¿Nuestros antepasados comían pan de muerto?

La mayoría de los mexicanos esperamos con emoción a que lleguen los meses de octubre y noviembre. ¿Por qué? ¡Para comer pan de muerto! No sólo es uno de los elementos principales de las  ofrendas que se colocan el 31 de octubre y el 1 y 2 noviembre, también es una delicia para toda la familia.  

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Aunque el nombre suene un tanto macabro para algunos —sobre todo para los extranjeros—, en realidad es uno de los panes más ricos de nuestra amplia gastronomía. Su historia se remonta a la Época Colonial y es un producto de los rituales prehispánicos y las costumbres impuestas por los españoles, quienes trajeron el trigo a nuestro territorio.

El culto a la muerte

Para los aztecas, el noveno mes mexica estaba dedicado a los muertos, que correspondía a noviembre en el calendario gregoriano que utilizamos. ‘Casualmente’ el Día de todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos de la religión católica ocurre en fechas similares (1 y 2 de noviembre). Lo anterior fue aprovechado por los evangelizadores del Nuevo Mundo para combinar las creencias de nuestros antepasados con la cultura que buscaban establecer.

Los mexicas tenían rituales relacionados con la muerte que a los conquistadores les parecieron demasiado sangrientas y macabras. En el libro La Muerte del Tlatoani Doris Heyden, investigadora de la UNAM, explica que cuando una persona de alto rango fallecía se realizaban sacrificios de esclavos en su nombre. El número de sacrificios dependía de la posición y el prestigio del difunto, sobre todo por la creencia de que ellos podían ser de gran ayuda para que su ánima llegara con bien al inframundo.

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Los españoles permitieron que los aztecas continuaran rindiendo culto a la muerte, pero de una manera más simbólica y apegada a su religión. Así, los sacrificios fueron reemplazados por panes de muerto que llevaban azúcar roja y formas antropomorfas.

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Con el paso del tiempo la celebración fue adquiriendo tintes regionales, pues a los mexicanos todo nos parece un buen pretexto para hacer fiesta, incluso la muerte. Además, somos tan unidos que ni la mismísima ‘calaca’ nos puede separar y seguimos demostrando afecto por nuestros seres queridos aunque ya estén en el más allá. Al respecto, Alejandro von Waberer O’Gorman explicó en su libro Fiestas de México: «luto y alegría, tragedia y diversión, sentimientos del mexicano que tiene miedo a morir, pero que, a diferencia de otros pueblos, los refleja burlándose, jugando y conviviendo con la muerte».

Variedad para todos los gustos

El centro y el sur de México son las regiones en donde más se produce y se consume el pan de muerto. La forma en que se prepara —y hasta el nombre— varía de un estado a otro. Por ejemplo, en Oaxaca podemos encontrar este pan en forma de flores, corazones y hasta animales como tortugas y caballos. Por su parte, en el Estado de México se elaboran con yema de huevo y canela, se les llama ‘muertes’ y son antropomorfos.

En Hidalgo, por ejemplo, se hacen gorditas de maíz amasadas con arena de hormiguero (sí, leíste bien). Esto en alusión al mito de Quetzalcóatl, dios que se transformó en hormiga para poder llevar los granos de maíz a los seres humanos.

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Por su parte, en la capital del país se acostumbra confeccionar el pan en forma circular (como símbolo del ciclo de la vida), con una pequeña esfera en la parte superior —que representa un cráneo y cuatro canelillas partiendo de la espera, simulando cuatro huesitos. Este pan puede estar espolvoreado con azúcar o con ajonjolí.

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Además de ‘pan de muerto’, este alimento recibe el nombre de rosca de vida, pan cruzado, huesos de manteca, cajitas de harina de arroz o pan de caguama (elaborado con maíz, azúcar, canela y requesón).

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