La historia del Holocausto es una moneda con dos caras: un mismo odio hacia los judíos expresado de dos maneras diferentes. Por un lado, los campos de concentración; por el otro, la peregrinación forzada. Millones de judíos tuvieron que abandonar su casa y comenzar un camino sin un destino final: su único objetivo era huir de los alemanes y encontrar un refugio del odio, donde no vieran en peligro sus vidas.
La «suerte» que lo salvó de la muerte: conoce la conmovedora historia de un sobreviviente del Holocausto

En Europa, el miedo era constante: quedaban poco recovecos a salvo de la discriminación. Es por eso que miles de familias, millones de personas solas, niños huérfanos, todos huían. Sin descanso, se trasladaban de una aldea a otra y, de vez en cuando, encontraban algo de ayuda. Un plato de comida caliente, un lugar donde pasar la noche y olvidar el frío.
La historia de Alejandro Landman es parte de esa cara de la moneda olvidada: la cara de quienes se convirtieron en refugiados en sus propias tierras.
Con 83 años y con la fuerte misión de no olvidar, Alejandro Landman se convirtió en el Presidente del Centro Recordatorio del Holocausto del Uruguay. Allí intentan recordar la historia del Holocausto siempre y, sobre todo, transmitir la historia a quienes no vivieron en esa época, a las nuevas generaciones que cada vez miran con más distancia a la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto.
Para no olvidar, es necesario contar. Y fue por eso que decidió contar su historia. Una vida que está cubierta de casualidades y de situaciones a las que él no encuentra explicación: «¿Qué es? ¿Destino, suerte, milagro? En fin, dejo pendiente esa respuesta».
La guerra en la mente de un pequeño niño

Cuando comenzó la guerra, Alejandro Landman era un niño de seis años. Nació el 26 de julio de 1933 - una fecha que quedó para siempre en su memoria y que, seguramente, quede resonando en la de todos nosotros-. Stanislao, Polonia, fue la ciudad que lo vio nacer, una ciudad que tenía en ese entonces 30 mil judíos en una población de 80 mil personas. Hoy en día la primera cifra aumentó a 300 mil; sin embargo, hay tan solo 150 judíos. “Todos los judíos querían irse de Polonia”, cuenta Landman con una tristeza que no solo se escucha en su voz sino que también se ve en sus ojos.
«Hasta los seis años, realmente, tuve una infancia muy feliz», manifiesta y se esboza una leve sonrisa en su rostro: los recuerdos de su niñez y de sus vacaciones siguen vivos en su mente. Sin embargo, un día de sus vacaciones llegaron su padre y sus tíos -de una familia de más de 80 personas-, y dijeron que tenían que volver inmediatamente a la ciudad: la guerra estaba por empezar. «¿Qué puede sentir un chiquilín de 6 años? Esto... que se me terminaron las vacaciones». Esto fue lo que sintió, siendo un niño que vio arrebatadas sus tan ansiadas vacaciones y que nunca se imaginó lo que estaba por pasar: la muerte de muchos familiares y el comienzo de una larga peregrinación para encontrar la paz.
Un cumpleaños diferente
Durante el 39 y el 40, la ocupación de su ciudad estuvo en manos de los rusos, «tuvimos un preludio de lo que era la ocupación alemana». A pesar de que los rusos no mataban judíos, su familia se vio afectada porque pertenecían a una clase acomodada y sus abuelos y tíos fueron deportados a otras ciudades.
El 26 de julio del 41 los alemanes invadieron Stanislao. El día de su cumpleaños número ocho. Curiosamente, fue el 26 de julio del 44, tres años después, cuando los rusos liberaron la ciudad en la que él estaba. Así que fue, a diferencia de otros sobrevivientes, él no tiene dos fechas de cumpleaños, tiene solo una, pero es una fecha marcada de hechos y de casualidades.
El gueto y sus primeras experiencias con la muerte

Días después, en un día nefasto para los judíos, llamaron a todos los profesionales para que «organizaran la colectividad judía», pero no volvió nadie: «los llevaron a un bosque a 20 kilómetros de Stanislao y ahí los fusilaron a todos». Años después, ya viviendo en Montevideo, Alejandro Landman mandó a hacer un monumento en ese bosque, en ese lugar que cuando llueve todavía se ven los huesos de aquellos 1000 fusilados.
Días después, el 12 de octubre, también en un día importante para los judíos, juntaron a todos los judíos de su ciudad y de otros pueblos, pero tenían un problema: no entraban todos en el gueto, así que apilaron a 10 mil personas y las llevaron al cementerio, donde los fusilaron. Él y su familia se salvaron: fue la primera vez en la que la «suerte» llegó a él. La portera del edificio dijo que no estaban en casa, por esa mentira pudieron salvar por primera vez sus vidas.
Como su tío era ingeniero, comenzó a trabajar para los alemanes y pudieron vivir en la casa que estaba junto a la fábrica: una casa que su abuelo había hecho para el director ingeniero cuando él dirigía la empresa y que contaba con 3 habitaciones. 9 personas vivieron en esa casa: él, su madre, su tío y su esposa, su prima y dos tíos más. Pero corrían con suerte, a pesar del hacinamiento los alemanes nunca iban a entrar allí.

Sin embargo, la vida en el gueto era cada vez más difícil. Luego de 12 meses viviendo allí, tuvieron que tomar una decisión: o se escapaban o morían. «La gente se moría de hambre y de enfermedad. Había epidemia de tifoidea y además hacía mucho frío», cuenta Landman. Con un tono de voz lleno de tristeza agrega que «de mañana no pasaba el basurero porque nadie tiraba nada, pasaban carros que recogían los cadáveres. Y a parte, cada tanto, los alemanes para divertirse hacían una acción y se llevaban unos miles de judíos, que ya no los llevaban a fusilar al cementerio, sino a campos de muerte, iban directamente a la cámara de gas».
Escapar para sobrevivir
Con su mamá decidieron escaparse. Finalmente, al llegar a otra ciudad más grande, tuvieron que tomar una decisión: su mamá no tenía problemas porque no parecía judía, sin embargo, él sí. Ella consiguió un trabajo y le pagaba a un albañil para que escondiera a su pequeño hijo.
El 13 de junio del 43 el albañil le comunicó a su madre que era muy peligroso que se quedara allí y que no lo podía esconder más. Nuevamente comenzó la peregrinación: junto a su madre fueron al pueblo donde habían sido deportados sus abuelos. Allí se enteraron, gracias a unos amigos de sus abuelos, que estaban vivos y escondidos en el bosque pero él no podía ir porque los refugiados no aceptaban niños. Entonces, esos amigos lo llevaron a otra aldea, donde había un molino lleno de refugiados. Nuevamente recibió un NO como respuesta. «Los niños eran un problema para la gente mayor», afirmó lamentando.
Finalmente, encontró un lugar en el altillo de un establo. Un conocido de sus abuelos y otro señor mayor. Pero el frío hacía imposible la vida, así que cavaron un pozo al que se entraba corriendo una piedra: allí estaban escondidos todo el día, acostados porque parados no entraban; y en la noche salían al establo.
El 22 de enero del siguiente año le comunicaron que la policía había llegado a esa aldea y se tenían que ir rápidamente. Alguien los había denunciado y, nuevamente, tenían que escapar.

Así fue que les indicaron cómo ir hacia el molino que estaba ubicado en la intersección de dos ríos. Y corrieron por los campos llenos de hielo y nieve. El señor más viejo no pudo correr y nunca más lo vieron. Él y el conocido de sus abuelos siguieron caminando hasta que en un momento el hielo debajo de él se rompió y cayó sobre el agua: habían pasado por arriba del río sin saberlo. «¿Vieron los dibujitos que hay un señor que se hunde en el lago en invierno y sale con un cubito de hielo? Voy a reclamar la imagen, el derecho de imagen, porque estaba así», cuenta entre risas.
En ese entonces había - 20 ºC de día y - 30 ºC en la noche. Pero decidió seguir caminando, aunque estuviera cubierto de hielo. Años después, se enteró de que fue la mejor decisión que pudo tomar: un médico le dijo a su mamá que si se hubiera quedado quieto, hubiera muerto congelado.
Luego de caer vieron a dos campesinos y les preguntaron por el molino. Tristemente descubrieron que se habían pasado y habían cruzado el otro río. El molino y su salvación estaban cada vez más lejos. Cuando volvieron hacia la orilla, era imposible pasar. «¡Qué mala suerte!», pensó. Sin embargo, hace algunos meses se enteró de que esa mala pisada en realidad le había salvado la vida. Ese mismo día de enero, la policía había llegado al molino por una denuncia: «70 años después me entero de que si hubiese tenido la suerte de llegar al molino, no era suerte, era la muerte. Entonces uno dice, ¿qué es? ¿Destino, suerte, milagro? En fin, dejo pendiente la respuesta», manifiesta.
Un camino en soledad

Luego de caminar toda la noche decidieron separarse. Dos judíos caminando juntos era muy peligroso. Alejandro, que en ese entonces era un niño, llegó a una aldea y en una casa le permitieron secarse, comer y dormir. Al siguiente día volvió a emprender camino y por la noche encontró un establo abierto con un altillo. Allí pasó la noche y, nuevamente, al siguiente día emprendió su camino, ¿a dónde? Al pueblo donde estaban los amigos de sus abuelos.
Pudo llegar y entró a su casa. Estaba abierta, así que se metió hasta el dormitorio. Cuando los amigos de su abuelos lo vieron se sorprendieron. Lo llevaron a la casa del padre del amigo de su abuelo que estaba en la carretera. Allí tenía un altillo donde se podía esconder. Estuvo muchos días hasta que sintió un ruido extraño. Por un agujero que le hizo al quincho del altillo logró ver cómo los rusos avanzaban mientras los alemanes se retiraban. Un día de mucho silencio finalmente pudo salir del altillo y volvió a la casa de los amigos de sus abuelos. En ese pueblo 1000 judíos habían sobrevivido, un número inusual para lo que fue el Holocausto. Sin embargo , el dueño de casa le prohibió salir, algo no andaba bien.
Dos semanas después Alemania contraatacó y los refugiados ya no podían volver a esconderse. Decidieron acampar junto a los soldados rusos y esperar que se lo llevasen. Pero los camiones nunca llegaron, y los alemanes los mataron a todos: « Los entregaron en bandeja», lamenta Alejandro. De esos 1.000, solo 50 sobrevivieron en el «segundo Holocausto de la ciudad».
Semanas después, el 16 de abril de 1944, los alemanes evacuaron esa ciudad. Y los amigos de su abuelo ya no podían quedarse con Alejandro. Si lo descubrían serían sentenciados a pena de muerte. Así que él decidió mezclarse con la gente. Lo logró y finalmente con el paso de los días decidió escaparse. Durante algunos días se pasó yendo de aldea en aldea, pidiendo comida, durmiendo y trabajando.
El reencuentro
En una aldea en la que se quedó, llegaron los alemanes y evacuaron a todos. Los llevaron a una estación de tren y los subieron a vagones de ganado. El tren viajó toda la noche hasta que llegó a un pueblo. Allí todos escapaban, pero él siendo tan pequeño no sabía qué hacer: «La gente se empezó a escapar, no sabía qué hacer, si escaparme, porque no sabía si mi mamá estaba viva, había estado una vez sola en la ciudad donde ella trabajaba y no sabía la dirección», cuenta con un tono de voz más infantil, como recordando con la piel y la voz todo lo que le pasó en ese instante, como si nuevamente fuera un niño y estuviera en ese tren.
Finalmente decidió saltar y entrar a esa ciudad. Curiosamente, era la ciudad donde su mamá estaba trabajando. Era 13 de junio del 44, nuevamente la «casualidad» estaba interfiriendo en sus fechas: un año justo desde aquel 13 de junio que se había ido de la casa del albañil.
Logró reconstruir el camino y llegó hasta la casa donde su mamá trabajaba. A pesar de que todavía corrían peligro, los alemanes estaban en retirada. Finalmente, un mes y medio después, el 26 de junio del 44, el día de su cumpleaños , los rusos anunciaron la liberación de su ciudad.
El camino hacia la libertad

Su padrastro tenía familia en Uruguay. Sin embargo, su mamá tenía una hermana en Estados Unidos. Ellos querían ir hacia allá, pero era imposible entrar en Estados Unidos. Así que, finalmente, decidieron venir a América del Sur y comenzar una nueva vida en Montevideo, Uruguay.
«Llegué el 3 de julio del 48. Y el 9 de marzo del 59 me recibí de ingeniero civil», expresa Alejandro Landman, lleno de orgullo.
La muerte y la vida
De su familia más cercana solo quedaron vivos su madre, una hermana de su madre y un hermano de su padre. Todo el resto de su familia fue asesinada. Aunque de vez en cuando encuentra por el mundo a algún primo.
Pero él sobrevivió. ¿Cómo lo hizo?: «Yo no soy religioso, no creo en milagros; pero considero que todos los que sobrevivimos fue, primero, gracias a nuestra buena suerte, porque la buena suerte existe. Luego a la fuerza física, porque si pude resistir un frío de -30 ºC congelado es porque evidentemente tuve fuerza. Y, por último, por la voluntad de sobrevivir, porque había gente que se dejaba estar, no luchaba. Yo hice todo lo que hice, caminé toda la noche, caminé de pueblo en pueblo, porque tenía una voluntad de sobrevivir, consciente o inconscientemente, pero la tenía», expresa y aunque todavía sigue buscando respuesta a sus preguntas, sabe perfectamente que la suerte estuvo de su lado. La vida le regaló una nueva oportunidad y Alejandro Landman no dudó en aprovecharla al máximo.






