Del canto de los pájaros al de las sirenas: cómo el covid-19 ha cambiado la vida en Nueva York

Las calles de la ciudad ya no huelen a tacos ni a pizza. La mayoría de los restaurantes han cerrado o solo atienden a través de la ventanilla. Los carros de comida han desaparecido de las aceras. Los barrios de rentas más bajas y con más altos índices de inmigración, como Corona, en Queens, o el sur del Bronx, son los más afectados por el covid-19. Las bolsas de basura crecen como volcanes en los días de recogida.

Marta Martínez's profile picture
Por:
Marta Martínez
Video Comienzan a llegar a Nueva York médicos de diferentes partes del país para luchar contra el coronavirus

NUEVA YORK, NY.- La otra tarde, encerrada en casa y sin saber ya ni qué día es, unos gritos me hicieron asomarme a la ventana. Eran gritos de ánimo acompañados de aplausos, entre tímidos y torpes, eran las 7:00 en punto. Asumí que los aplausos eran para agradecer al personal médico que está lidiando con la marea de enfermos covid-19 en Nueva York —donde vivo desde hace 10 años— como ya hace semanas que ocurre en España —mi país de origen—. Entonces me uní a la claca, que se quedó a medio arrancar. En el edificio de enfrente, un hombre alzó la mosquitera de su ventana, echó un vistazo rápido para asegurarse de que no ocurría nada malo, y la volvió a cerrar. De pronto se oyó el grito de una mujer: “¿Por qué estamos aplaudiendo?”.

La escena me pareció representativa de cómo los neoyorquinos están viviendo la crisis de salud pública que golpea duramente a la ciudad, epicentro de la epidemia en Estados Unidos, donde al día de hoy ya han muerto más de 3,000 personas y hay más de 67,000 casos detectados. A falta de directrices claras de las autoridades, que cambian con la luz del día, cada ciudadano hace lo que puede para manejar la descoordinación y la incertidumbre. Al final, si algo caracteriza a Nueva York es que es una ciudad de supervivientes.

PUBLICIDAD

Sigue las últimas noticias sobre el coronavirus

La evolución de la crisis en la ciudad se siente vibrar en todos los sentidos: oído, olfato, vista, en la ausencia de tacto. Desde que comenzaron las medidas de aislamiento, el paisaje sonoro se ha transformado. Con el silencio de los coches y de los aviones llegó el canto de los pájaros. Pero en los últimos días, este detalle esperanzador ha sido aplastado por las sirenas de las ambulancias, que ahora gritan día y noche sin descanso.

Las calles ya no huelen a tacos ni a pizza, porque la mayoría de los restaurantes han cerrado o solo atienden a través de la ventanilla. Los carros de comida han desaparecido de las aceras y me pregunto de qué vivirán ahora sus dueños, la mayoría inmigrantes.


Los barrios de rentas más bajas y con más altos índices de inmigración, como Corona, en Queens, o el sur del Bronx, son los más afectados por el virus. Las bolsas de basura, sin embargo, crecen como volcanes en los días de recogida.

Los cubrebocas, de todos los estampados y formas posibles, también se han multiplicado en las caras de la gente. Llevar guantes de plástico se ha vuelto una práctica común fuera de casa, incluso una muestra de respeto.

En el portal de mi edificio, cada día parece Navidad: cajas y más cajas con la sonrisa de Amazon apaciguan la ansiedad de los que no se atreven a salir a hacer la compra. ¿Y qué hay de los trabajadores que trajeron estos paquetes hasta aquí? Me pregunto cada día. Ahora, los paquetes llegan incluso los domingos. Los entregan el furgonetas pequeñas, sin etiquetas ni logos de empresa, de las que usan las familias numerosas.

PUBLICIDAD

Los encargos de comida en línea crecieron más de 65% a principios de marzo. Aplicaciones como Instacart están colapsadas para las entregas en la ciudad. Sin embargo, eso no ha reducido las largas esperas en los principales supermercados como Trader Joe’s o Whole Foods.

La aventura de ir de compras

En la cooperativa de Park Slope, que cuenta con más de 17,000 miembros, la cola da la vuelta a la cuadra a cualquier hora del día desde que se iniciaron las medidas de distanciamiento físico. Los clientes entran de cinco en cinco y la espera se puede alargar hasta 2 horas. Antes de entrar, un empleado da instrucciones a través del cubrebocas y urge a los ansiosos clientes que por favor no se entretengan al realizar su compra. Por si la ansiedad acumulada por la espera y las indicaciones no fueran suficiente, una vez dentro la escena es de película de ciencia ficción.

Video Por primera vez se reduce el número de muertes en Nueva York a causa del coronavirus en 24 horas


Primero hay que lavarse las manos con desinfectante, luego tomar una toallita para desinfectar el soporte del carrito o las asas del cesto, y seguir la ruta delineada para avanzar por los pasillos para evitar embudos. Los reponedores, con guantes, cubrebocas y gorro, parecen estar cumpliendo una condena y procuran mantenerse lo más alejados posible de los clientes. Los cajeros, todos igual de equipados, son la mitad de los habituales y se sitúan en mostradores alternos, para que haya más distancia entre ellos. Desinfectan todas las superficies – mostrador, caja, lector de código de barras, lector de tarjetas – entre cliente y cliente.

PUBLICIDAD

Mientras el cajero pasa cada objeto por el lector, el cliente debe mantenerse alejado de la caja y solo puede empezar a llenar sus bolsas cuando el cajero haya terminado de pasar el pedido completo. Al salir con los dos hombros cargados como una mula pero temerosa de llamar a un taxi, veo que en la bodega de la esquina no hay ninguna cola y las medidas de protección son mínimas.

Mensajes contradictorios entre Trump y Cuomo

Inmersos en su batalla de egos, los mensajes contradictorios del presidente Donald Trump, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, y el alcalde de la ciudad, Bill de Blasio, provocan situaciones sin sentido que disparan la ansiedad de los ciudadanos.

El 28 de febrero Trump dijo que el coronavirus era “un nuevo engaño” de los demócratas. Dos semanas después, el alcalde de Blasio advirtió de que debíamos prepararnos para un “shelter in place”, un cierre masivo. El mismo día, el gobernador Cuomo desechó la posibilidad de ese cierre, diciendo que la medida no sería útil y que además, solo él podía tomarla. Al contrario, Cuomo recomendaba a los neoyorquinos ir a correr al parque y dar paseos, manteniendo los seis pies de distancia. Cuando escuché esos consejos, me aterroricé.


Me mudé de Barcelona a Nueva York hace diez años, pero nunca he sido capaz de llamar a esta ciudad “mi hogar”. España es el segundo país del mundo con más muertos por COVID-19, después de Italia, y el hecho de que toda mi familia siga allí me ha hecho estar mucho más pendiente de la evolución del virus. Desde que la cosa se puso seria en España sigo ansiosa las noticias y la evolución de los gráficos, y observé con pánico cómo la línea de infectados subía y subía, subía, llegando casi a triplicarse diariamente. Y en la misma trayectoria, la línea de los muertos. Una semana después, veo que empieza a ocurrir en Nueva York exactamente lo mismo.

PUBLICIDAD

El otro día, en mi ruta habitual al supermercado, pasé por delante de Prospect Park, el Central Park de Brooklyn. El paisaje me horrorizó: hordas de corredores, ciclistas, familias paseando al perro y grupos de adolescentes cargando un altavoz portátil. Era una tarde soleada y cálida, que invitaba a disfrutar de un largo paseo y un poco de ansiada vitamina D, pero yo solo podía pensar en las gráficas que seguían subiendo, igual que mi enfado. Quise gritar, cual agorero loco, que dentro de una semana íbamos a estar igual que en España. Pero, ¿de qué los iba a acusar, si yo hice lo mismo hasta que mi familia ya estaba en la boca del lobo? Como seres humanos, no reaccionamos hasta que algo nos roza la piel. Y en este caso, se trata un virus altamente contagioso y para el que no hay todavía una vacuna.

Quizá los momentos más tristes en la ciudad son los viernes por la noche. La semana pasada salí a dar un paseo con mi marido, ya tarde, para respirar un poco de aire fresco y abrir un paréntesis físico entre los días laborables y el fin de semana. En las avenidas principales, donde se concentran los bares y restaurantes, la mayoría de los escaparates estaban oscuros. Nos acercamos hasta la licorería, una de las pocas tiendas que seguían abiertas y que todavía se consideran “esenciales”. Había un dispensador de desinfectante de manos junto a la puerta y sonaba una bachata de Juan Luis Guerra. El muchacho de la caja nos responde en español mientras nos cobra las dos botellas de Rioja. Le pregunto qué tal va el negocio y dice “full” con acento caribeño. Nos reímos y nos despedimos con un “cuídate, que estés bien”. Cada uno hace lo que puede para sobrevivir estos tiempos inciertos.