A pesar de que nos prometemos “nunca olvidar”, los seres humanos sucumbimos una y otra vez al hechizo peligroso de personajes como Donald Trump. El veredicto es claro: se trata de un narcisista maligno, es decir, un líder ávido de adulación, resentido y carente de empatía hacia los demás, pero perfectamente capaz de envolver a amplios sectores de la sociedad en sus delirios patológicos. De esa sintomatología forman parte sus constantes ataques denigratorios a los hispanos, negros, musulmanes e inmigrantes. ¿Es Trump racista? se preguntan muchos luego de su reciente estigmatización de África, Haití y El Salvador como “agujeros de mierda”. La respuesta es mucho más grave. Trump es una figura psicológica y emocionalmente enfermiza que medra humillando a otras personas y arrastrando en ese desvarío a sus sicofantes y a seguidores contagiados de su narcisismo. Por ese contagio ellos también llegan a sentirse superiores a los inmigrantes indocumentados, a quienes proceden de los países a los que ataca Trump y a los desvalidos de nuestra sociedad.
Trump, el narcisista maligno
“Se trata de un líder ávido de adulación, resentido y carente de empatía hacia los demás, pero perfectamente capaz de envolver a amplios sectores de la sociedad en sus delirios patológicos”.


Trump, por supuesto, es racista. Siempre lo ha sido. Como debería ser del dominio público, en los 1970 el gobierno federal los acuso a él y su padre, Fred, de discriminar a los negros en sus ventas y alquileres de viviendas. Trump se vio obligado a firmar un decreto de consentimiento para ponerle fin a la segregación racial en sus propiedades. Promovió el infundio racista de que el presidente Obama no nació en Estados Unidos sino en Kenia. Inició su campaña presidencial acusando a los mexicanos de ser violadores y asesinos. Ha rehusado condenar a los supremacistas blancos. Impuso un veto a inmigrantes y visitantes de países musulmanes. Culpó a los puertorriqueños de “querer que todo se lo hagan”. Y ahora descalificó con groseros insultos a millones de personas de piel oscura, al tiempo que reclamó inmigrantes de la rubia Noruega.
Mucho más alarmante, sin embargo, es que como todos los narcisistas malignos que anhelan poder, Trump logra explotar los temores, resentimientos y prejuicios de muchos de nuestros compatriotas hasta el punto de hacer que le acompañen no solo en sus delirios racistas sino en cualquier otro que se le ocurra para alimentar su narcisismo, el cual, en casos como el suyo, esconde profundos traumas originados en su niñez. “Podría matar a tiros a alguien en medio de la Quinta Avenida y no perdería ningún votante”, dijo durante la campaña. Y tiene razón. Millones votaron por él porque les prometió devolverles lo que supuestamente les han quitado los inmigrantes hispanos y negros y los países que “se aprovechan” de Estados Unidos en materia de inmigración, comercio y seguridad. Millones aún apoyan su agenda xenofóbica, racista, excluyente. La mayoría de los miembros de su Partido Republicano lo siguen en sus alucinaciones, ya sea promoviendo su agenda de odio o callando y otorgando. Ejemplos de esa complicidad son sus voceros pagados que defienden en televisión sus insensateces y políticas indefendibles. Y los senadores David Perdue de Georgia y Tom Cotton de Arkansas, quienes, sin empacho, mienten sobre las declaraciones racistas que Trump hiciera en su presencia la semana pasada.
La historia está repleta de casos en que un aspirante a autócrata, sus partidarios y buena parte de la sociedad se coluden para crear una tiranía. Es lo que los politólogos llaman “el triángulo toxico”. Trump, un personaje intuitivo, que no lee ni escucha a casi nadie, que no tiene capacidad de atención, aspira en su fuero interno –intuitivamente– a mandar sin oposición, acallando mediante ataques y censura a la prensa, persiguiendo a algunos opositores como Hillary Clinton y Obama y desacreditando a otros. No en vano los líderes que admira y elogia son, sin excepción, autócratas: Vladimir Putin (“será mi nuevo mejor amigo”) Bashar al Assad (“en términos de liderazgo logra una A”), Moamar Gadafi (“estaríamos mucho mejor si Gadafi permaneciera al mando”), Saddam Hussein (“mataba terroristas”), Recep Erdogan, (“tenemos una gran amistad”), Rodrigo Duterte (“lo felicito por su increíble trabajo con las drogas”, en referencia a las 13,000 personas que ha matado en la guerra antinarcóticos) e incluso Kim Jong un (“hay que darle crédito”).
Solemos imaginarnos a los tiranos como monstruos fácilmente reconocibles que nunca podrán engatusarnos, avasallarnos ni hacernos daño, especialmente en Estados Unidos. Después de todo, este país no sufre tiranías desde que se liberó de Gran Bretaña. Y tiene la democracia más antigua del mundo. Pero lo de Trump empezó mal y acabará mal. Todo lo mal que su narcicismo maligno le inspire. Y que nosotros seamos incapaces de evitar. Puede ser mucho peor que el racismo.
Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es). Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.







