Etapa 1: El primer aliento
Luego de pasar días, semanas y meses abrumada por el dolor y la confusión, a la deriva de ese río de lágrimas que te empañan los ojos hasta el punto de impedirte ver ninguna de las cosas lindas que podrían estar sucediendo a tu alrededor, comencé a asustarme y a temer por mi salud física y mental.
Las personas a mi alrededor llevaban un tiempo intentando ayudarme, tendiéndome una mano firme que me sirviera de salvavidas para aferrarme a ella en cuanto tuviera la fuerza necesaria. Pero lo malo de estas situaciones es que no importa cuánto deseen ayudarte y con cuánto ahínco se esfuercen en rescatarte, el poder está únicamente en ti, eres tú quien debe hacer el famoso CLICK que te permita detenerte a observar la realidad que te consume en ese momento y elegir tomar otro rumbo hacia la sanación.
Así fue como yo reaccioné, un buen día desperté y dije: “ Esto no puede seguir así”. La vida pasa volando y no quiero que mi cielo esté cubierto de nubes por tanto tiempo. Así fue que emprendí mi plan de autorescate, pero claro, no iba a ser tan fácil. ¡Ojalá lo fuera!
Como primer medida, decidí ocupar mi tiempo con esa clase de actividades que siempre nos prometemos hacer alguna vez, pero para las cuales nunca nos hacemos un tiempo. Empecé a estudiar teatro, salsa y ballet, y en el poco tiempo que me quedaba libre salía con mis amigas. Al principio debo reconocer que funcionó, mantuvo mi inquieta mente ocupada por un tiempo, de manera que no pudiera pensar y enfrascarse en esos complejos procesos mentales autodestructivos que me venían consumiendo.
Pero ella es tan inteligente que un tiempo después detectó mi engaño, rompió mis barreras y comenzó a abrumarme nuevamente con sus agobios en todos los momentos del día (ya no le importaba que estuviera ocupada). Entonces, en medio de una fiesta con amigas yo comencé a llorar desconsoladamente, deseando refugiarme en mi cama, cubrirme con una manta y esconder mi cabeza en la almohada, anhelando nuevamente que el mundo se acabara de una vez.

Para cuando tomé plena conciencia de que mi increíble método no iba a funcionar, estaba perdida nuevamente en el agua turbia, temblando y muerta de frío. Así fue que contra mis caprichos comencé a frecuentar al psicólogo. No quería ni demasiado ni muy poco: una vez por semana me bastaba para desahogarme e intentar desentrañar las redes que había tejido en mi interior y me habían llevado a este estado. Esta práctica duró únicamente 2 meses; debo reconocer que mi paciencia estalla o mejor dicho, estallaba, cada vez que una persona me pedía que observara lo que sentía y me mantuviera en silencio. ¡Me resultaba simplemente imposible! A medida que esos sentimientos y pensamientos se iban acumulando en mi cabeza comenzaban a borbotear en mi boca como queriendo escapar y gritarle a ese hombre sereno, que me miraba intentando descifrar mis gestos, todo lo que había en mi interior.
Así pues, sumo otro fracaso a mi lista de salvavidas y vuelvo a comenzar.
Un poco contra mi voluntad, mi madre me llevó a un curso de meditación. En ese tiempo yo -en mi ignorancia- creía que eso de meditar era absurdo y lo único que lograba generar en mí eran risas. Pero en honor al famoso refrán: “¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?”, le di una oportunidad y a decir verdad... ¡Me encantó!
Ese fue realmente el punto de partida no solo de mi curación y mi felicidad, sino de un brusco y gigantesco giro en mi vida. Un despertar inimaginable y casi imposible de explicar. Claro que llevó un proceso, más largo de lo que hubiera querido. Pero al fin, en ese momento, mi corazón se detuvo por un instante. Se levantó del suelo, se sacudió el polvo y dijo: ¡A por ello!
Si aún no leíste el primer capítulo, puedes mirarlo aquí: Después de la tormenta siempre sale el sol