Cómo ha sido la lucha por tener luz natural en Manhattan, la ciudad de los rascacielos

Mientras los edificios han crecido más y más hacia las alturas, los de abajo han tenido que luchar para no quedar en las sombras.

Caminando bajo el sol, fotografía de Berenice Abbott de la Séptima Avenida (5 de Diciembre, 1935).
Caminando bajo el sol, fotografía de Berenice Abbott de la Séptima Avenida (5 de Diciembre, 1935).
Imagen Museum of the City of New York

Desde que en el siglo XIX los comisionados de la ciudad crearon la grilla de calles para la accidentada isla de Manhattan, Nueva York ha estado creciendo hacia el cielo. Como consecuencia, la luz natural ha escaseado, aunque más para unos que para otros. De hecho, el acceso al sol –literalmente– fue uno de los motivos principales de las primeras leyes de zonificación, como explora una nueva exposición en el Museo de la Ciudad de Nueva York, titulada Mastering the Metropolis . A continuación, cinco puntos clave asociados a la permanente búsqueda de la luz en Nueva York, por la vía natural.

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Desde 1860: la época oscura

Los residentes de antaño, desde la perspectiva fotógrafo Jacob A. Riis (Cortesía del Museo de la Ciudad de Nueva York, regalo de Roger William Riis).

Hallar maneras de traer luz natural a los espacios interiores ha sido, por mucho tiempo, un asunto medular para los arquitectos. Sin embargo, regular la luz solar no fue algo tan apremiante hasta mediados del siglo XIX, cuando las poblaciones urbanas aumentaron considerablemente.

Entonces, los trabajadores industriales de bajos salarios vivían a menudo en húmedos y atestados edificios de departamentos, en muchos casos sin ventanas y ubicados próximos a las fábricas. Algunos reformistas presionaron a legisladores de la ciudad y el estado para que habilitaran un marco legal que recogiera la situación de tales viviendas, y en 1867, el estado de Nueva York aprobó su primera Ley de vivienda, la cual requería (entre otras cosas) que todo cuarto habitable necesitaba una ventana, una ley que existe en la normativa de los edificios hoy día. Las normativas que le siguieron comenzaron a especificar los tipos de espacios hacia los cuales debían abrirse las ventanas (primero, hacia rayos de luz tenue; luego, hacia patios más iluminados). Pronto, otras ciudades la siguieron.

A partir de 1900: sombras y los problemas

Cuando arrancó el siglo XX, los constructores con visiones un tanto ostentosas de la arquitectura y que buscaban altos retornos de inversión continuaron apuntando al cielo con sus obras. El comisionado de la ciudad, Edward M. Bassett, vio en mastodontes de concreto como el Equitable Building (que apilaba más de un millón de pies cuadrados de espacio sobre un solo acre) amenazas a los bienes públicos de la luz y el aire.

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También el uso combinado de los terrenos era un problema: “La existencia de radiantes calles comerciales… invadidas por fábricas” provocaba la disminución de los valores de la propiedad, escribió Bassett, haciendo que neoyorkinos pudientes se mudaran a barrios residenciales en los condados de Westchester y Hudson.

Basándose en leyes menos radicales aprobadas en Boston y Los Ángeles, Bassett ayudó a escribir la emblemática Resolución de Urbanismo de 1916, el primer acuerdo del país con alcance para toda una ciudad. Temiendo que las cortes verían un exceso de autoridad local en las restricciones constructivas y las delimitaciones en el uso de la tierra, Bassett cuidadosamente reunió (aunque de manera cuestionable, en algunos casos) evidencia de médicos y funcionarios de la salud acerca de los efectos positivos de la luz solar y de la ventilación. De ahí que la reglamentación urbana fuera un tema no solo de moral o de seguridad, sino también un asunto de bienestar general, principios básicos del derecho constitucional estadounidense.

Antes que limitar la altura de los nuevos edificios –lo que podía frenar la competencia económica–, la resolución de Bassett regulaba la estructura que tomaban los rascacielos por medio del requerimiento de ‘setbacks’ (retranqueos) sobre una determinada elevación (lo que dependía del tamaño del terreno). Esto originó los rascacielos conocidos como ‘pastel de bodas’, que tan famosos han hecho a Nueva York –piensa en el Woolworth Building, el Chrysler Building, o el propio Empire State–, incorporando una sólida base rematada por hileras de retranqueos y una encumbrada y sutil torre que permita a la luz llegar a la acera.

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Los sesentas: todo tenía que ver con esa base

Bassett y demás coautores no previeron con precisión el ingenio del mercado de bienes raíces. Los proyectistas dieron un sentido nuevo a múltiples terrenos, de manera que ellos pudieran levantar edificios cada vez más altos y espaciosos y, haciéndolo, mantuvieron a los residentes neoyorkinos, para no variar, más lejos de la luz. Inspirados por Mies van der Rohe y su elegante Seagram Building, que incluía una amplia plaza pública, planificadores urbanos reformaron la normativa de zonificación en 1961. Evitando, nuevamente, fijar límites de altura, se definieron los llamados coeficientes de ocupación del suelo (FAR, por sus siglas en inglés) para diferentes distritos de planificación urbana. Esto determinó el volumen máximo para un nuevo edificio sobre una parcela dada.

Una estructura podía, entonces, extenderse en cualquier dirección que lo permitieran las dimensiones de su terreno, tan largo como lo fuera en proporción a su FAR. Por supuesto, la condición base seguía dándose: los edificios que ocupaban toda el área de su terreno tenían que ser relativamente pequeños y, por tanto, menos rentables para los desarrolladores inmobiliarios. Ahora bien, los edificios que ocupaban terrenos más pequeños, podían estirarse hasta el cielo (pero su altura, insistamos, estaba en función del tamaño total del terreno). Los promotores inmobiliarios que convertían sus terrenos abiertos en plazas públicas recibían una ‘prima’ adicional de piso, incentivo del cual muchos sacaron ventajas. Entre 1961 y 1973, más de un millón de pies cuadrados de un nuevo espacio abierto fue creado en Nueva York por una generación de diseños del tipo ‘tower-in-a-park’.

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Los ochentas: buscando la luz del sol, gracias a los números

Con tanta luz y espacio como esos monolitos de pies ligeros introdujeron, sus ‘plazas’ de hormigón árido resultaron no ser particularmente conducentes a una vida urbana sana: la gente rara vez las usaba. A principios de la década de 1980, los planificadores urbanos pusieron en marcha un amplio conjunto de cambios que volvieron a atacar el problema de los rayos del sol. Esta vez, se volvía a las cimas de los edificios. La ‘provisión de luz solar’ requirió que las nuevas construcciones obstruyeran no más que cerca de un 75% del cielo que las rodeaban.

El cumplimiento podría ser un poco como para romperse la cabeza, pero aquí es cómo el New York Times lo explicó en su día: “Bajo el método de evaluación de la luz del día, un arquitecto puede simplemente trazar el edificio en un gráfico y, si la cantidad de cielo que bloquea es menor que un 25% de la cantidad de cielo que habría si el terreno estuviera vacío, el edificio se aprueba. Bajo el método compensatorio de la luz del día, por su parte, un arquitecto puede exceder la altura tradicional y las regulaciones asociadas a los retranqueos de la pared frontal si se llega a un equilibrio a partir de iguales recovecos en otros sitios, tales como esquinas que no bloqueen el cielo”.

Los arquitectos siguen calculando el impacto en el cielo; las provisiones relativas a la luz solar permanecen recogidas en la literatura urbanista de nuestros días (junto a gráficos excelentes como el que se ve arriba).

Los 2000: Los ‘superaltos’ y los parques subterráneos

Un nuevo superalto (edificio de más de 300 metros de altura) en construcción en el 432 de Park Avenue. (Flickr/Anthony Quintano)

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Al parecer, pocos desarrolladores inmobiliarios anticiparon las maravillas ingenieriles que serían los ‘superaltos’ neoyorkinos, los cuales pueden ascender hasta los 1,000 pies o más. Decenas de ellos han sido erigidos desde los años de Bloomberg, gracias a la falta de restricciones de altura y la capacidad de los desarrolladores para comprar los llamados ‘derechos de aire’ de los edificios que los rodean (otro incentivo urbanista introducido en 1961). Algunos neoyorkinos y organizaciones sin fines de lucro demandan más regulaciones sobre las características físicas de estas torres, quejándose de las largas tardes de sombra proyectada sobre aceras y parques, así como el altamente desigual acceso a la luz y el aire de que disfrutan los residentes de los pisos superiores. Pero hasta el momento, los alcaldes de Nueva York no han sido demasiado solidarios o compasivos. Quizá la llevada y traída falta de límites de altura para estos rascacielos sea, a fin de cuentas, compatible con el ADN de la gran ciudad.

Lo cierto es que cuando algunos suben en busca de luz, otros bajan: una organización no gubernamental está transformando una terminal abandonada en un parque subterráneo, totalmente iluminado de forma natural. Un grupo de alta tecnología de paneles solares, ventanas y conductos reflectores, mediante la ecológica iniciativa de Lowline, llevará los rayos del sol hasta este sitio subterráneo, de un acre de extensión. Para defender la luz solar, en tanto un bien público de los neoyorkinos, puede que la única vía sea, en lo adelante, subterránea.

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Este artículo fue publicado originalmente en inglés en CityLab.com.

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