La violencia de género: una cuestión de poder y control

“Detrás de cualquier perversión que el abusador pueda padecer, existe un sistema de creencias patriarcal que sostiene el privilegio masculino”.

Imagen Getty Images

A pesar del auge de los movimientos feministas, que proclaman la igualdad, las mujeres continúan siendo una minoría con derechos negados o erosionados. La violencia contra las mujeres no conoce fronteras, ni estatus político, social o económico. No existe una causa única que explique la violencia contra las mujeres, ya que responde a la conjunción de múltiples factores, entre ellos la desigualdad.

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Ciertamente, las cifras de violencia de género son alarmantes y, en estos tiempos modernos aún continúa siendo una epidemia. Se estima que un 35% de las mujeres del mundo (una de cada tres) han sufrido algún tipo de violencia física o sexual en el transcurso de su vida. Respecto de otras formas de abuso, como el emocional o psicológico, las estadísticas son mucho más difíciles de cuantificar, por varias razones. Una de ellas es que existe una tendencia generalizada a no reconocer o minimizar otras formas de abuso, además del físico o sexual.

La violencia de género ha sido explicada desde varios puntos de vista. Desde cuestiones intra-psíquicas, vinculadas a trastornos de personalidad del victimario, hasta la conceptualización del abuso como una cuestión de poder y control. Lo cierto es que, detrás de cualquier perversión que el abusador pueda padecer, existe un sistema de creencias patriarcal que sostiene el privilegio masculino y es base de la violencia de género. En nuestro día a día lo llamamos machismo.

Es, precisamente, ese sistema de creencias el que sostiene la supremacía del hombre sobre la mujer y la conceptualización de la mujer como objeto. Mensajes abundan, desde la familia, la religión, la educación, los medios de comunicación y la cultura. El privilegio masculino propone roles de género rígidos (lo que el hombre y la mujer deben ser o hacer).

Las personas machistas entienden que estos roles son absolutos y están dictados por la naturaleza o la biología. Sin embargo, esos preceptos son culturales, desde creer que los niños visten azul o las niñas juegan con muñecas, hasta pensar que los hombres no lloran. Las creencias y estereotipos sobre el género y sus roles son aprendidas y se pueden cambiar.

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No importa qué tipo de violencia doméstica se aplique, hay siempre detrás una intención de controlar a la víctima, con un previo supuesto de superioridad y de derecho a poder hacerlo. Existen varias formas de abuso, todas intencionalmente perpetradas para ejercer y mantener poder y control sobre la víctima.

Por ejemplo, el abuso emocional o psicológico, que intenta confundir, ofender o lastimar, mediante el uso de palabras agraviantes o humillantes. La intimidación, esa implementación sistemática de comportamientos que producen miedo –desde gritos hasta miradas–. El aislamiento, tal vez la forma de violencia que permite que las otras se desplieguen y que se da cuando el abusador intenta, por todos los medios, quitarle recursos a la víctima, volverla una isla.

Conductas en contra de la mujer como cuestionar o limitar sus actividades (trabajo, estudio o salidas) y sus relaciones afectivas (amigos o familia), revisar su teléfono, su correo o sus redes sociales, tienen la función de dejarla sola y vulnerable a las otras estrategias de control.

Existen otros comportamientos aún más alarmantes, como seguirla o usar artificios tecnológicos para conocer su paradero. La manipulación de los hijos, el abuso económico o el uso de coerción o amenazas son otras formas de violencia ejercidas para controlar a la víctima.

Es fundamental entender que la violencia doméstica es un proceso –no un hecho aislado– y dimensionar sus inevitables efectos en la víctima y en los niños en el largo plazo. La violencia ocurre en ciclos que alternan entre etapas de agresión y la llamada luna de miel.

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La violencia tiene la característica intrínseca de escalar. Cuando alcanza consecuencias inusitadas o extremas disminuye, dando lugar a la luna de miel, aquella etapa ficticia del perdón, las flores y el “te prometo que nunca más”.

Precisamente, por su carácter de proceso, el efecto de la violencia doméstica es desbastador. Además, el abuso siempre ocurre de modo enmascarado, en nombre del amor. “Lo hago porque te amo,” junto con la reivindicación de los celos como una señal de amor, la mayor falacia emocional de la violencia doméstica.

El abusador tiene la trágica costumbre de negar y minimizar su abuso y de culpar a la víctima por sus conductas. “Te grito porque me sacas de quicio” o “te reviso el teléfono porque parece que ocultas algo”. Como si las reacciones fueran provocadas, y entonces justificadas, con lo que él le atribuye a ella.

Esa falta de responsabilidad es lo que hace que el cambio sea tan difícil para el abusador. En la medida en que no confronte su negación, continúe minimizando las consecuencias de su abuso o culpe a la víctima por sus reacciones, las posibilidades de parar o cambiar se vuelven casi inexistentes. Aceptar es el primer paso, tanto para la víctima como el abusador para revertir el proceso de abuso y salir del ciclo de la violencia.

Terapias psico-educacionales, individuales, de pareja o de grupo, promueven el entendimiento de los procesos de abuso y control y proveen recursos para la familia. De-construir y erradicar el machismo –el privilegio masculino– es siempre la base para modificar conductas tóxicas intencionalmente dirigidas a controlar al otro.

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Si aceptamos y entendemos, el cambio se vuelve posible. Y, es una verdad incuestionable que esta violencia contra las mujeres debe parar.

Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.