Donald Trump ha iniciado su presidencia del mismo modo en que condujo su campaña electoral: mintiendo a mansalva y tratando de dirigir el resentimiento y las frustraciones de sus seguidores contra la prensa que lo critica y expone su conducta errática e indecorosa. Durante una extraña comparecencia en la CIA, en su primer día en el mando, declaró: “Como ustedes saben, tengo una guerra en marcha con los medios”. Fue un intento de amedrentar a los periodistas y culparlos por otra guerra: la que el presidente le declaró a nuestra comunidad de inteligencia, especialmente a la CIA, por revelar que espías rusos, dirigidos por el autócrata Vladimir Putin, interfirieron en la contienda presidencial para ayudarle a llegar a la Casa Blanca. Esa injerencia fue ilegal y socavó irremisiblemente la legitimidad de Trump como mandatario. El la negó todo lo que pudo y mientras pudo. Y llegó al extremo de insultar a los funcionarios de inteligencia comparándolos con los nazis. Pero los cuatro principales jefes del espionaje lo confrontaron con pruebas. Por eso ahora trata de desviar la atención de los norteamericanos de su mala conducta hacia aquellos que la reportaron.
La guerra de Trump contra la prensa
“Los periodistas tendrán la ardua misión de servir de contrapeso, investigando e informando con audacia, determinación y perspicacia sobre las acciones del presidente y su equipo”.


Lo que presenciamos es apenas el comienzo de un comportamiento presidencial potencialmente catastrófico para el país y para el mundo democrático. Trump es un narcisista incorregible que, retórica aparte, pondrá siempre su idea delirante de sí mismo por encima de los intereses nacionales. En la misma comparecencia en la CIA, escuchamos con asombro cómo algunos asistentes aplaudieron el ataque intempestivo del presidente a los periodistas. Insólita conducta en un equipo de profesionales que, por regla general, no hacen públicas manifestaciones de sus ideas y sentimientos políticos. Ahora CBS News informa que el presidente llevó a la CIA un grupo de animadores (a cheering crowd), al cual acomodó en las primeras filas del salón donde habló para que lo aplaudieran. De ser cierta esa versión, basada en fuentes del propio gobierno, sería otro ejemplo vergonzoso de la temeraria conducta populista del nuevo presidente.
El narcisismo y la mitomanía de Trump le harán ir de mentira en mentira, de manipulación en manipulación. En la misma presentación en la CIA, inventó con desfachatez que un millón y medio de personas habían asistido a su inauguración un día antes, algo que desmienten fotos y videos del evento y datos sobre los usuarios del metro y los hoteles de Washington. Su enorme ego había sufrido un severo golpe porque, mientras hablaba en la CIA, una marcha de mujeres, organizada para protestar en su contra, había congregado a muchas más personas. Luego conminó a su portavoz, Sean Spicer, a desinformar a los periodistas y al país, declarando: “(Trump) atrajo la multitud más grande que jamás haya presenciado una inauguración (presidencial). Punto”. El presidente Barack Obama había atraído cientos de miles más durante su primera toma de posesión en 2009, según cálculos de especialistas. Contagiado por la mezquindad y el matonismo de su jefe, Spicer fustigó iracundo a los periodistas por reportar lo contrario y se negó a contestar preguntas en ese momento. En una conferencia de prensa dos días más tarde prometió no engañar nunca con sus palabras al pueblo norteamericano, pero no admitió que había mentido.
Ese mismo lunes el presidente dejó de una pieza a líderes republicanos y demócratas del Congreso cuando repitió otra de sus grandes mentiras: que Hillary Clinton le había ganado el voto popular solo porque “entre tres y cinco millones de ilegales” votaron por ella. No hay, desde luego, prueba alguna de que “ilegales” votaran el pasado ocho de noviembre. Pero el presidente pretende escudar con mentiras de ese calibre sus propias dudas sobre la legitimidad de su triunfo electoral. Cree que eso bastará para mantener engatusados a los norteamericanos que depositaron su confianza y su voto en él.
Las mentiras y patrañas serán una constante de la presidencia de Trump y pondrán a prueba nuestras inveteradas instituciones democráticas como no había ocurrido en mucho tiempo, por lo menos desde la oscura era de Richard Nixon. En esas deliberadas maniobras el presidente contará con la complicidad de sectores del Partido Republicano, los mismos que por años habían colocado los intereses partidistas por encima de los de la nación, adoptando leyes de supresión de votantes, rediseñando con trampas los distritos electorales y boicoteando de manera sistemática las propuestas de gobierno del Presidente Obama.
El reto será particularmente difícil para la prensa, una de nuestras más importantes instituciones democráticas. Autócratas como Trump necesitan intimidarla, colocarla en el papel del enemigo, porque aspiran a imponer a toda costa su voluntad que no es otra que alimentar su ego, aplastar a sus rivales y perpetuarse en el poder. Trump difícilmente lograría este último objetivo sin resquebrajar el sólido tejido de nuestra democracia. Pero su partido probablemente sentirá la tentación de perpetuarse en el gobierno. Así lo sugieren sus tácticas antidemocráticas de los últimos años. Frente a ello, los periodistas tendrán la ardua misión de servir de contrapeso, investigando e informando con audacia, determinación y perspicacia sobre las acciones del presidente y su equipo. Y no tendrán otra alternativa que hacerlo en un clima enrarecido en el que sufrirán la hostilidad no solo del presidente y sus secuaces sino también de muchos otros simpatizantes incondicionales del mandatario.
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