes con lo que encuentra a la mano. Limpio y muevo muebles con un fervor que conozco cuando estoy al límite, cocino platillos complicadísimos aun sabiendo que a nadie le importa. Decido contribuir con "la causa" elaborando mascarillas hechas a mano. Faltaba más, de sirenas y astronautas. Los mares agradecen que los humanos dejemos de infectar sus espacios pero los llenaremos de material no biodegradable. Quid pro quo.
Lista para correr la maratón de Tokio, mi cuerpo se queda a medias, en mi piel están grabadas más de 800 horas de entrenamiento. A mis años, correr uno de los "grandes" es decir palabras mayores. Con la falsa ilusión de que esto terminará pronto, me inscribo para el mismo evento en Madrid. Termino haciendo una carrera virtual de 10 km.
Aprendemos a celebrar un cumpleaños a larga distancia. El padre allá, nosotras aquí. Soplamos velitas a través de la pantalla. Compro una piñata mexicana pensando en que duraría una semana y las niñas acaban con ella en menos de quince minutos. Golpean, golpean, golpean como locas y el perro se les une feroz, desmembrando papel y cartón que terminan regados por todos lados. Los tres gruñen de satisfacción.
¿Es hora de volver? No sé cómo, o a qué. Pero aquí las cosas tampoco van bien, me dicen en casa que han recibido llamadas de extorsión. La emergencia no acaba con la delincuencia, los abrazos y besos presidenciales no sirven para nada. El miedo y no la enfermedad es motivación igual o mayor para que no salgamos.
En fin, lo decidimos. Visito a mi madre horas antes de volar de regreso a Madrid. Son casi dos lunas llenas estando tan cerca y sin poder verla, sabiendo lo que significaría contagiarla a sus 87 años. Muevo media casa y mi hija mayor me pregunta si estoy cansada, me conoce bien.
Durante días deseaba tener una versión light del virus, ese dolor de cabeza o la irritación de garganta que nos hiciera inmunes para que sus nietas pudieran abrazarla. Duermen en cambio y por precaución en un campamento organizado a su pie de cama. Felices. Otros no tuvieron tanta suerte. Lloran la pérdida de un abuelo muerto y solo y los deudos no saben qué hacer de todo ello.
De regreso en el primer vuelo abierto desde las Américas en siete semanas, los protocolos imposibles que denotan la joven aunque ya odiada nueva normalidad nos acercan a los olores de siempre y a la emergencia extendida. Todos nos deseamos suerte. Solo el abrazo de mis hijas me calma.
Nota : La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.








