En su casa de verano, Isaac Borojovich disfruta no solo del calor de esta estación, sino también de la calidez que su familia le transmite. Su esposa Raquel, sus cuatro hijos y sus cinco nietos han hecho de él una gran persona. Emocionado me pregunta y se pregunta: « ¿Qué más se puede pedir en la vida? ¿Puedo pedir más a los 89 años? Más no». Y cuánta razón tiene.
¿Cómo es sobrevivir al Holocausto y volver a nacer?

A Isaac Borojovich la vida le puso uno de los obstáculos más difíciles de superar: el Holocausto judío. Con 14 años se tuvo que enfrentar a la muerte. Siendo un niño y luego un adolescente tuvo que luchar por mantenerse vivo y por mantener viva a su familia. Se enfrentó a un camino lleno de pozos, pero con mucha fe logró salir de cada uno de ellos. A veces se plantea cómo hizo, cómo logró escapar tantas veces a la muerte: « Suerte, experiencia, fortaleza mental, Dios me ayudó».
La historia de Isaac Borojovich tiene que ser contada, así como la historia de todos esos sobrevivientes que no solo escaparon a la muerte sino que además lograron renacer y formar otra vida. Porque sus vivencias pueden ayudar a que nunca más suceda una tragedia de esta magnitud. A que ese antisemitismo que hasta el día de hoy sigue vigente -aunque con menos intensidad- termine de una vez por todas. «Si hay un cáncer y lo curas, ¡no aparece más! Pero si no lo curas, ¡sigue! No está curado. Es por eso que sigue existiendo el antisemitismo», manifiesta Borojovich.
Ser niño antes y durante la guerra

En un pueblo muy chiquito y hermoso llamado Svir y ubicado en Polonia había 1.100 judíos y 500 cristianos. En ese pequeño pueblo vivía Isaac Borojovich. En sus alrededores también vivían 40 familiares. Su hogar estaba compuesto por su madre, su padre y su hermanita que tenía 6 años menos que él. Él con 14 y su hermana con 8 vieron cómo su niñez y su adolescencia se desvanecía.
El primer día sintió un «barullo grande. La gente no sabía qué pasaba. Solo había gritos». Y ese día comenzó un sentimiento que lo acompañó durante todos los años de la Segunda Guerra Mundial: « La necesidad de sobrevivir. Solo pensaba en buscar comida y poder sobrevivir. Y gracias a esos pensamientos estoy vivo».
Tres guetos, seis campos de concentración y una vida intacta: ese es el resultado de años de guerra y persecución. Su vida comenzó a cambiar en el 39 cuando la ley soviética obligaba a tener determinados metros cuadrados por familia: su casa era muy grande y en ella habitaron otras dos familias. Pero la presencia de los soviéticos no fue tan mala como cuando tiempo después llegaron los alemanes. «Ahí sí que empezó todo», expresa Isaac con la voz baja, como si no quisiera recordarlo.
Ese fue su primer gueto. Esa fue la primera vez que sintió la necesidad de sobrevivir y de salvar a su familia. «Mi padre estaba asustado y yo, con 14 años de edad, veía que si no me ponía al frente y no conseguía comida, mi familia y yo no íbamos a existir más».
Su afán por sobrevivir y su voluntad lo llevó a trabajar y buscar diferentes escapatorias para sobrevivir: «Descubrí que se puede lustrar los zapatos sin pomada y que los pisos se pueden lavar sin jabón». ¿Por qué su relato condujo a estos trabajos? Porque él quiere demostrar cómo en el afán y en la búsqueda por sobrevivir la mente es fundamental.
FE: dos letras que hasta el día de hoy lo marcan

Fue en ese primer gueto, el de Michaliszki, donde se sintió iluminado por primera vez: Dios fue quien lo guió e impidió que muriera. Estaba cortando la leña junto a un compañero cuando fue avisado que tenía que volver: «Le dije a mi compañero que no me gustaba. Si llaman de golpe no es para darnos dulces. Vamos a escondernos». «Mañana es otro día», pensó. Luego veían qué excusa ponían cuando volvieran al gueto. Pasó todo un día y cuando volvieron descubrieron que 19 niños de su edad habían desaparecido. «Es bueno creer en algo. Si yo no me hubiera iluminado, no estaría vivo». Y con su voz llena de recuerdos repite: «19 niños», como si esa cifra le hubiera quedado marcada en la piel.
Una segunda iluminación vivió en ese segundo gueto: «Otra salvada de la vida. Suerte, experiencia, fortaleza mental, Dios me ayudó». Pero, ¿qué pasó? Isaac siempre fue una persona muy culta, los siete idiomas que sabe le permitieron moverse con más facilidad a lo largo de su vida. Es así que un día escuchó como los alemanes, que hablaban sin cautela porque creían que nadie les entendería, decían que iban a matar a todos los partisanos que estaban en el bosque. Entre los guerrilleros clandestinos se encontraba su primo, quien le había pedido que si sabía algo le contara. Los partisanos esperaron a los alemanes en el bosque y los mataron a todos.
El día después «vinieron las preguntas», cuenta con picardía. Si hablaba, «me mataban». Así que decidió no hablar, pero eso le valió una dolorosa amenaza: si no hablaba, le quemarían los ojos con un cigarro. No sabe cómo, pero le quedó una marca de cigarro en su cuello. Cómo no lo quemaron no sabe, solo sabe que Dios nuevamente lo salvó.
El gueto se terminó y solo 10 personas, quienes trabajaban para los alemanes, quedaron allí: toda su familia se fue a otro gueto. Pero «olía algo feo. Algo malo iba a suceder». Fue esa intuición que lo llevó a escaparse junto a su prima en la noche, pero el siguiente gueto quedaba a 30 ó 40 km de allí. « Tenía miedo, era un niño», manifiesta. Si en ese entonces hubiera sabido que estaba bien tener miedo… que no estaba mal sentirse así y mucho menos en esa situación.
Para no atravesar el bosque en la noche, decidió pedir ayuda en la casa de un amigo cristiano. Necesitaba pasar la noche allí y luego, sí, escapar. Con una emoción que atravesaba las palabras me preguntó qué me parecía que ellos le habían contestado. Y tan solo con sus palabras imaginé lo peor: «Textualmente me dijeron que si no me iba enseguida, llamarían a la policía». Así que tuvo que irse caminando, en la noche, siendo un niño... Pero llegó y encontró a toda su familia.
Allí dieron la orden de dividir el gueto: unos irían a Vilnius, que era cercano a donde estaban, otro era más lejano y le resultaba extraño que fueran allí. Solo que para ir a Vilnius debían pagar con monedas de oro: su madre, su padre, su hermanita, él y un tío lograron pagar esas monedas. El resto de su familia no. De pronto, toda esa familia de 40 personas se redujo a cinco, solo ellos y su tío. Los demás fueron asesinados cuando iban hacia el gueto.
El gueto de Vilnius fue complicado «era bastante difícil, pero se vivía». Sin embargo, un día llegó la orden de conducirlos a un campo de concentración: el primero en su historia, el primero en los tres en los que estuvo en Estonia, el primero de los seis que atravesó en toda su vida. Y también comenzó allí la separación con su núcleo familiar: «A mi padre, a mi madre y a mí nos llevaron a un lugar, a mi hermanita y a mi tío los llevaron a otro lado».
Un día cuando estaba yendo a trabajar notó un movimiento extraño entre los alemanes. Le dijo a su padre que se quería escapar. Pero su padre le dijo que si se escapaba lo iban a matar. Se acercó y le susurró a su mamá que se quería ir. «Mamá siempre me apoyaba y me dijo que haga lo que mi corazón me dicta». Isaac intenta reestablecer las frases de su madre, y en su voz, sus ojos y su postura se ve una melancolía llena de amor.
«La probabilidad de que me pudiera escapar era 1 entre 1.000». Pero lo logró. ¿Cómo? Se escondió en un pozo negro. Lo cuenta entre risas: seguro que en ese momento no fue nada divertido, pero con el paso del tiempo aprendió a reírse de algunas cosas que le sucedieron. Sobre todo si se tiene en cuenta que ese desagradable pozo le permitió sobrevivir. «No sé cuántas horas estuve allí, pero cuando estaba todo más tranquilo, salí. Se llevaron a todos los niños de mi edad». «¿Te puedes imaginar?, ¿cómo uno no va a creer en Dios?», me pregunta y a mí se me revuelve todo en mi interior. No tengo respuestas, pero él sí las tiene: «Dios me salvó». Eso es lo que mantuvo vivo todos esos años, eso es lo que lo mantiene vivo hasta hoy en día. Esa fe es la que le permite que sus 89 años tenga una vida feliz, a pesar de todo.
Más obstáculos, más fe

En ese campo se enfermó dos veces: «Estuve inconsciente varios días porque tenía tifoidea». Su mamá lo ayudó a salvarse: «Mamá no comía y me daba la comida a mí, pobrecita», cuenta bajando el volumen, y otra vez aparece esa melancolía llena de cariño. Se salvó y enseguida dieron la orden de irse.
Fue en el camino a otro campo cuando una bomba le pasó cerca y lastimó su pierna. En esa peregrinación había 24 ºC bajo cero. «La mitad de gente se murió». En el campo Ereda se encontraron nuevamente con su hermanita y el tío: « Una alegría inmensa». Pero nuevamente vino el terror: tenían que encontrar la forma de sobrevivir a los fríos intensos. Su curiosidad infantil le salvó la vida: «En los libritos que leía de pequeño decía que los esquimales cuando están afuera, hacen un pozo en la nieve y se tapan. Y eso fue lo que hice. Así, fui uno de los pocos que no se congeló». Entre risas pero lleno de emoción explica que si no hubiera leído se hubiera muerto: « Otra salvadita de Dios».
Recuerdos teñidos de tristezas, pero de mucho amor
Me cuesta recordarlo a mí, imagínense lo que le pudo costar a él. Con una paz inquebrantable pero su voz entrecortada y un volumen más bajo de lo habitual, Isaac Borojovich relata lo que allí sucedió: «Luego de sobrevivir a la noche, nos íbamos a ir todos juntos… -y deja de hablar, generando un silencio ensordecedor en el que solo los pájaros del balneario se escuchan-. Mamá agarró a mi hermanita… pero vino un alemán y la arrancó de los brazos de mi mamá. No la dejó llevarla. Lloramos todos. No hubo manera. Ese hombre sacó de los brazos de mi mamá a mi hermanita y no dejó llevársela».
Sobrevivir: LA misión

Los años pasaron, el Holocausto siguió haciendo de las suyas, e Isaac solo tenía una misión en su mente: sobrevivir. Luego de lo que sucedió con su hermanita, él junto a sus padres fueron a otro campo de concentración, el de Stutthof. Y de allí los llevaron a otro campo. El camino hasta allí duró seis días y lo resalta con su volumen, porque no puede creer cómo sobrevivió a esos seis tortuosos días en un tren que no tenía ni aire y donde no le daban ni comida ni bebida. «La mitad se murió. Les faltaba el aire. Se morían por la falta de aire. Pero yo encontré un agujero. Pude respirar, eso fue lo que me salvó». Al llegar los separaron de su madre, luego con el tiempo se enteró de que la habían llevado a una fábrica de municiones en Hamburgo.
Se mantuvo unido a su padre. Pero un día él se fue a trabajar y nunca volvió. Recién hace 15 años se enteró de qué había pasado con su padre: «Una señora me dijo que mi padre junto a sus dos hermanos, más 750 personas, habían sido asesinados el 16 de diciembre del 44 en una fosa».
«Estoy solo, me dije. Con 16 años estaba solo. Y sabía que iba a terminar mal. Así que me hice el enfermo. Cuando el doctor se dio cuenta casi me mata, pero luego de enojarse se rió porque lo pude engañar y me dejó trabajar con él». Nuevamente aparece su tono picaresco: «Yo no pude creer tal cosa, tú tampoco, ¿verdad? Fue difícil pero me pasó».
Luego de eso, lo llevaron a un nuevo campo de concentración. El último de esa tortuosa historia. Bergen-Belsen: « Un campo donde no era necesario que nos mataran. Las personas se morían solas». Allí entabló una amistad con otro niño que, curiosamente, era un número menor al de él. 73074 era su número, 73073 el de su compañero. Fue él quien le dijo que venían unas mujeres y se emocionó: entre ellas estaba su madre. Ella no lo reconoció, estaba demasiado flaco. Los volvieron a separar y seis días después se terminó todo. Ya no había más alemanes así que decidió ir a buscar a su madre y también un poco de comida. Al tercer día ya no daba más. «Apareció mi madre y le dije que por suerte había aparecido. Quería despedirme de ella antes de morirme». Incluso, Isaac cuenta que un médico holandés le dijo a su madre que «clínicamente no podría vivir. Pero la voluntad fue lo que le ayudó a mantenerse con vida».
Esa fue su última experiencia con la muerte. Y, sin saberlo, fue su primer día de vida. Una llena de amor.
Uruguay: un destino que nunca hubiera imaginado
Su madre recordó que sus hermanos habían venido a Uruguay. Sin embargo, Isaac Borojovich quería irse a Israel. Pero no se iban a separar, así que decidieron que los papeles que llegaran primeros iban a determinar el lugar donde iban a comenzar su nueva vida. En setiembre del 46 llegó a Uruguay, aunque antes pasó por París donde disfrutó al máximo e hizo todo lo que se le había impedido hacer durante los años del Holocausto.
«Nunca me voy a olvidar», cuenta emocionado y lleno de amor, «a mí la gente me ayudaba muchísimo. Estoy muy agradecido con Uruguay. El cariño, el amor y el bienestar que me dieron acá, en ningún lado lo he recibido».
Las secuelas del sufrimiento
Isaac no duda en agradecer lo que la vida y, sobre todo, Uruguay le dio: «Mira esto -su casa de balneario-. Teniendo la señora que tengo, cuatro hijos, cinco nietos, bienestar. Puedo recibirlos a ustedes. ¿Qué más se puede pedir en la vida? ¿Puedo pedir más a los 89 años? Más no».
Sin embargo, todo lo que vivió lo marcó. Y no solo son la marcas físicas del cigarrillo y de la bomba, son también las secuelas que quedan dentro de sí. «Todos los días tengo pesadillas. Me despierto a las 2, a las 4 y a las 6 de la mañana. Todos los días tengo pesadillas. Sueños raros». Sin embargo, su fortaleza, su fe y el amor por su familia lo hacen ser fuerte: «Con todo, no me puedo quejar. Olvidarse es imposible. Pero con todo lo que tengo adentro, tengo que mirar el futuro. Siempre mirar adelante».
Ese mirar adelante pero nunca olvidar lo llevó a que festeje tres veces su cumpleaños todos los años: la fecha que dice la cédula uruguaya, la fecha de su nacimiento según el calendario gregoriano y la fecha en que fue liberado del último campo nazi.






