Una vez decidas contemplar el cielo nocturno, será imposible que escape a tu vista ese gran racimo de estrellas muy brillantes que pende del espacio sideral. Pléyades las llamaron los griegos, que significa palomas, y también “Siete Hermanas” o “Siete Cabrillos”, pues son siete los cuerpos que más pueden precisarse.
En general las distintas culturas las identificaron con sus propias denominaciones y mitos ―los mayas se sirvieron de su ciclo anual para crear un calendario, el año inca está basado en ellas, los babilonios las incluyeron en su catálogo estelar―, mas en todos los casos se producía una fascinación invariante por aquella vista que aparecía en el hemisferio norte durante el invierno y al sur en verano.
Aunque nos resulte difícil imaginar 100 millones de años ―la edad de formación de las Pléyades― como un corto espacio de tiempo, para las escalas astronómicas esta cifra es pequeña. En realidad son estrellas relativamente jóvenes que están a una distancia de aproximadamente 440 años-luz de la Tierra. Su núcleo tiene un radio de alrededor de 8 años-luz y su peso ―enorme a escala humana― se estima en 800 masas solares.
Al cúmulo total de las Pléyades lo componen cerca de 1000 estrellas, las cuales aparecen ordenadas de manera similar a la Osa Mayor y Menor. La mayoría de sus integrantes son enanas marrones, estrellas muy poco masivas, lo que resulta muy interesante para los estudios astronómicos puesto que en los cúmulos más viejos no abundan este tipo de cuerpos o no son fácilmente observables.
En las noches más claras las Pléyades parecen estar rodeadas de un velo nebuloso. Los científicos le llaman nebulosa de reflexión, un efecto provocado por el reflejo en el polvo de la luz azul que emiten las estrellas más cálidas del conjunto. Dicho polvo cósmico no se distribuye homogéneamente, sino que forma como especie de dos capas que aparecen alineadas frente a nuestra vista provocando ese toque tan encantador para la sensibilidad humana.