El sismo me hizo sentir aterrada y pequeña, pero nunca sola

Nunca estamos lo suficientemente preparados para un sismo. No importa cuántos simulacros hagamos y cuántas veces nos repitamos lo que debemos hacer. Cuando el temblor llega, hay algo en lo que no habíamos pensado: el miedo. Tratamos de guardar la calma y actuar con cautela, pero en cada latido de nuestro corazón sentimos el temor.

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Mi experiencia no es muy diferente a la de miles de mexicanos que este 19 de septiembre del 2017 vivimos. Apenas dos horas antes mis compañeros de trabajo y yo participamos en el macrosimulacro para conmemorar el terrible sismo de 1985 (sí, el mismo día, pero 32 años después. ¿Qué probabilidades hay de que ocurra eso?). Sonó la alarma, bajamos las escaleras y seguimos las instrucciones del personal capacitado. Nada fuera de lo común, un aniversario más para crear conciencia sobre cómo actuar en estos casos.

Pero el día no terminó ahí. Como si fuera una broma macabra, el simulacro funcionó como preparación para lo que dos horas después ocurriría. A la 1:14 de la tarde sonó nuevamente la alarma del edificio. Pero esta vez no todo fue en calma, pues el sonido vino acompañado de una fuerte sacudida que por un momento nos dejó pasmados. Lo peor del miedo es que es traicionero y te paraliza cuando más necesitas moverte.

Mientras bajábamos las escaleras para salir del inmueble, todos pensábamos lo mismo: en nuestras familias y amigos. El deseo de que estén bien y logren salir a tiempo es el motor que te impulsa a reaccionar correctamente y vencer el miedo. Haces a un lado el terror y te pones en marcha, pensando siempre en tus seres queridos y tu deseo de volver a verlos.

Una vez afuera los minutos se hicieron eternos. Todos queríamos saber cómo estaban nuestros familiares y conocidos, así que las líneas de comunicación colapsaron. A diferencia del temblor de hace 32 años, ahora tenemos redes sociales e Internet para difundir más rápido la información. Aún así, los datos llegaron a cuentagotas y nadie estaba seguro de nada.

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Los problemas para comunicarnos con nuestros seres queridos hicieron que el miedo llegara de nuevo. ¿Estarán bien? ¿Habrán salido a tiempo? ¿Necesitarán ayuda? Es lo único en lo que puedes pensar en ese momento, en ir a casa para reunirte con ellos y asegurarte de que todos se encuentren bien.

Pero el camino a casa aún iba a ser largo. El transporte público era escaso, las calles y avenidas colapsadas por el intenso tráfico y era difícil desplazarse. Quería llegar volando a casa, pero lo único que podía hacer era caminar y caminar con el resto de las personas. Todos teníamos el miedo en la mirada, pero nos sonreímos unos a otros para darnos ánimos, para recordarnos que somos muchos y no nos vamos a derrumbar.

Y justo ahí, cuando más asustada y desorientada me sentía, comenzaron las muestras de apoyo. Esas acciones que los mexicanos dominamos. Porque, como diría mi abuelo: «Aquí nadie se raja, y el que se raja lo ponemos de pie, al fin que somos muchos».

Caminando sobre el Paseo de la Reforma se me unieron dos jovencitas. Estaban de visita con su familia de la Ciudad de México y no sabían qué hacer. Nos pusimos de acuerdo para recorrer juntas una parte del camino. Hablamos sobre nuestras familias y sobre las cosas buenas que tiene esta ciudad para sentirnos mejor, nos hizo olvidar el miedo.

Llegamos hasta Tlatelolco y ahí, en una esquina de la enorme unidad habitacional, esa que sufrió graves daños en el sismo del 85, una señora estaba regalando botellas de agua a quienes llevábamos mucho tiempo caminando para llegar a casa. Sin pedir nada a cambio, sin esperar nada, ella obsequiaba no sólo la bebida, también una sonrisa cariñosa y algunas palabras de aliento para reconfortarnos. «Que lleguen pronto y bien a casa», nos dijo con ternura, y fue como si nos diera un abrazo en el alma.

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La caminata continuó. Docenas de personas se desplazaban a pie por las avenidas. El transporte público aún era insuficiente, así que no nos quedaba más que continuar para llegar a casa. El cansancio comenzó a sentirse y eso hizo que la desesperación apareciera. ¿Cuánto vamos a tardar en llegar a nuestro hogar?

Entonces fue como si alguien escuchara nuestra pregunta y nos respondiera no con palabras, sino con acciones. Algunas camionetas y camiones de carga pasaron por la avenida con letreros que indicaban hacia dónde se dirigían. Invitaban a las personas a subirse, querían ayudarnos para llegar más pronto y no tener que caminar tanto. Las palabras de agradecimiento no se hicieron esperar, pues en estos casos cada minuto cuenta.

Por fin llegué a casa y corroboré que mi familia y amigos están bien. Sin embargo, noté que un edificio de la colonia estaba colapsado con personas adentro. De nuevo sentí ese nudo en la garganta que no te deja ni respirar bien. Pero el miedo se disipó cuando vi a mis vecinos organizándose para ayudar. «¿Qué traigo?» «¿Cómo ayudo?» «Si alguien necesita llamar a sus familiares, mi teléfono sí funciona, pueden usarlo sin problema».

Sí, todos estamos asustados, todos tememos una réplica. Pero lo más importante, todos estamos unidos y no nos vamos a dejar vencer. México es su gente unida, trabajando hombro con hombro. México es esa señora que preparó tortas para los voluntarios. Es esa niña que abrió su recámara para que otros pequeños que desalojaron su casa entraran a jugar y por un momento se olvidaran de la situación.

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México son esos universitarios que sin pensarlo se unieron a las brigadas de ayuda. Esa pareja que está recibiendo a todos los perros y gatos extraviados. México es todas esas personas que de manera desinteresada donan víveres y herramientas, que prestan sus manos para ayudar. Mi México querido, ese que se mantiene fuerte y de pie porque seguimos unidos. Podemos estar muy asustados, pero jamás estamos solos.

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