Enrique VIII era un gran aficionado a la pena de muerte; no por casualidad decapitó a Ana Bolena y Catalina Howard, su segunda y quinta esposa respectivamente (recordemos que tuvo seis). Pero este rey no fue ni el primer adepto a esta práctica ─de la que hay registros del siglo XVI a. C. en Egipto─, ni el último ─todavía en la actualidad países como Estados Unidos y China son afines a la pena capital.
La pena de muerte: ¿es la solución a nuestros problemas?

El jardín de la muerte de Hugo Simberg.
Pero, para empezar, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la pena de muerte? Y, en particular, ¿de verdad es la salida a nuestros problemas?
Pena capital vs. asesinato
La frase « pena capital» tiene sus raíces en la palabra latina capita, que significa «cabeza», y alude a uno de los métodos más antiguos de ejecución, el degollamiento.
La diferencia fundamental entre la pena capital (o pena de muerte) y un asesinato es que la primera es ejecutada por el Estado después del proceso legal debido y a causa de un crimen capital concreto como asesinato, fraude, traición o violación.
Por tanto, es cierto: la pena de muerte no supone un asesinato en su sentido más estricto (recordemos que la RAE lo define como «matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa»). Pero ¿acaso esta distinción es suficiente para justificar su práctica? Repasemos los tres argumentos a favor más empleados para comenzar a respondernos esta pregunta.

Un retrato pintado por Hans Holbein, entre 1539 y 1540, del monarca inglés Enrique VIII (quien también tendría que haber repasado estos argumentos).
«Ojo por ojo...»
«Quien comete un delito debe sufrir y este sufrimiento debe ser directamente proporcional al que causó», esgrimen muchos. Debe haber una «retribución» y la ecuación propuesta es simple: si mató, hay que matarlo.
Pero esta última frase, más que a «retribución», suena a deseo de venganza. Como lo mencionaba Desmond Tutu, «matar cuando una vida se ha perdido no es justicia, es venganza». Y como tal, se transforma en un concepto muy cuestionable desde el punto de vista moral. A este mismo punto hacía referencia Gandhi cuando sentenció: «Ojo por ojo y el mundo quedará ciego».
En esta línea, un estudio psicológico publicado en el Journal of Personality and Social Psychology ha comprobado la ineficacia de la venganza para promover la liberación y la consiguiente transformación interior después de vivida la injusticia. Según este estudio, la venganza hunde a quienes la sienten en un estancamiento emocional.
«Es la mejor medida ejemplarizante»
Si eliminamos al criminal efectivo, los criminales en potencia se arrepentirán y no cometerán delito alguno, ¿no es cierto?
Pero… ¿qué hay de los crímenes pasionales o de los que son perpetrados por personas con trastornos? Tampoco hay evidencia de que la pena de muerte sea más ejemplarizante, por ejemplo, que la cadena perpetua, como lo concluyó una investigación realizada por las Naciones Unidas en 1966.
Además, cabe preguntarnos, ¿es ético y justo que un culpable pague por todos los posibles culpables futuros? ¿Tiene sentido transmitir que matar es incorrecto matando?
Cabe agregar, asimismo, otra variable que resulta fundamental: la efectivización de la pena de muerte supone nuestra brutalización como seres humanos; a este respecto, en una investigación realizada por el FBI se comprobó que la cifra de asesinatos era más elevada en los estados en los que la pena de muerte seguía vigente.
«Es mucho más barato matar que mantener»
¿Verdaderamente es este el caso? Claro que esta respuesta depende de muchas variables (país, método de ejecución, sistema penitenciario, etc.). Pero, tomemos un ejemplo para comprender que la pena de muerte no es tampoco tan «económica» como se cree: para citar un caso conocido, que trascendió en los medios, la ejecución del terrorista estadounidense Timothy McVeigh que detonó una bomba en Oklahoma costó 13 millones de dólares.
Además, el costo de la pena capital representó uno de los principales argumentos que esgrimieron los estados de Nueva York y Nueva Jersey para desterrar esta pena ─habían gastado 170 millones de dólares en 9 años y 253 millones en 25 años, respectivamente─.

Muerte y vida (1910-1915) de Gustav Klimt.
Tras correr el velo de confusión que suele cubrir este debate tan polémico (al menos en parte), aparecen el deseo de venganza, la ineficaz decisión de matar para «dar el ejemplo», nuestra brutalización como seres humanos y, en muchos casos, el elevado costo de la pena capital.
Estos factores me llevan a cuestionarme si la pena de muerte no acarrea, en definitiva, más problemas que soluciones. Me llevan a apropiarme de una pregunta que también desbarata a la pena de muerte como posible solución y que el escritor Charles Dickens se realizó frente a este mismo asunto en la época victoriana: ¿habrá algún día garantías lo suficientemente sólidas como para que un ser falible como el humano ejecute una decisión tan irrevocable como la muerte?
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