La tradición del vino en Castilla-La Mancha: para gargantas sedientas y almas mustias

Con seiscientas mil hectáreas, Castilla-La Mancha, en España, es el mayor viñedo de Europa. Representa a la mitad de todas las viñas del país y casi la quinta parte de las que producen vino en Europa. Esta región exporta, cada año, vino suficiente como llenar un pequeño lago.

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Pues bien, de entre toda esa extensión, quedémonos con una pequeña –en comparación con la mayoría- viña de menos de un par de fanegas, lo que viene siendo una hectárea y muy poco. En ella se cultivan uvas blancas, como en la mayor parte de los viñedos que la rodean. Su dueño ha dejado, en la casa de labranza ( cocero, se dice en la zona) un cartel en el que se lee el nombre de su nieta, de modo que el habitáculo ha adquirido el título de “villa”.

Llegada la vendimia, la “cuadrilla” de ocho o diez vendimiadores, todos familiares o amigos del dueño, se doblan sobre sí mismos durante un fin de semana para recoger el fruto del esfuerzo del amo, cuidando y abonando una tierra seca, que produce unas uva dulces que, por algún extraño misterio de la química, dan un vino recio, de aroma fortísimo e intensidad extraordinaria.

Como cada año, tras dejar que un tractor se lleve las mal pagadas uvas a una cooperativa vinícola, se habrá reservado unas cuantas cepas para sí mismo. Pisa la uva en una bañera vieja con los pies y, ya roto el grano, lo introduce en una prensa que él mismo ha diseñado con barras, hierros y un bidón viejo.

Imagen thinkstock

 
Extrae el mosto a través de los agujeros del bidón a fuerza de brazo y paciencia. Paciencia que también requiere la fermentación del vino y los múltiples filtrados a los que lo somete. Termina por obtener un caldo casi transparente, recio y de una graduación no lejana a los quince. Un vino duro, como dura es la tierra a la que debe arrancárselo y dura la gente que se encarga de ello.

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Lo envasa en botellas de otras marcas, convenientemente lavadas y despegada la etiqueta, a las que pega un papel impreso en casa a una sola tinta. Modestas. Humildes. Como modesto y humilde se muestra él mismo cuando un amigo se acerca por su cocero y alaba un vino que, de llevar el nombre de un diseñador famoso, de un futbolista o de una de esas “bodegas con solera” costaría diez, quince o quién sabe cuántos euros.

No hay nombres en esta historia porque, a pesar de ser una sola, y real, es la de muchos castellano-manchegos que se reservan unas cuantas decenas de los kilos de su cosecha para elaborar vino en su casa y compartirlo con quien tenga la garganta seca o el alma mustia.

Lo primero, en esta tierra, es fácil; lo segundo, se encargan de evitarlo sus habitantes.

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