Roma: Alfonso Cuarón hace para Netflix su mejor película y ¿la mejor del año?
Roma, recientemente lanzada por Netflix, pero estrenada en agosto no sin ciertos conflictos y tras arduas negociaciones en el Festival de Cine de Venecia, es la primera película del mexicano Alfonso Cuarón en cinco años (desde Gravity).
Es también la más personal del director: inspirada en su propia historia y la de su familia, ambientada en la Ciudad de México en un período entre 1970 y 1971, hablada en español y partes en mixteco, y filmada enteramente en locación en su ciudad y en una casa que el director decoró con los propios muebles viejos de su familia.
En aquel debut festivalero, elogiada por el presidente del jurado, su colega y amigo Guillermo del Toro (que dijo después que entraba en su top 5 de favoritas de todos los tiempos), Roma ganó el premio más importante, el León de Oro, y comenzó a construir su reputación como una de las mejores películas del año y, en general, de obra maestra excepcional, un clásico instantáneo y candidata a todos los premios que le pongan por delante.
Basta verla, lo que está al alcance de un click en Netflix (aunque si puedes verla en una sala de cine es una experiencia mucho más recomendable), para comprobar por qué se ha generado todo esto en torno a la película, pero aquí algunas posibles explicaciones.
Una nostalgia familiar y entrañable
La historia se ubica en torno a una familia de clase media-alta que vive en la Colonia Roma de la Ciudad de México a la que hace referencia el título. Presumiblemente, una familia con muchas similitudes con la propia familia de Cuarón.
Pero el protagonismo de la película, y el punto de vista, se desvía de los miembros de la familia para posarse sobre Cleo, la empleada doméstica de la casa. La perfecta interpretación de Yalitza Aparicio le da a Cleo al mismo tiempo una personalidad y un relieve individual pero con los gestos y maneras que uno espera de una joven de ascendencia indígena y de humildes orígenes que vive y trabaja en la casa de una familia que no es la suya.
Alfonso Cuarón reveló que «más o menos el 90% de las escenas de Roma» surgen de sus propios recuerdos de la infancia.
Esta conexión personal con lo que está narrando se traslada a la pantalla, de modo que no solamente todo se ve entrañable y familiar sino que uno como espectador puede por momentos sentir que está allí dentro de esa casa con esa familia.
Pero al mismo tiempo, para conjurar la subjetividad de sus recuerdos, Cuarón filma la casa y las tareas cotidianas de Cleo —cómo cocina, limpia, va a buscar los niños a la escuela, los lleva a dormir y los despierta— de un modo distante, «objetivo», sin interferir: la cámara suele estar fija en el centro de la casa, y seguimos a Cleo mediante un plano general o acompañándola con un paneo.
Nosotros, el público, somos como Cleo: estamos en la casa pero no somos la familia. Estamos pero sin estar del todo.
En una escena, la familia toda está reunida en torno a la TV, mirando un programa humorístico. Cleo se pasea a su alrededor, juntando de manera mecánica los platos que han quedado alrededor del sofá, mientras también mantiene su mirada y su sonrisa clavadas en la tele. Por un momento, distraída, se hinca junto al sofá, divertida con el programa, y uno de los niños le pasa su brazo por detrás, abrazándola. En ese instante es una más de la familia. Pero es un instante, una ilusión, que se rompe cuando la señora le pide que le haga un té «al señor».
En este estar sin estar, en esta ajenidad fundamental de Cleo con su entorno, se cifra toda la película.
El agitado trasfondo político y social de 1971, las jerarquías sociales y culturales, las circunstancias personales de los patrones de Cleo, su vínculo con esta familia, y otras señales y augurios, se están manifestando o gestando todo el tiempo en un segundo plano, apenas vislumbrado ocasionalmente gracias a un fragmento de una conversación, un mensaje en la radio, una propaganda política, una imagen, un gesto sutil.
A una empleada doméstica no le corresponde preocuparse por estos asuntos.
Aunque toda la película tiene una inevitable reminiscencia a Fellini, empezando por el título, recuerda también a Dreamers de otro italiano, Bertolucci, en el modo en que un momento histórico y político que marcará a toda una nación y una generación se está sucediendo ante las propias narices de personajes demasiados distraídos como para verlo.
En Dreamers la distracción era la obsesión con el sexo de unos jóvenes burgueses revolucionarios; en Roma la distracción viene impuesta por la clase social.
¡Artes marciales, tiroteos, astronautas, incendios, paramilitares!
Pero que todo este drama doméstico no nos engañe: esta es después de todo una película de Alfonso Cuarón, que ha filmado algunas de las escenas más intensas, extenuantes y emocionalmente devastadoras de las últimas dos décadas. Y Roma no es la excepción.
Que Roma sea filmada en blanco y negro no resta en absoluto a su riqueza visual que se puede manifestar en las bulliciosas calles de la Ciudad de México o en la entrada de sus cines, en una estancia de las afueras en vísperas de fin de año, en una playa vacía de fuertes olas, en escenarios rurales definidos por el barro o por el polvo, en un entrenamiento de artes marciales o en el vuelo de un avión reflejado en el agua que lava el piso del patio.
La intensidad emocional está definitivamente presente y hay una extensa secuencia en cierto modo análoga a aquella del parto y la huida en el clímax de Children of Men que es probablemente la escena más dura y desoladora en una película en mucho tiempo.
Roma está dedicada «para Libo», la empleada doméstica de la familia del director, en quien se inspiró para el personaje de Cleo.
Tras ver la película, uno mismo siente que Libo, o Cleo, vivió con su familia cuando era niño. Así de notable es Roma.
Calificación de Roma: 9/10.
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