Esta investigación fue publicada originalmente por Latino USA, Futuro Investigates y The Marshall Project. Puedes encontrar las publicaciones originales aquí y aquí.
En las sombras de un centro de detención de inmigrantes, una pequeña casa ofrece refugio
Voluntarios brindan ayuda como una comida o una cama a cualquiera que visite a alguien que esté detenido en la remota zona de Georgia.


Algunas personas llegan a las afueras de Lumpkin, Georgia, para visitar el parque estatal Providence Canyon, conocido como el 'Pequeño Gran Cañón' del estado, donde escarpados acantilados rojizos cortan profundamente la tierra. Otros visitan el área para cazar venados o cerdos salvajes que causan estragos en las tierras de cultivo locales.
Pero quizás la principal razón por la que llegan visitantes a este pequeño poblado de menos de 900 habitantes es porque alguien a quien conocen —usualmente, alguien a quien aman— es una de las miles de personas detenidas por el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) en el Centro de Detención Stewart.
Los visitantes hacen un largo viaje hasta Lumpkin desde todo el sur: son dos horas desde Atlanta, seis desde Charleston y siete desde Memphis.
Cuando los visitantes llegan al pueblo tras largas jornadas, puede resultarles difícil incluso atender sus necesidades básicas. Muchos negocios en el centro de Lumpkin están cerrados.
Incluso en agosto, pueden verse en las ventanas decoraciones de Navidad polvorientas. El pueblo no tiene ningún hotel ni supermercados, aunque se pueden comprar algunos bocadillos en las tiendas Dollar Tree/Family Dollar y Dollar General.
El restaurante Ripley's Eat It or Not está abierto algunos días a la semana, con un eslogan encantador y sincero: “Las mejores hamburguesas del pueblo”. Las únicas hamburguesas del pueblo, pero bueno…”
A media cuadra del parque central se ubica una casa blanca de dos pisos, con ventanas de color verde bosque. Se llama “El Refugio”.
A pesar de que se ve como cualquier otra casa residencial bien cuidada, un letrero al frente invita a pasar a cualquiera que venga a visitar a personas detenidas en Stewart. Se les ofrecen camas si están cansados y alimentos si están hambrientos.
El número de inmigrantes retenidos en centros de detención en Estados Unidos ha alcanzado su nivel más alto en la historia.
Este noviembre, alrededor de 65,000 personas estaban detenidas en una red de aproximadamente 200 instalaciones de gestión privada y pública.
Dentro de esta red se encuentra el centro de detención Stewart, que alberga a más personas que casi cualquier otra instalación.
Muchos de los inmigrantes detenidos allí han vivido en Estados Unidos durante años, incluso décadas. Su ausencia deja vacíos en incontables comunidades. Cuando son capturados y enviados a centros de detención, sus esposas, hijos y padres se ven obligados a averiguar, de repente, cómo sobrevivir sin ellos.
En medio del incremento de los arrestos y las deportaciones, El Refugio juega un papel fundamental.
Su staff cree que son la única casa hospitalaria en su tipo, — recibiendo a familias que llegan de visita y enviando voluntarios a ver a las personas cuyas familias no pueden ir a verlaos personalmente.
El Refugio opera con un modesto presupuesto y está manejado casi en su totalidad por voluntarios.
Esta organización sin fines de lucro ha registrado un aumento en la demanda de sus servicios. El año pasado hospedaron a alrededor de 800 personas en la casa. Este año estiman que será el doble.
Nosotras — un par de reporteras de The Marshall Project y Latino USA/Futuro Investigates — fuimos a El Refugio el fin de semana del Día del Trabajo (que en Estados Unidos se celebra el primer lunes de septiembre), para hablar con los voluntarios realizando este trabajo y con las personas que llegan a la casa para descansar.
Los voluntarios se preparan para el día
Eran alrededor de las 8 de la mañana de un sábado. Llovía a cántaros y una tenue niebla se había asentado alrededor de la casa. Adentro, olía a ropa recién lavada y a café, mientras el trabajo del día comenzaba.
Cinco voluntarias se encontraban alrededor de la isla de la cocina, comiendo rebanadas de pastel de durazno y mandarinas. Era un grupo variado de mujeres: afroamericanas, latinas y blancas, entre 20 y 60 años. El día anterior, habían conducido desde Atlanta y habían pasado la noche en los dormitorios de la planta alta.
Marilyn McGinnis, una de las coordinadoras de voluntarios del fin de semana, se apoyaba en la mesa de la cocina. Su largo cabello gris estaba recogido en una coleta de caballo.
Ella tiene una energía amable, pero dura, que te recuerda a una enfermera de un campo de batalla.
Hace 15 años, formó parte del grupo que fundó El Refugio para brindar un lugar acogedor a las personas que visitan el centro de detención.
Conforme la casa hospitalaria ha crecido, ha reclutado voluntarios de todas partes, como la tienda de abarrotes, la universidad donde su esposo es profesor e incluso el preescolar donde ella trabaja.
Poco después de que llegamos, McGinnis entregó tarjetas a otros voluntarios, cada una escrita a mano, con el nombre y los detalles personales sobre alguien detenido en el Centro de Detención de Stewart.
Algunos de sus familiares viven muy lejos como para hacer el viaje hasta Lumpkin, o bien, su situación migratoria es demasiado peligrosa, y temen ser detenidos. Entonces, los voluntarios del Refugio van a Stewart en su lugar.
McGinnis nos dijo que un hombre que tenían programado ver estaba a punto de ser deportado y su familia pidió que alguien fuera a visitarlo. “Es siempre muy tranquilizador para ellos si les decimos, ‘Vimos a tu ser querido, y está bien’”, dijo McGinnis.
Las tarjetas tienen un código de colores: rosa para las mujeres que hablan español y azul para los hombres que hablan español, ya que tienen horarios de visita distintos.
Las tarjetas grises son para los hombres que hablan inglés. Las amarillas son para los que quedan, lo cual abarca mucho. El Refugio ha recibido solicitudes para que los voluntarios visiten a personas que hablan francés, árabe, hindú, mandarín, maya y otras lenguas indígenas.
Los voluntarios se pusieron los zapatos y estaban listos para ir a Stewart. Muchos de ellos eran nuevos y lucían nerviosos.
Una mujer estaba evitando beber demasiado café porque temía tener que ir al baño durante la visita. Otra dijo que la noche anterior había tenido una pesadilla, en la que iba a recoger su identificación y estaba cortada a la mitad, así que no podía entrar al centro de detención. Todos asintieron con simpatía. Entonces los voluntarios colocaron las tarjetas en sus bolsillos, corrieron bajo la lluvia hasta los autos y condujeron al centro de detención.
De prisión a detención migratoria
Cercas de malla ciclónica, con alambre de púas en las puntas, rodean los edificios del Centro de Detención de Stewart.
Los edificios son estructuras bajas y cuadradas. Algunas de las personas dentro fueron recientemente arrestadas recientemente y están esperando que sus casos se presenten ante una corte de migración. Otras serán deportadas tan pronto como haya espacio en un autobús o en un avión.
Los visitantes oprimen un botón y deben ser autorizados para entrar por un gran portón que se cierra detrás de ellos.
La sala de visitas es pequeña, tiene pocas sillas, y una televisión en donde está sintonizado MTV.

Si alguien quiere usar el baño, tiene que pasar por controles de seguridad y detectores de metal. Los visitantes firman y muestran sus identificaciones mientras esperan horas hasta que llegue la hora de su cita.
Técnicamente, los centros de detención no son prisiones, ya que la migración es materia civil, no criminal. Pero como la mayoría de los centros de detención, Stewart tiene todas las características amenazantes de una cárcel: celdas con inodoros de metal expuesto, guardias cargando esposas, y pequeños cubículos donde las familias, separadas de sus seres queridos por un vidrio, hablan a través de teléfonos fijos.
Stewart fue construido en la década de 1990 por la empresa privada ahora conocida como CoreCivic.
El plan original de convertir este edificio en una prisión estatal fracasó y el edificio estuvo vacío durante años. En 2006, la compañía encontró un nuevo cliente: el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos.
Stewart se convirtió, y sigue siendo, uno de los centros de detención más grandes de todo el país. En algunas ocasiones, durante este año, esta instalación ha albergado a más de 2, 300 personas detenidas, a pesar de que la capacidad de Stewart está por debajo de dos mil personas.
El condado de Stewart, donde se encuentra Lumpkin, se ha beneficiado financiera y económicamente del centro de detención. A pesar de que el gobierno local no opera el centro, el condado recibe un dólar diario por cada persona que está detenida en Stewart, de acuerdo con Mac Moye, el administrador del condado. El año pasado, Moye dijo que el gobierno federal les pagó más de 580 mil dólares, y esto constituyó una parte importante de los ingresos del condado. Este año, él estima que el pueblo podría ganar aún más, debido al aumento en los operativos de inmigración desde que comenzó el segundo mandato del presidente Donald Trump en enero.
En las últimas dos décadas, el centro de detención ha tenido una historia problemática de suicidios, huelgas de hambre y acusaciones de negligencia médica y agresiones sexuales, presuntamente cometidas por los trabajadores. En una declaración escrita, CoreCivic nos dijo que las afirmaciones de hace varios años “muchas de las cuales eran infundadas y cuestionadas”, no representan con precisión el (Centro de Detención Stewart) actual”.
Pero conforme el número de personas en detención se incrementó, meses después de que Trump tomara posesión como presidente por segunda ocasión, las personas en Stewart han descrito en entrevistas con los voluntarios que las condiciones han empeorado: hombres son forzados a dormir en áreas comunes, porque no hay suficientes camas, o tienen que defecar en las regaderas porque no hay suficientes inodoros. CoreCivic también negó estas afirmaciones.
Balanceando hospitalidad y seguridad
Conforme la situación de los inmigrantes en Estados Unidos se ha vuelto cada vez más peligrosa, El Refugio se ha visto obligado a adaptarse.
Cuando los voluntarios se van por las mañanas a las visitas a Stewart, McGinnis se queda en la casa y cierra las puertas. Ella dice que nunca hacía eso.
El Refugio fue fundado con un principio radical de hospitalidad, un compromiso para dar la bienvenida en la casa a cualquiera que lo necesitara. La raíz latina de la palabra “hospitalidad” significa “huésped” o “extraño", por lo que llamar al Refugio una casa de hospitalidad pretende connotar una apertura hacia los recién llegados. Pero últimamente, los voluntarios de El Refugio han tenido que aprender a ser más cautelosos.
Temen que agentes federales lleguen a arrestar a los inmigrantes, o que alguien quiera atacar a los visitantes y a los voluntarios por ayudarlos; incluso han hecho simulacros y tienen instrucciones laminadas y pegadas con cinta adhesiva junto a la puerta sobre qué hacer si llega ICE.
“Cada fin de semana cuando llego aquí, me planteo distintos escenarios en mi mente sobre lo que podría pasar”, dijo McGinnis.
Debido a las preocupaciones que hay sobre el daño que puede causar publicar el caso de inmigración de una persona, o poner a una familia en riesgo, hemos acordado no publicar los nombres completos y detalles que podrían ayudar a identificar a los visitantes que conocimos.
Conforme McGginnis ordenaba la cocina, otra coordinadora de voluntarios, llamada Katie Quinlan Badeaux, llegó con una hielera roja llena de comida que trajo desde Atlanta para compartir con los visitantes que llegaron al Refugio el fin de semana.
Ella cree que la comida es la forma más rápida de hacer sentir a la gente bienvenida. Nos mostró un gabinete lleno de té, una alacena con bocadillos alineados y repisas con todo tipo de frijoles: frijoles horneados, con cerdo, negros, varios tipos de pintos. “¡Hay un frijol para todo el mundo!”, gritó McGinnis entre risas desde el otro lado del cuarto.

Un poco después de las 9 de la mañana, los primeros visitantes del fin de semana comenzaron a llegar. Un grupo dijo que un guardia de Stewart los había enviado a El Refugio para que usaran el sanitario.
Otra mujer condujo durante cerca de tres horas y necesitaba una siesta. Otras personas parecían escanear los rostros de los voluntarios buscando la trampa. McGinnis y Badeaux les explicaron que no eran misioneros que trataban de convertir a nadie. Y no, no les iban a cobrar.
McGinnis y Badeaux ofrecieron a cada grupo una tarjeta prepagada de combustible, fondeada con donaciones a El Refugio, para ayudar a costear los gastos de viaje, y les dieron un recorrido por la casa.
Hay dos habitaciones en la planta alta y tres más en la planta baja. Cada una tenía las camas recién hechas y una bolsa de bienvenida con una barra de jabón colocada cuidadosamente sobre las almohadas.
En el primer piso, un mapa del mundo colgaba de la pared en la sala, cubierto por un arcoíris de alfileres que representan los países de los que han llegado los voluntarios y los visitantes.
Los alfileres estaban colocados en cada continente, aunque McGinnis piensa que uno puesto sobre la Antártida fue seguramente una broma.
En el comedor, una larga mesa de madera que puede albergar a una docena de personas ocupaba el espacio de extremo a extremo. En una pared cercana, un cartel decía: “Cuando tengas más de lo que necesitas, construye una mesa más larga, no una pared más alta”
Al otro lado de la mesa, una mujer con el pelo cano apretaba un pañuelo desechable entre las manos.
Su hijo fue arrestado apenas unos días atrás y ella condujo a Lumpkin con su nieta, una mujer joven, en sus veinte.
La nieta dice que han estado lidiando con el arresto de su padre de una manera distinta. Su abuela escucha todas las noticias sobre inmigración, preocupada. La nieta, mientras tanto, trata de mantenerse calmada. No es que no le importe, explicó, sino que trata de mantenerse calmada y prepararse para lo que vendrá después.
Al otro lado de la mesa, dos mujeres estaban sentadas tomando café. Ambas vestían pantalones de mezclilla y blusas blancas. Se hicieron amigas recientemente, cuando sus esposos fueron arrestados juntos después del trabajo y terminaron en el mismo bloque de celdas en Stewart. Una pila de pañuelos crecía entre ellas, mientras se secaban las lágrimas. Entonces, fueron al baño para retocarse el peinado y el maquillaje antes de dirigirse al centro de detención.
Una niña de dos años con dos coletas y unos lentes de sol color púrpura corría alrededor de un plátano que cogió de un frutero colocado por los voluntarios. Su madre dijo que aún no entendía por qué su padre estaba detrás de un cristal cuando lo visitaron en Stewart.
En la cocina, Kayla, una mujer de 22 años, con mejillas sonrosadas y largo cabello negro, comía bocadillos con sus abuelos y su tía. Habían manejado más de siete horas desde Carolina del Norte, deteniéndose solo para cargar gasolina, para ver al padre de Kayla en el centro de detención Stewart.
Él había sido arrestado aproximadamente un mes antes por conducir con una licencia vencida. Estaba considerando abandonar voluntariamente Estados Unidos, en lugar de quedarse y luchar su caso, para evitar las duras condiciones de la detención migratoria.
Él llegó a Estados Unidos cuando era un niño para trabajar en granjas junto a su familia. Ahora estaba por cumplir 50 años. Kayla mostró una fotografía de su padre en su teléfono celular. La foto había sido tomada unos meses antes, después de que él ´había conducido dos horas para ir a su graduación de la universidad, a pesar del riesgo que implicaba ser detenido. En la fotografía él está de pie al lado de ella, que viste su toga y birrete. Ambos lucen radiantes.
Kayla volvió a guardar su teléfono en el bolsillo. Cuando se levantó a las 4:45 de la mañana, dijo que su abuela estaba en la otra habitación, empacando una bolsa para llevarle a su padre, así él podría tener ropa cuando fuera deportado. Kayla escuchaba a su abuela hablando consigo misma: “¿Está bonita? Yo creo que sí. ¿Necesitará manga larga? Yo creo que sí”.
Pero cuando Kayla y su familia llegaron al centro de detención esa mañana, vieron un cartel que decía que las familias ya no tenían permitido dejar pertenencias para quienes estaban ahí detenidos. Su padre tenía que llenar un formulario para solicitarlo; así, el centro podría darle permiso a la familia para enviar un bolso por correo. Para entonces, podría ser muy tarde. Podría ya no estar ahí.
McGinnis nos dijo más tarde que la nueva política solo tenía unas semanas de haber sido implementada, e hizo un gesto hacia una pila de mochilas que los voluntarios habían hecho para entregárselas a la gente detenida en Stewart. Sin esas bolsas con suministros, ella está preocupada de que algunas personas puedan ser deportadas solo con la ropa con la que fueron arrestadas.
El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos no respondió a la solicitud de comentarios que hicimos, pero CoreCivic confirmó que ya no podían dejar estos bolsos directamente en el centro de detención.
Kayla y su familia caminaron hacia la puerta para volver a Stewart. Un voluntario les dijo que si estaban muy cansados para manejar a casa después de su visita, habría camas esperándolos. Poco a poco, otros salieron de la casa. La charla cálida que había llenado el primer piso se convirtió en un murmullo. Afuera, los grillos cantaban.
Nadie volvió para pasar la noche en la casa, pero una mujer tocó la puerta y le dio a McGinnis unos billetes arrugados. Ella había venido a El Refugio más temprano en el día. McGinnis le dijo que no tenía que donar nada, pero la mujer insistió. “Solo quiero ayudar”, dijo. Agregó que tenía planeado regresar otro día con alimentos para compartir. En el pasado, McGinnis solía negarse a aceptar dinero de las familias, pero ha decidido que es más importante dejar que la gente contribuya si es lo que quiere.
Alrededor de las siete de la noche solo quedaban los voluntarios en El Refugio. Llenaron sus platos con sopa —lentejas o carne — y se reunieron alrededor de la larga mesa del comedor.
Los voluntarios habían pasado todo el día escuchando historias de personas detenidas en Stewart y de sus familias. Ahora, podrían relajarse. Compartieron recuerdos de sus visitas favoritas a Stewart.
Badeaux recordó una vez en que ella logró, mediante una combinación de español roto e inglés básico, conectar con un hombre detenido. Habían hablado de lo terribles que pueden ser los ex.
Mackenzie Hickson, una estudiante de la Universidad Spelman, la escuela histórica para mujeres negras en Atlanta, dijo que le gustaba hablar con la gente sobre las telenovelas que veían y sentía que, a través de sus relatos dramáticos, había disfrutado episodios enteros.
Otra voluntaria recordó que, cuando la mujer detenida que visitaba la escuchó hablar ruso, comenzó a llorar de felicidad, porque no había tenido visitas durante su detención, mucho menos una simpática americana que hablara su idioma.
Los voluntarios también han escuchado a personas compartir su pena: las familias que extrañan en casa, las quejas sobre la mala comida o el deficiente cuidado médico en el centro de detención. Compartieron su pesar por lo poco que sentían que podían ofrecer a las personas que enfrentaban el exilio.
Badeaux miró su sopa y confesó que había estado evitando ir a El Refugio últimamente. La casa necesitaba desesperadamente más personas que hablaran español con fluidez, y ella se había sentido avergonzada de sus limitaciones lingüísticas. Algunos de los voluntarios asintieron con simpatía y compartieron sus ansiedades por no estar a la altura. Lamentaban lo imperfectos que se sienten frente a unas circunstancias de tanto riesgo.
McGuinnis trató de tranquilizarlos. “Nosotros, el grupo que inició este trabajo, no teníamos idea de lo que estábamos haciendo”, dijo. “Simplemente, lo hicimos”. McGinnis dijo que habían cometido muchos errores a lo largo de los años. Para ella, lo importante era hacer lo que pudieran. No sentía que pudiera arreglar el sistema de inmigración, pero podía presentarse, lavar la ropa o poner rebanadas de pavo y pan para el almuerzo.
Badeaux dijo que estaba agradecida con McGinnis, quien había continuado enviándole mensajes de texto para que viniera a ayudar. Se había sentido nerviosa al conducir hasta allí. Pero una vez que entró por la puerta de la casa, se sintió mejor. “El trabajo que estamos haciendo lo estamos haciendo juntos", dijo Badeaux.
Todas las personas son bienvenidas
El Refugio fue fundado en 2010 por un grupo de solicitantes de asilo recién llegados y de ciudadanos estadounidenses que habían llegado a Lumpkin desde el área de Atlanta para protestar en Stewart y documentar abusos en la instalación.
Conocieron a familias de personas detenidas que habían manejado durante muchas horas hasta Lumpkin y no tenían dónde descansar o comer en el pequeño pueblo. Uno de los líderes del grupo tuvo la idea de crear un espacio seguro para que las familias se reunieran.
Así que alquilaron una casa de tres habitaciones cerca del centro de detención y trajeron voluntarios. Unos años después, formaron una organización sin fines de lucro y, en 2015, contrataron a Amilcar Valencia como director ejecutivo.

Muchos de los fundadores fueron motivados por su fe, cristiana, católica y menonita, pero ahora no todos los voluntarios vienen de una tradición religiosa. Aun así, ellos permanecen comprometidos con el principio de dar la bienvenida a todos.
Eventualmente, el único baño y las literas de la pequeña casa amarilla que rentaron originalmente quedaron demasiado pequeños para atender a las familias que pasaban por allí.
En 2018, el programa de la comediante Samantha Bee, ‘Full Frontal’, realizó un especial navideño en el que criticó las deportaciones de inmigrantes durante la primera administración de Trump.
Como parte de ese episodio, el programa compró una casa más grande y la donó a El Refugio y la organización continuó expandiéndose. Ahora cuenta con cuatro empleados remunerados, alrededor de 80 voluntarios regulares y un presupuesto anual inferior a los 500 mil dólares, sostenido por donaciones y subvenciones.
El Refugio ha enfrentado muchos desafíos, incluidos otros momentos cuando han ocurrido operativos migratorios y la pandemia de COVID-19, que los obligó a suspender sus operaciones regulares.
Sin embargo, Valencia dijo que este momento es el más difícil en los 15 años de historia de la organización. A medida que Trump continúa intensificando las detenciones de migrantes, las necesidades han crecido, y los voluntarios han tenido que atender más solicitudes de apoyo legal y defensa de los detenidos.
“La gente está siendo lastimada y las familias están siendo separadas. Las personas que han estado aquí desde hace muchos años ahora están siendo deportadas sin posibilidad de volver. Los niños están creciendo sin sus padres. Esto es debido a todo el sistema de inmigración”, dijo Valencia.
Pero el trabajo en El Refugio, mencionó, es un recordatorio de que “en medio de todo, siempre hay algo que puedes hacer”.
¿Cómo le explicas a un niño pequeño?
El domingo, alrededor de las 8 de la mañana, un grupo de voluntarios regresó de Stewart, tarjetas en mano. McGinnis se quedó en el Refugio y se sentó en el sofá, entrecerrando los ojos ante su laptop. "¡Maldita sea! ¡Maldita sea!", murmuró.
Había una mujer detenida en Stewart, esposa y madre, que pronto sería deportada. Su familia quería verla mientras todavía estaba allí, pero no tenían coche. McGinnis encontró transporte para ellos, pero no podía hallar el número telefónico de la familia para llamarlos. Cerró su laptop, cerró los ojos y suspiró. “Una de las cosas difíciles de aprender… es hacer lo que puedes y dejar ir lo que no puedes”, dijo.
Volvió a preparar la casa para los visitantes del día, colocando bocadillos y preparando el café. Poco después, llegó la primera familia de la jornada: una madre, un padre y dos niños pequeños. Habían comenzado a conducir alrededor de las 5:30 a.m. para hacer el viaje de tres horas desde el noroeste de Georgia. Ya se habían registrado en el centro de detención y estaban a la espera de su cita.
McGinnis los llevó a la sala principal de la casa, llena de grandes y cómodos sillones con unos hermosos cojines guatemaltecos bordados a mano, enviados por alguien que se había alojado en El Refugio antes de que deportaran a su ser querido.
En una esquina había una cocina de juguete, un barco pirata y cestas llenas de juguetes. Los niños fingían hornear cupcakes y su madre, Millicent, susurró que su padre estaba detenido.
Dijo que, cuando fueron a registrarse en Stewart, los niños se asustaron de los grandes portones que se cerraban con un fuerte golpe detrás de ellos. Millicent confesó que aún no les había dicho a los niños que su abuelo estaba detenido. ¿Cómo le explicas eso a un niño pequeño?
El padre de Millicent llegó a Estados Unidos desde el sudeste asiático siendo niño, como refugiado. Cuando era joven, fue arrestado por un cargo relacionado con el tráfico de drogas, por lo que no pudo obtener la ciudadanía estadounidense. Y ahora, se había visto atrapado en la enorme campaña de deportación de Trump.
Millicent votó por Trump y cuando el presidente dijo que quería deportar a criminales, ella pensó que se refería a personas peligrosas y condenadas por delitos como asesinato o violación. No pensó que hablaba de su padre, un refugiado que ahora dirige un negocio. Ya no cree que a Trump le interese la seguridad. “Realmente todo se trataba de odio”, dijo.
Poco tiempo después, una mujer rubia llamada Chastity, que vestía un vestido verde, llegó a El Refugio y se sentó en un sofá. Ella también había respaldado a Trump y estaba sorprendida por el tamaño de las redadas de inmigración.
Su esposo, un argentino, era un veterano del Cuerpo de Marines estadounidense que sirvió en misiones en Iraq y Afganistán. Pero al atrasarse con el papeleo mientras estaba hospitalizado por trastorno de estrés postraumático, su permiso de trabajo venció.
Había sido arrestado unas semanas antes al sur de Georgia tras ser detenido por una infracción con la matrícula del auto y se enfrentaba a ser deportado a Argentina. Al principio, Chastity dijo que llamó a legisladores y funcionarios electos, convencida de que era un error.
Pero ahora cree que el gobierno solo intenta deportar a la mayor cantidad posible de personas. Su hija, que estaba en el Cuerpo de Oficiales de la Reserva (ROTC por sus siglas en inglés), planeaba seguir los pasos de su padre en el Ejército. Ahora, Chastity dijo que a su hija le preocupaba que el país al que quería servir ya no pudiera proteger a su familia.
Chastity platicaba con otra mujer sentada a su lado en el sofá, cuyo esposo también había sido detenido recientemente. Dos familias más estaban cerca, en las sillas de la cocina. Intercambiaban consejos sobre cómo obtener un poder notarial, para que puedan quedarse en sus casas si sus parejas son deportadas, y compartían información sobre cuáles teléfonos en la sala de visita de Stewart tenían más estática.

En el pasillo junto al comedor, Verónica, una mujer de 24 años con una gran sonrisa, se estaba probando un par de pantalones que había sacado de un clóset lleno.
El Refugio mantiene ropa a la mano porque el centro de detención tiene un estricto código de vestimenta, y los visitantes pueden ser rechazados por infracciones menores, como vestir playeras sin mangas, o faldas muy cortas. Verónica dice que los guardias le dijeron que un pequeño agujero en sus pantalones, justo debajo de la rodilla, no era apropiado, entonces tuvo que buscar otra cosa qué vestir para poder ir a ver a su prometido.
Durante las últimas siete semanas, Verónica ha conducido seis horas desde Asheville, en Carolina del Norte, hasta Lumpkin. Cada vez, ha podido pasar una hora con su prometido; después se da la vuelta y maneja de regreso a casa el mismo día.
Una semana, el alternador de su auto se descompuso. En otra ocasión se le ponchó una llanta. Luego se le rajó el rín de una llanta. Así que esta semana su madre pagó el alquiler de un coche y fue con ella.
Verónica dijo que planeaba vender todas sus pertenencias en Facebook Marketplace para poder mudarse a Colombia, un país al que nunca había ido, para reunirse con su prometido, quien había decidido irse voluntariamente en lugar de esperar a ser deportado. Dijo que su familia está devastada, pero ella veía el lado positivo. “Estoy aprendiendo a bailar salsa”, dijo, mientras se encogió de hombros.
En el comedor, la larga mesa está llena. Dos adolescentes de distintas familias están haciendo su tarea de química. En el cuarto de enfrente, una abuela platica con dos voluntarios que hablan ruso.
Ella vivía con su hijo y su gran familia cerca de Atlanta. Eran siete personas en la casa, pero su hijo era el único que hablaba ruso. Así que se ha visto obligada a depender de las señas para comunicarse con el resto de la familia desde que él fue detenido. Sentada con los voluntarios, habló sin parar, diciendo todas las cosas que no había podido decir últimamente: cómo no lograba entender cómo usar la estufa eléctrica por sí sola y sus preocupaciones por su salud.
Desde allí, podías escuchar a las familias llorar en la esquina. Otras, riendo, distrayéndose con juegos hasta que llegara el momento de su visita. En el patio trasero, los niños jugaban en los juegos infantiles y sus padres estaban sentados cerca de un árbol de pera, comiendo sus frutos. Un voluntario buscaba unos Cheetos, porque eran el bocadillo favorito de un visitante adulto mayor.
Los voluntarios vaciaron la basura y encendieron el lavavajillas. Otra carga de ropa salió de la secadora e hicieron las camas para la siguiente semana. Badeaux y McGinnis contabilizaron el número de personas que habían pasado por El Refugio este fin de semana: 60, un gran fin de semana para ellos y una señal del creciente número de personas detenidas en Stewart.
Badeaux estaba orgullosa de que hayan atendido a tantas personas durante el fin de semana, pero no podía dejar de pensar en el verdadero problema y de preguntarse cuándo la ola masiva de detenciones y deportaciones se detendría. McGinnis se detuvo junto a ella. “Estoy muy feliz de que estemos aquí”, le dijo. “Y estoy muy molesta de que esta sea la realidad que existe aquí y ahora”.
Actualización:
Nos pusimos en contacto con las familias con las que hablamos durante nuestra visita a El Refugio para saber cómo habían avanzado los casos de sus seres queridos.
La mayoría de ellos sigue en estado de incertidumbre. Verónica dijo que su prometido ahora está en Colombia y que ella planea reunirse con él pronto. El padre de Kayla encontró un abogado y ella espera que le otorguen documentación legal para que pueda quedarse en Estados Unidos.
* Julieta Martinelli es una periodista ganadora del Premio Pulitzer como productora y periodista de investigación en Futuro Media. Ella produce reportajes narrativos y documentales de audio sobre inmigración, prisiones y el sistema penal en Estados Unidos.
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