Asistí a la película de BTS para entender el éxito del K-Pop y me llevé una poco agradable sorpresa

Recientemente, fui invitado al estreno de Burn The Stage, primer documental inspirado en BTS, boy band que ha conquistado el mundo entero. El film, haciendo uso una de sus giras mundiales ( The Wings Tour) como eje narrativo, relata el efervescente ascenso de los artistas mediante un acercamiento poético a lo que significó para ellos el proceso del éxito.

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Ahora bien, antes de hacer un análisis objetivo de la realización audiovisual —que podría hacer cualquier persona más capacitada— me gustaría hablar del factor empírico y transformador que la película exhibió y tocó la fibra más interna de este friki barbudo y convencional.

No sé si fue mi transfondo socioeconómico, o la manera en que fui criado, pero siempre odié el concepto de Idol. Rechacé la abstracción de personas como productos, moldeados para satisfacer estándares irreales y colocados por encima de lo humano y cotidiano, solo por ser bellos, ricos o talentosos; siempre pensé que se trataba una forma de elitismo enmascarado. Por tal razón, la fama que acompañaba a los artistas que alcanzaban la cima de la industria musical siempre me generó repudio y jamás pensé conocer casos de éxito que conservaran la virtud humana más admirable: humildad.

Cerrado a la posibilidad de experimentar casos que derribaran este preconcepto —sobre todo porque la música de las nuevas generaciones no se lleva con lo que consumo en mi tradicionalismo—, solo el genuino cariño pudo romper la barrera que me impedía redescubrir a BTS.

Si bien la conocí en 2015 con su carismático single «Dope» —que me fascinó por su pegadizo riff y estupenda coreografía—, mi mente se replegó en consecuencia de lo que representaban. Años más tarde, en la actualidad, cuando fue imposible escapar de su música, logré incorporar sus temas por afecto a quien me las compartía, pero sin reconocerlos enteramente, sin embargo, poco a poco, pude percibir la verdadera esencia de este fenómeno coreano.

Fue así que me ubiqué en una sala de cine repleta de jóvenes menores de 20 años (salvo algunas excepciones) que gritaba con cada aparición (mucho más cuando alguna de las estrellas ostentaba poca ropa o participaba de un momento tierno). Extasiado por la experiencia audiovisual, ensordecido por la pasión de los fans, pero atento a todo lo que ocurría en pantalla, noté que había sido abducido.

Más allá del fanatismo adolescente —gestado en la atracción física y la admiración—, las redes sociales, inundadas de momentos tras bambalinas protagonizados por los integrantes de la banda, me enseñaron una faceta desconocida por mí: sencillez, amabilidad, autenticidad. Su juventud e inexperiencia, en combinación con la inesperada modestia de personas que lo tienen todo, conectaron con su público, a quienes denominan ARMY, y de quienes reconocen provienen sus logros.

La voz en off me condujo desde el desierto hasta el océano, según recitaba metafóricamente el narrador.

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El cansancio extremo por las horas de viaje y ensayo, el sentido de responsabilidad de cada integrante —al punto del llanto cuando había un error, o del desmayo cuando intentaban dar más de lo que su cuerpo permitía— y la incertidumbre de entregar tu juventud por un sueño que no sabes si va a cumplirse. Compromiso y esfuerzo desmedido que, en ningún momento, trató de aplastar a los compañeros por el beneficio personal (como es recurrente aquí en occidente) y que siempre tuvo en mente el único propósito de devolver un poco de la confianza y afecto que los fans depositaron.

Obviamente, existe la posibilidad de que todo fuese parte del guion, no obstante, despertar la verdadera pasión en un ser humano no es tarea sencilla y si existiese una fórmula, todas las corporaciones del mundo tendrían su propio BTS. La verdadera pasión responde cuando hay sinceridad, cuando hay coherencia entre lo expresado y lo vivido, de otra manera el mensaje es plástico.

Mínimos detalles como rezongar a un compañero que se exige de más, o invitar a todo el equipo de realización a la fiesta postconcierto, bebiendo y comiendo como iguales, sin jerarquías por protagonismo, entendiendo que cada colaborador es responsable del éxito de la banda, desafiaron el estereotipo de Idol que mi mente conservó durante tanto tiempo.

Y entonces, casi al finalizar el documental, Kim Nam-joon, líder de la banda, profesó:

«Quiero vivir la vida a mi manera, pero sin hacer lo que se me antoja», enseñanza que terminó de destruir mis preconceptos y me enfrentó con la calidez de un ser humano maduro y centrado, a pesar de su corta edad y posición socioeconómica. Vislumbre mi error con más claridad, aunque no con tanta como minutos más tarde, cuando al salir de la sala observé una escena surreal.

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Bajando la escalera, con indeleble sonrisa y tomada de la mano de su amiga, una chica no vidente conversaba apasionada sobre la película. Supongo que con la ayuda de su acompañante pudo entender un poco más de lo sucedido, pero ¿cuán intensa debe ser la conexión entre fan y artista para generar tal impacto en la vida de alguien con esa diversidad funcional como para impulsarla a ir al cine simplemente a escuchar a su banda favorita?

Es que el objetivo de Jin, Suga, J-Hope, RM ( Namjoon), Jimin, V y Jung-Kook, según lo resumido al acabar su tour mundial, despeja toda duda:

«Si logramos aportar algo en sus vidas y disminuir sus tristezas en un 100%, 99%, 98% (o cualquier porcentaje), habremos cumplido nuestro propósito».

La chica del cine se amó a sí misma y acudió valiente al encuentro con su pasión. Ella, como tantas otras y otros, respondió al llamado sincero de una banda de éxito mundial, belleza universal, pero sencillez familiar.

«Chinos maquillados», «carilindos sin talento», «productos en serie» y un sinfín de denominaciones despectivas basadas en xenofobia, homofobia y envidia inundan los foros y dicen presente en miles de comentarios en las redes sociales, pero ¿no será hora de romper nuestro cascarón de comodidad y costumbre para aventurarnos a conocer, o, al menos, respetar el arte que es pasión de multitudes? A mí, en un principio, no me agradó reconocer que estaba equivocado, pero ahora estoy agradecido.

BTS no es solo una boy band, es una fuerza creativa auténtica, capaz de transformar las vidas de quienes lo siguen. En definitiva, es la definición de arte que te impulsa a cumplir tus sueños sin importar edad, condición socioeconómica o preferencias y que, por encima de todo, te motiva a amar a los demás y a ti mismo.

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Y tú, ¿qué piensas al respecto?

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